22.12.12

Capítulo XXX (Parte V).

(...) (...) (...) (...)

Corrí y corrí mientras pensaba en que aquí en Estagira los días son largos, aunque también son cortos —o al revés—; corrí tanto que pensé que algunas partes de mi cuerpo se me iban quedando atrás, de reojo me pareció ver cómo mi mano derecha se rezagaba durante unos segundos como para coger aire.

Subí cada tramo de escalera a saltos de tres escalones, incluso de cinco y de seis, abrí la cerradura de mi cuarto con un ágil movimiento de muñeca y desde el umbral salté haciendo una acrobacia en el aire en la que aterricé tumbado en el colchón vestido únicamente con la funda de la almohada —y en calcetines, pero supuse que a esos psicopompos no les importaría—.

Me vi desde arriba, ahí tumbado vestido con la funda de la almohada y con gaseosas zetas saliéndome de la cabeza, aunque también vi mi cabeza, quiero decir por dentro. Era un espacio infinito, no sé si blanco o negro. Y junto a mí estaba una figura difusa, con una voz profunda. Daba un poco de miedo todo aquello, pero supuse que sería uno de esos psicopompos y me tranquilicé, pues aún llevaba puesta la funda de la almohada. Me dijo:

—Alonzo, ¿De qué tienes miedo? —me gustó su acogedora voz.
—No lo sé.
—¿Temes morir? —preguntó.
—Puede…
—¿Temes que todo se acaba justo ahora que eres feliz? —volvió a preguntar.
—No lo sé, es posible…
—Pues no tengas miedo ahora, pues tú sobrevivirás a la misma Muerte.

Confieso que fue un sueño bastante extraño, y de hecho no es más que eso, un sueño, así son los sueños.

21.12.12

Capítulo XXX (Parte IV).

(...) (...) (...)

Desperté a la mañana fresco como una verde lechuga. Me desperecé con alegría, pues era miércoles y tocaba desayuno en la pensión.

El desayuno no resultó ser más que una galleta reseca que ni siquiera era lo suficientemente circular y un vaso de agua un poco turbia —aunque un rato después se volvió más transparente—.

Paseé un rato, feliz, pues lucía un día fantástico, incluso mejor que el anterior, con un par de nubes grises, ahí en el cielo, dispuestas a refrescarnos con su lluvia y ponerle al paisaje una diadema de arcoíris. Debo de estar volviéndome un lunático, pensé entonces, pues hasta esa caca de perro junto a ese buzón me parece desternillante.

De pronto oí un estruendo y varios chirridos —o al revés—, y me apresuré a doblar la esquina para saber qué estaba pasando.

Una gran grúa amarilla y alta como una jirafa mecánica enarbolaba una gigantesca esfera maciza y amenazaba con demoler unos bonitos molinos que al parecer estaban obsoletos por el progreso y la ciudad había de devorarlos. A decir verdad, desde mi punto de vista parecía que sus fachadas eran rostros infantiles que lucían sendos gorros picudos con una divertida hélice que casi les tapaba la cara y que no paraban de girar.

—¡Alto! —grité entonces al muñeco de trapo que manejaba los controles de la jirafa mecánica— ¡No puede demolerlos! ¡No son molinos! ¡Son gigantes!

Me abalancé sobre el operador de la grúa, que había ignorado mis advertencias a causa de los auriculares protectores, y lo empujé fuera de la cabina, accionando accidentalmente una de las palancas.
Hubo una sacudida y la bola de demolición se balanceó en el aire, colisionando finalmente contra los viejos molinos, reduciéndolos a escombros.

—¿Pero qué demonios hace? —me gritó el operario enfurecido— ¡Podría habernos matado!
—Lo siento —dije yo.

Y me alejé cabizbajo mientras me sacudía el polvo de la camisa y tropezaba con las ruinas de piedra y madera.


No estoy muy seguro de qué me pasó en ese momento. Otra vez me sentía triste. Deambulé por las calles, pensativo, y no encontré esta vez ningún entretenimiento que me devolviera la sonrisa. Al menos durante un rato, pues en un momento dado, vi a un tipo vestido únicamente con la funda de una almohada.

—¿Qué haces así vestido? —me dijo el hombrecillo con una mueca de sorpresa.
—Voy normal —contesté yo.
—¿Normal? ¿Pero tú sabes qué día es hoy? —preguntó, cada vez más sorprendido.
—Hoy es… ¿miércoles?
—¡Idiota! —exclamó— ¡Hoy es la noche de los psicopompos! ¡Debes vestirte con la funda de tu almohada y haberte dormido antes de que caiga el sol! ¿De verdad no lo sabías?
—Soy nuevo aquí.
—¡Pues date prisa en ponerte tu funda de almohada! Está a punto de anochecer!
—¿Pero qué dice? —empecé a decir yo— ¡Pero si aún no es ni la hora de comer!

Y justo entonces caí en la cuenta de que el día ya se había puesto de ese tono rosa y cian, de que había estado paseando meditabundo durante todo el día. Miré rápidamente al hombrecillo y me fui corriendo a la pensión a vestirme para la noche de los psicopompos.

(...)

20.12.12

Capítulo XXX (Parte III).

(...) (...)

Leí en braille las luces de los edificios en la noche y disfruté de cada paso, ora a la sombra ora a la luz —según cada farola—. Subí tranquilamente las escaleras cuyos crujidos ahora parecían más bien susurros, y me recosté en el colchón.

No tardé en ver zetas de colores flotando sobre mí. Salían como un tenue vapor de mi sesera, para crecer y seguidamente diluirse en la pálida luz de la luna que entraba por la ventana.

Soñé que era completamente cóncavo, como si todo el Universo se hubiera vuelto entero del revés, como si yo fuera el centro del mismo. Me gusta llamarlo antivolumen, y podría explicarlo, de veras, pero recuerda que ahora estoy dormido y tal vez sólo sea un sueño. No sé hasta qué punto.

Después soñé que estaba dentro de una gran carpa de circo pintada a rallas rojas y azules con manchas púrpuras que parecían huellas de pies. Todo aquello era un caos de osos disfrazados bailando sobre pelotas inmensas, payasos haciendo monerías, monos haciendo payasadas, malabaristas, funambulistas y demás personajes circenses. El bullicio era atronador, y como era un sueño y en verdad no sabía qué hacía ahí, le pregunté a un bufón que estaba cerca de mí que qué diantres estaba pasando. Pensé que no me había oído, pues yo mismo había escuchado mi voz algo extraña, pero pronto me miró y me dijo:

El hombre de mimbre, que sólo se alimenta de membrillo, vive con miedo a moverse por si quiebra.
—¿Cómo? —grité yo, casi sin oír mi propia voz.
Siempre abre el libro y vibra si suena algún timbre —me pareció entender.
¡No le entiendo! —grité entonces.
Pues así nunca será del todo libre, el hombre de mimbre.
¡Que no le entiendo! —volví a gritar.
¿Es el calvo un esclavo? ¿O sólo un clavo en un establo? —preguntó, o eso creo.


19.12.12

Capítulo XXX (Parte II).

(...)


Me desperté con dolor de cabeza y la lengua pastosa, aún algo mareado, me levanté para abrir la ventana, y cuando la fresca brisa inundó el cuarto limpiándome los pulmones y despertándome, me di cuenta de que tras de mí había dejado unas huellas moradas. —¡Igual da! —solté en una carcajada.

Y agarré mis zapatos y mis calcetines y bajé corriendo las escaleras para ir a dar un paseo, feliz por fin, feliz de estar vivo y de vivir sobre un suelo que he pintado con mis propias manos.

Hacía una tarde realmente maravillosa, aunque quizás la perciba ahora así por la gran alegría que se agita en mi estómago como un pez en una pecera. Nunca había apreciado la belleza de un cielo cubierto de un manto de marfil y motas de cielo abierto aquí y allá, tampoco había caminado nunca porque sí, así, sin destino. Aunque, ahora que lo pienso, en la vida que llevaba antes tan sólo creía caminar a un destino, pues en verdad iba desnudo y a ciegas por un camino de resbaladizo cristal.

—Esta alegría habrá que celebrarla —pensé.

Y enfilé hacia el primer tugurio que encontré. Era un sitio pequeño, con aspecto de servir comida rápida y copas, también un expositor lleno de helado. Detrás de la barra estaba un tipo moreno, tal vez indio —pero no indio americano, indio de la India—, que tenía un bigote que le tapaba toda la boca, incluso pensé que carecía de ella, porque enseguida me atendió una bonita camarera con la cara oculta por una densa capa de maquillaje y la cintura de avispa.

—¡Buenas tardes! —saludó con una estridente voz mientras mascaba chicle— ¿Va a comer o sólo quiere tomar whisky de castaña?
—¡Hola! —respondí— Pues lo cierto es que tengo algo de hambre, ¿Qué tienen, aparte de helado?
—Pues hoy tenemos caviar de beluga.
—¿Pero qué dice? —pregunté extrañado— Las belugas son mamíferos, no ponen huevas —aclaré.
—Éstas sí —contestó mascando chicle.
—Muy bien —dije entonces—, pues tomaré eso.
—¿Para beber? —mascando chicle.
—¿Qué tienen que no sea whisky de castaña?
—Aquí solo servimos whisky de castaña —mascando chicle.
—Muy bien, pues tomaré eso.
—Marchando —hizo una gran pompa y fue a llevarle la nota al cocinero con bigote y sin boca.

Aquel plato presentaba un aspecto confuso, asqueroso y apetitoso al mismo tiempo, una especie de pasta color perla, densa y grumosa. Cogí una buena cucharada y me la tragué sin respirar, aquello me dejó un sabor delicioso en la boca, pero unas insoportables ganas de vomitar.

—¡Beba ahora el whisky de castaña, rápido! —me gritó entusiasmada la camarera de cintura de avispa mientras el chicle bailaba entre sus mandíbulas de carmín.

Agarré el vaso y le pegué dos tragos, e inmediatamente las náuseas cesaron, dejándome el mismo sabor, pero con un toque dulzón bastante agradable.

Repetí el proceso hasta que el plato se hubo terminado y, aunque estaba bien satisfecho, me pedí una tarrina de helado de mantequilla.

Después de pagar las cinco dracmas por el almuerzo, salí del diminuto restaurante con una sonrisa mientras saboreaba mi helado. Tan alegremente iba, que sin querer me topé con un hombre de hojalata. A decir verdad no estoy muy seguro de si se trataba de un hombre de hojalata o un hombre normal, porque pensando en mi percepción de las cosas no sé si es que tengo poderes o me estoy volviendo majareta.

El caso es que me disculpé de aquel hombre de hojalata, pues parecía muy asustado por el incidente, tan nervioso lo vi, que le propuse invitarle a una copa.

—De-de acuerdo —tartamudeó él con una voz metálica—, ju-justo ahora iba a-al bar de Ot-tón. Otón.
—Perfecto —respondí lleno de entusiasmo—, pues allá entonces.

Caminamos un par de manzanas, repito que no estoy seguro de si era realmente un hombre de hojalata, pero juraría que se escuchaba un ruido de engranajes a cada paso que daba.

El bar de ese tal Otón era lo más parecido a una madriguera que había visto nunca —si bien nunca he estado en ninguna—, incluso me pareció que las paredes eran terrosas y que en algunos sitios surgían fuertes raíces que se dirigían hacia abajo. Otón era un hombre gordo y de tez oscura, con ojos pequeños, parecido a un topo. Llevaba una camiseta de tirantes blanca muy sucia, y su mirada no reflejaba más que cansancio y tristeza. Los anaqueles estaban repletos de decenas de garrafas de barro con tres grandes equis negras pintadas, de las que Otón nos sirvió sendos vasos de un líquido negro y algo espeso.

—¿Qué es esto que vamos a tomar? —pregunté, inquieto, a mi compañero de hojalata.
—Bi-bilis negra —respondió en un chasquido.

Olisqueé un poco aquel brebaje y el olor a hojas resecas me apenó. Olía a toda la tristeza de Otón y del hombre de hojalata, olía a todo lo que añoran, y a todo por lo que suspiran. Dejé otra vez el vaso sobre la barra.

—¿Sabes? —le dije al hombre de hojalata— Acabo de recordar que tengo prisa, puedes tomarte mi bilis si quieres. Disculpa por el choque. Adiós.

Tal vez hubiera podido ayudarle algo más, aunque fuera hacerle compañía. Lo cierto es que últimamente no me comprendo, así que me dirigí de vuelta a mi habitación, mientras un sol rosa o cian se ponía el horizonte.



(...)

18.12.12

Capítulo XXX (Parte I).



El sueño de la razón produce monstruos, o algo así se llamaba un viejo grabado que vi una vez en un libro. En él una oscura bandada de murciélagos y lechuzas atormentaba a un pobre hombre que se había desplomado, abatido, sobre su escritorio. Es curioso cómo en un dibujo puede caber tanto terror y cansancio, aunque no es nada comparado con lo que puede albergar la mente humana, con todos los tormentos a los que puede ser sometida. Siempre he creído que el Universo no puede estar formado únicamente por miedo y penurias, que ha de haber algo bueno, simplemente por aquello de las energías opuestas que mantienen cierto equilibrio —aunque tampoco estoy muy seguro de esto último—. Por eso, el día que recordé aquel grabado, decidí dejar de ser aquel tipo compungido que esconde su afligida cabeza de los monstruos del mundo, y empezar a mirar alrededor. —Todo está en mi cabeza —pensé—, estos engendros alados no pretenden más que asustarme, no pueden hacerme ningún daño. Y si pueden, bien vale la pena intentar ver qué hay más allá de mi escritorio.

Decidí, pues, cambiar de aires. Dejé un aburrido trabajo en la gran ciudad, me despedí de las pocas personas que sabían mi nombre, vendí mi destartalado piso —televisión incluida— y me mudé a donde decidió una moneda lanzada sobre un mapa. Y esa es la historia de mi vida, o al menos hasta ahora. No tengo que añadir nada más que lo que está por acontecer.

Subí por la escalera tras el gordo sudoroso que a partir de ahora sería mi casero, que me conducía a mi nueva habitación. Era un viejo y estrecho edificio de tres plantas —en la tercera estaba mi cuarto— situado en una bonita calle del centro de Estagira —ese es el nombre de la ciudad— llena de árboles y con poco tráfico. Todo olía a viejo, una mezcla entre polvo y naftalina, algo desconcertante, ya que las cortinas estaban casi totalmente roídas por las polillas.

—Está bien, señor Testa —dijo el gordo y sudoroso casero, fatigado por la subida—. Este es su cuarto. Puede amueblarlo si quiere. Recuerde que son veintiuna dracmas a la semana, por adelantado. Servimos desayunos sólo los miércoles y si necesita una toalla serán dos dracmas más. No tenemos servicio, así que podrá usar ese cubo de ahí para aguas menores.
—¿Y para las mayores? —interrumpí yo.
—Puede ir al bar de al lado, si quiere.
—Oh, está bien.
—Si me necesita estaré abajo.

Le mostré mi agradecimiento con una sonrisa y una leve reverencia y cogí la llave que me ofreció, tras lo cual se dio la vuelta y volvió a bajar por la escalera, que se quejaba con unos crujidos lastimeros. Incluso me pareció oír una voz de madera blasfemando.

Me planté entonces frente a mi nuevo hogar. No era nada del otro mundo, un cuarto diáfano con el suelo de tablas de madera pintadas de blanco y las paredes de cal un poco desconchadas. Tenía una ventana con los cristales sucios y las cortinas carcomidas, pero era bastante amplia y entraba mucha luz, incluso tenía un alféizar de ladrillo en el que podría poner un par de plantas. Justo en el centro de la habitación estaba el polvoriento colchón que, junto al cubo de plástico del rincón, era el único mueble de la estancia.

Pensé que a esa habitación lo que le hacía falta era una mano de pintura, así que fui a la planta baja y le pedí al gordo y sudoroso casero algunos botes. Dio la casualidad de que le quedaba un poco de rojo y un poco de azul, y me parecieron dos buenos colores para dar alegría al suelo.

Dejé mi chaqueta y mis zapatos y mis calcetines sobre el colchón, junto a la maleta, y me arremangué la camisa y los pantalones. Coloreé concienzudamente cada fila de tablas de madera del suelo de un color, lo que hacía que pareciese una gran lona de carpa circense puesta de alfombra. No tardé en darme cuenta de que había naufragado en una pequeña isla —que era el colchón—en un inmenso océano de pintura húmeda, y para colmo la puerta y la ventana estaban cerradas.

Pronto me sentí algo sofocado y mareado. Las paredes parecían poder acercarse y alejarse a la vez y me notaba adormecido. Pensé en que mis huellas púrpuras afearían el suelo —con lo bien que había quedado—, y además no quedaba más pintura para arreglar el estropicio. Me atusé el pelo y la barba como pensando, pero mi mente divagaba como hechizada por un flautista de leotardos rallados escondido, tal vez en aquel cubo. Me acurruqué entonces en el sorprendentemente cómodo colchón y me quedé completamente dormido, sabiendo que cuando despertara la pintura ya estaría seca.

5.12.12

El curioso caso de Natalio Vuotto (o Epitafio del dottore Baloardo).


         Como médico, a lo largo de mi vida, he visto muchas cosas. Algunas que quitan el hambre y revuelven el estómago, otras que provocan pesadillas y quitan el sueño; pero sin duda nunca vi nada tan curioso y fantástico como el caso de Natalio Vuotto.
         Por aquel entonces yo aún estaba haciendo las prácticas visitando pueblos del Piamonte en mi viejo Fiat 127 amarillo.
         Cierto día, conducía a toda mecha por una carretera sin asfaltar peleándome con los limpiaparabrisas averiados bajo una tormenta de granizo y relámpagos, cuando lo que parecía un gran charco resultó ser una zanja anegada en la que empotré mi Fiat. Un denso humo gris empezó a brotar bajo el capó. Era imposible sacar el coche  de ahí, por lo que podía quedarme dentro esperando que alguien pasase por ahí —cosa que era bastante improbable—, o caminar bajo la tempestad hasta encontrar un teléfono con el que llamar a una grúa.
         Me decanté por la segunda opción, así que me puse mi chubasquero amarillo y empecé a correr con el incesante granizo lastimándome los brazos con los que me cubría la cabeza.
         La visibilidad apenas alcanzaba los seis o siete metros, cuando por fin vislumbré luces entre la cortina de hielo, parecía una pequeña aldea. Me sentí sorprendido, pues no recordaba haber visto tal población en ningún mapa, pero lo olvidé enseguida para encontrar cobijo.
         Esta aldea —que más tarde descubriría que se llamaba Villa Nascosto— estaba formada por una docena de construcciones agrestes, todas en torno a una pequeña plaza en la que apenas había un par de árboles y sendos bancos donde sus habitantes se sentaban a descansar y disfrutar de las agradables conversaciones vespertinas después de las jornadas de trabajo en el campo.
         Con el glacial granizo aún repiqueteando en mi chubasquero, me metí apresuradamente en lo que parecía la tasca del pueblo.
         Resultó no ser más que un lóbrego cobertizo, pero para mi sorpresa, habilitado para servir de taberna, con su barra, sus anaqueles con botellas de vino y un par de mesas con sus sillas, todo construido de madera con un acabado algo tosco. El tabernero era un hombre viejo y rollizo que estaba sentado en un rincón mientras tallaba solitariamente —pues no había nadie más— una figurita en un pequeño taco de madera, creo que se trataba de una virgen, pero no pude reconocerla, era muy extraña. Cuando me vio entrar me miró con unos agradables ojos claros y se levantó rápidamente para descorchar una botella de vino.
         —¡Ciao, forastero! ¿Qué le trae por Villa Nascosto en un día tan borrascoso?—saludó alegremente mientras me llenaba el vaso de vino.
         —He tenido un accidente allá en la carretera, hay una zanja y… —probé un sorbo de vino, sabía dulzón al principio con un regusto agrio, como a madera, pero bueno al fin y al cabo— bueno, necesito una grúa ¿podría usar su teléfono?
         —¡Ay, caro amico! aquí no tenemos teléfono.
         —Vaya… entonces ¿tiene alguna habitación disponible para pasar la noche? Tengo dinero.
         —¡Por supuesto! ¿Sabe? No tenemos muchos visitantes, creo que el último fue hace veinte años, será usted bien recibido. Sígame, le enseñaré su alcoba. No hace falta que pague nada, aquí no usamos dinero, solamente cuénteme alguna historia ¿a qué se dedica?
         —Soy médico en prácticas —respondí mientras le seguía por la angosta escalera de madera que subía al que sería mi dormitorio—, y no creo que pueda contarle historias que no versen sobre el tracto digestivo o el sistema circulatorio. Ahora que me acuerdo ¿no tendrán ustedes algún vecino enfermo? Podría tratarle…
         —¿Enfermo? —preguntó desconcertado— Aquí nadie se pone enfermo desde hace mucho, creo que unos veinte años, y no fue más que un catarro.
         —Vaya, eso bien podría ser un caso de interés médico, aunque sea por su ausencia.
         —Tal vez deba hablar con Natalio Vuotto, creo que no ha probado bocado desde hace veinte años.
         —¿En serio? ¿Y está bien?
         —Yo no le veo mal… pero ya es tarde, quítese esa ropa húmeda y acérquese al fuego, le traeré algo de leña y ropa seca.
         Cuando me hube calentado en la pequeña habitación —compuesta por un mullido jergón en una sencilla cama de madera junto a una pequeña chimenea y una diminuta ventana orientada a Lombardía—, bajé a charlar con el tabernero. Me ofreció primero algo de sopa, cosa que mi jadeante estómago no pudo rechazar, así que me senté a la mesa y la silla crujió bajo mi peso.
         —Entonces — le dije al tabernero, cuyo nombre era Luigi, mientras sorbía la sopa caliente— ¿Algún médico  ha examinado alguna vez al signore Vuotto?
         —No, que yo sepa —respondió Luigi—. Pero olvídese ahora de ese asunto. Cene y suba a dormir. Mañana tendrá tiempo de hablar con él.
         —Está bien, pues tenga buenas noches usted, y gracias por la hospitalidad.
         —¡No hay de qué! —exclamó.
         Apuré el resto de sopa, pan y vino y subí de nuevo a mi alcoba.

         Amaneció un día espléndido, uno de esos en los que el otoño empieza a dar paso al invierno y Céfiro rocía la tierra calentada al sol de un cielo despejado con un fresco hálito de rocío sobre las plomizas hojas secas y los adormilados capullos de Flora.
         Me sentía verdaderamente descansado, me vestí mientras admiraba las colinas que se veían por mi ventana y bajé a tomar un café con la mente centrada en la entrevista que le haría al tal Natalio.
         —¡Buongiorno, dottore! —me saludó Luigi desde la barra mientras preparaba café.
         —Buongiorno —contesté yo—, ¿cuándo podré ver al signore Vuotto? —impaciente por comenzar con mis investigaciones.
         —¡Esta misma mañana, si lo desea! Cuando haya desayunado le llevaré hasta su casa. Es lo bueno de Villa Nascosto: ¡Todo está cerca!
         Salimos enseguida de la taberna y Luigi me dio un paseo por la aldea antes de llevarme a la casa de Vuotto. Lo que me pareció curioso de Villa Nascosto fue que, exceptuando la taberna de Luigi y la casa comunale —donde almacenaban la cosecha común—, no había edificios dedicados a locales o establecimientos, las propias casas de los vecinos servían para tal fin. De esta forma el carpintero del pueblo tenía su taller en la planta baja de su vivienda y el zapatero confeccionaba los zapatos en una pequeña habitación de la suya.
         La casa de Vuotto estaba un tanto apartada, no lo suficiente para decir que estaba fuera de la aldea, pero sí para percibir que había algo que la diferenciaba del resto, aunque a primera vista era prácticamente igual que todas las demás. Natalio estaba sentado en un pequeño banco junto a la entrada de su casa, justo debajo del alféizar de la ventana decorado con jarrones de barro llenos de coloridas flores.
         —¡Buongiorno! —saludó con buen humor.
         —¡Buongiorno, Natalio! —respondió Luigi— Vengo a presentarte al dottore Baloardo, viene desde Turín, se ha enterado de lo tuyo y le gustaría hacerte unas preguntas.
         —Está bien —contestó Vuotto con placidez—. Dottore, ¿qué quería usted saber?
         —Buongiorno, signore Vuotto —comencé a decir—, verá, anoche Luigi me comentó que usted llevaba cierto tiempo sin comer.
         —¡Ni beber! —respondió enseguida— Hará veinte años ya…
         —¿Veinte años? —inquirí incrédulo— ¿Cómo puede ser posible?
         —Pase dentro, le invitaré a una copa de vino y le contaré la historia.
         Nos despedimos de Luigi, que debía volver a la taberna, y cruzamos el umbral de su pequeña vivienda. Me sorprendió que no tuviese ninguna mesa a la que sentarse, ni una cocina donde preparar comidas; se trataba de una estancia diáfana con unas cuantas butacas viejas. Natalio sacó una copa y me sirvió el vino.
         —¿No me acompaña? —le pregunté.
         —¡Oh, no! —soltó en una carcajada— no puedo beber nada, caería directo a mis pies y es incómodo sacarse el vino del cuerpo.
         —No le entiendo.
         —Por supuesto, verá… hace veinte años que estoy vacío. Completamente. No tengo ni un solo órgano, solamente soy pellejo y hueso.
         —Pero eso es imposible —respondí estupefacto— ¿Podría auscultarle?
         —¡Claro! ¡Ausculte lo que usted quiera!
         Y en efecto, por mi estetoscopio no pude oír ni el más leve latido, ni siquiera una respiración.
         —Pero… —balbuceé— ¿Cómo puede ser?
         —Pues todo ocurrió hace veinte años, yo tendría unos cuarenta por aquel entonces…
         —¿Cuarenta? —interrumpí yo— Pues se conserva usted muy bien —dije  después como disculpándome por haber cortado su historia tan temprano, aunque era cierto que la apariencia de Vuotto era la de un hombre de unos cuarenta años y me sorprendió que tuviese unos sesenta.
         —Gracias —siguió.
         »Pues eso, yo tendría unos cuarenta años, y la vida aquí era prácticamente igual que ahora. Lo que sucedió fue que cierto día, un día como éste, después de una jornada tormentosa, me levanté con una sensación extraña en todo el cuerpo, como nunca antes me había sentido.
         »Mi cabeza funcionaba muy despacio, con un rítmico palpitar en las sienes, sentía la garganta como si estuviese tragando papel de lija y mis fosas nasales estaban taponadas. Se lo juro dottore, nunca había visto tantos mocos.
         »Sentía mi rostro caliente, recuerdo que hasta pensé que en cualquier momento surgirían llamas de él; pero en cambio sentía frío, tanto frío que me apretujé entre las sábanas y decidí quedarme en la cama hasta que todo aquello cesase.
         »En aquella época yo solía salir a trabajar el campo comunale con Luca, otro joven del pueblo, que al percatarse de mi retraso, algo nada habitual, fue a buscarme a casa. Me encontró tal que estaba: en la cama, con las sábanas cubriéndome el cuerpo hasta por debajo de los ojos enrojecidos. Me dijo algo así como: “¿Qué te pasa, Natalio?”, y yo le respondí: “No sé, no me encuentro bien”.
         »Tras darse cuenta de los síntomas que sufría, Luca fue corriendo a la taberna de Luigi, entonces regentada por su madre, Vera, que era la más sabia del pueblo, para preguntarle qué me pasaba y ésta le dijo que lo que yo tenía era un catarro, que estaba enfermo.
         »La noticia corrió como la pólvora por Villa Nascosto, nadie había estado enfermo antes, o nadie lo recordaba.
         »Recuerdo que me asusté muchísimo, no sabía qué me iba a pasar ¿sabe? Pensé que me iba a morir ahogado en mocos.
         »Por suerte, y con cierto halo de misterio ahora que lo pienso, esa misma mañana llegó al pueblo un forastero. Supongo que Luigi ya le habrá dicho que no solemos tener visitantes. El caso es que este recién llegado era un famoso médico que venía desde Roma, por supuesto los vecinos no tardaron en informarle de que yo había enfermado, y no cesaron de insistirle en que me curase hasta que finalmente accedió.
         »No recuerdo su nombre, pero sí sus palabras. Me dijo: “¿Qué te ocurre, muchacho?” Y yo le comenté entre lágrimas que no lo sabía, y que no quería morir. El dottore me dijo que si temía a la muerte solo había una solución, y esta sería no dejarle nada que pudiera llevarse.
         »Yo no entendía nada de lo que decía, pero le imploré que hiciese lo que fuera para que yo no muriese, entonces puso su mano sobre mi frente y susurró unas palabras en una lengua extraña y yo caí en un sueño profundo.
         »Desperté unos días después y ya estaba completamente recuperado. Me levanté de la cama de un salto y corrí a buscar al médico, pero no lo encontré por ninguna parte. Vera me dijo que se había ido justo después de curarme, y justo después me preguntó si ya me sentía bien y si me apetecía desayunar algo mientras me ofrecía tostadas y rodajas de tomate. Claro que yo me olvidé pronto del asunto y me senté a la mesa a comer.
         »No puedes imaginarte mi sorpresa al notar cómo las tostadas y las rodajas que iba tragando se precipitaban por el interior de mi cuerpo hueco y caían en el fondo de mis pies. Imagínese que un día se levanta usted y no tiene nada dentro. Por fortuna aquí en el campo la vida es tranquila y uno se acostumbra a cualquier cosa, y el no tener órganos es algo a lo que uno se acostumbra bien fácil. No tienes que comer ni beber, ni hacer tus necesidades; sólo disfrutar de la vida y del trabajo. Y como ve, tampoco envejezco y sospecho que aquel hechizo que me susurró el dottore me ha hecho inmortal, así que me limito a disfrutar de la vida y mucho se lo agradezco.
         —Pero… —dije finalmente cuando pude controlar mi asombro— ¿Cómo se sacó las tostadas y el tomate del pie?
         —¡Muy fácil! —rió— ¡Haciendo el pino!

         Y esta es la historia más curiosa que me ha ocurrido nunca. Nunca lo había escrito antes ni se lo había dicho a nadie, quería conservar el anonimato de Natalio para brindarle la vida tranquila que siempre ha deseado y de la que ahora mismo disfruta para la eternidad, y ahorrarle los cientos de exámenes médicos que le hubieran hecho y toda la fama y todos estos líos que se forman cuando sucede algo verdaderamente extraordinario.
         Por supuesto, el nombre de Natalio no es más que una invención mía, así como el del resto de personajes y el propio nombre del pueblo, precisamente para no darles fama ahora en mi epitafio y arruinar su paz (en cambio lo de mi viejo Fiat 127 amarillo sí que es cierto). Por lo demás, los sucesos transcurrieron tal y como yo los percibí.
         Con esto me despido ya de una larga y feliz vida en la que nunca olvidé a Natalio y su inmortalidad, que me recordaba cada día que yo no lo era, y así pude disfrutar de tantos como tuve.

16.11.12

Sísifo.

         A veces echo la vista atrás y no puedo sentir más que decepción con mi vida. Soy ya un tipo viejo y aún no he cumplido los cuarenta. Los últimos años han pasado como una leve brisa, no sé qué he estado haciendo atrofiando mis músculos y mi buen espíritu en un estrecho cubil rellenando formularios e informes con los ojos tristes y el pelo gris y las manos siempre limpias.

         Esta mañana tomé como siempre un café rápido sin nada para mojar cuando el sol aún no había salido y dejé la taza vacía en el fregadero para limpiarla cuando volviese del trabajo una vez el sol se hubiera acostado. La calle estaba solitaria y fría, yo caminaba con las manos en los bolsillos y la cabeza gacha cuando vi un resplandor delante de mí, como una ranura en la acera que se iba abriendo liberando una luz cegadora y dejando a la vista una rampa que descendía bajo la ciudad. No pensé en el trabajo entonces, ni en qué sería todo aquello, simplemente me dejé llevar como atraído por imanes a través de esa abertura.

         El suelo empezó a deslizarse hacia las profundidades, calculo que estaría ya por debajo incluso de los túneles de metro. Una extraña sensación invadió mi cuerpo, una terrible comodidad, como cuando se vuelve al hogar, al subterráneo útero de nuestra existencia.

         Tras una pálida neblina, fui a parar a una enorme sala llena de gente. Me sentía confuso y perdido, pues era una estancia harto extraña, toda pintada de blanco y llena de luz, me resultaba imposible determinar la altura del techo, que parecía tan alto como el cielo y en algunos momentos casi podría alcanzarlo levantando los brazos.

         Un tipo con el pelo largo y desgreñado del color de la paja y los ojos de un azul mortecino se me acercó todo vestido de blanco perla.

         —¿Y tú qué has perdido? —me dijo.
         —¿Yo? —respondí sin salir de mi desconcierto.
         —Sí, tú. ¿Qué has perdido?
         —No lo sé. Iba por la calle y sin saber cómo he venido a parar aquí. ¿Qué es este sitio?
         —Está bien —contestó de forma enigmática—, sigue todo recto y ve al ascensor, no tiene perdida.
        
         Avancé como me dijo buscando la salida, no tardé mucho en encontrar una larga cola de gente que aguardaba frente a una rampa ascendente y me puse al final. Otro tipo, este más envejecido que el anterior se fijó en mi.

         —¿Tú también, eh? —me dijo con una triste sonrisa.
         —Sí —respondí otra vez—, supongo.
         —Mi mujer y mis hijos han muerto ¿sabes? —empezó a decir— Un conductor borracho.
         —Vaya —contesté—, lo lamento de veras.
         —Ya no queda nada aquí para nosotros.
         —¿Nosotros? ¿A qué te refieres?
         —A nosotros, hombre, los hijos huérfanos de la Tierra. Nuestra vida ya no tiene sentido aquí.
         —No te entiendo —le dije perplejo— ¿A dónde lleva esa rampa?
         —A otro mundo. Este no es para nosotros ya.
         —Pero, pero —no salía de mi asombro—, yo no puedo ir, no quiero ir. ¿Dónde está la salida?
         —No hay salida. La única salida es el ascensor. Si estás aquí es porque debes ir.

         Me quedé sin palabras, y sin haberme percatado la cola había avanzado y ya estaba en el umbral del ascensor. Intenté salir, pero unos hombres con ojos de reptil me empujaron dentro y la puerta se cerró tras de mí.
        
         Estaba ahora en una especie de cápsula, hubo un estruendo y un penetrante dolor invadió mi cuerpo. Me doblé por la mitad y apenas podía ver con los ojos llenos de lágrimas y un agudo silbido en los oídos. El tiempo dejó de existir mientras yo yacía encogido en un rincón de mi receptáculo. No había pensamientos en mi cabeza vacía, sólo dolor. Sentí que todo iba hacia atrás, como si cada partícula de mi cuerpo se fuese separando hasta llegar al espermatozoide y óvulo originales. Un galimatías de chasquidos y ráfagas de colores.

         Un ardor inundó mi pecho cuando todo cesó y volví a respirar. Me levanté y salí de la cápsula con el cuerpo tembloroso y empapado en sudor. El dolor había desaparecido y apenas podía recordarlo ya. Me vi entonces en la plaza de una extraña ciudad. Cientos de personas salían como yo de sus cápsulas y todas se abrazaban con extraños seres de forma humana y mirada de lagarto como los que me habían empujado antes, no acierto a determinar cuánto tiempo había pasado desde entonces.

         Uno de ellos se acercó a mí con una sonrisa de serpiente que dejaba entrever unos afilados colmillos. Me quedé paralizado por el miedo. Pasó uno de sus brazos por encima de mis hombros y me condujo con paso sosegado.
        
         —¿Sabes dónde estás, verdad? —preguntó arrastrando las eses que resbalaban por su lengua bífida.
         —No —respondí casi sin aliento.
         —Estás en Sísifo, ya no debes temer nada. Todo irá bien a partir de ahora.
         —¿Sísifo? No entiendo nada… ¿Por qué estoy aquí?
         —Porque nada te ataba en la Tierra.
         —¿Qué quieres decir, es que estamos en otro planeta?
         —Por supuesto, estás en Sísifo ahora. Aquí no sentirás más hambre, ni sed, ni frío, ni miedo. Aquí no podrás ser triste.
         —Pero… ¿cómo he llegado aquí?
         —Estás lleno de preguntas, pero tranquilo —me dijo—, pronto las olvidarás y podrás vivir en paz. Calla ahora, te enseñaré tu nuevo hogar.

         Paseamos por las calles de Sísifo durante horas, calles llenas de edificios inconmensurables que se elevaban sobre nuestras cabezas, no había tiendas ni restaurantes, sólo gente vestida de blanco que paseaba ensimismada con una sonrisa absorta. Parecía una especie de cielo donde las almas pasaban la eternidad con el suave rumor de sus propios pasos descalzos. Aún así, aquello me asustaba.

         Llegamos por fin a la que había sido asignada como mi propia casa. No era más que una habitación diáfana con un colchón circular en el centro y grandes ventanales por los que se veía la infinita urbe.

         —Éste es tu lar. Ahora eres libre para no temer —dijo el ser desde el umbral—. Aquí te dejo ahora.

         Me quedé solo en el aposento, mirando por la ventana intentando comprender qué estaba pasando. Mis ojos se fueron acostumbrando al blanco cegador que producían los dos soles del cielo y que parecían no dejar nunca paso a la noche. Tras unas horas de divagaciones, me acosté en el cómodo colchón. Tal vez despierte de esta pesadilla, pensé antes de sumirme en un profundo sueño.

         Desperté bien descansado y los dos soles seguían en el mismo sitio. Así será difícil ser consciente del paso del tiempo, pensé. Me sentía totalmente renovado y contento, algo gris dentro de mí había desaparecido. Coloqué un par de mullidos cojines frente al ventanal y me senté a observarlo todo desde las alturas. Verdaderamente los habitantes de Sísifo no hacían más que pasear y contemplar el mundo, la vida en este planeta se había reducido a la mera y plácida existencia, sin necesidad de comer o beber. Era como un limbo donde nada tenía importancia.

         Alguien tocó a la puerta con suavidad y salí de mi ensimismamiento para abrir. Era un joven que no superaría en mucho los veinte años y que, a diferencia del resto de habitantes del planeta, presentaba un rostro cansado y ojeroso medio ocultado por los cabellos azabache.

         —Hola —dijo rápidamente mientras entraba y cerraba la puerta tras de sí.
         —Eh… hola —respondí yo, sin turbarme demasiado por su inquieta actituda—, ¿quién eres?
         —No lo sé —contestó—, quiero decir, no tengo nombre. Aquí nadie lo tiene.
         —Yo sí.
         —¿Ah, sí? ¿Y cuál es?
         —Pues… —pensé unos instantes— No lo recuerdo.
         —¿Ves? —dijo entonces— A ti también te han lavado el cerebro. Escucha, tienes que largarte de aquí. Vente conmigo. De vuelta a la Tierra. Aquí no estamos seguros.
         —¿Qué?
         —Somos comida. Los lagartos nos tienen aquí de alimento.
         —¿Qué dices? ¿Qué lagartos?
         —Ellos. Los que nos han traído aquí. No son hombres. Es un disfraz. Nos traen aquí y nos hacen creer que vivimos en el Nirvana, o algo así. Y luego nos devoran.
         —Pero… —respondí incrédulo— eso no tiene ningún sentido.
         —No hay tiempo para más explicaciones, he encontrado la forma de escapar. Si quieres venir conmigo, ahora es el momento. Si no, puedes quedarte a esperar a que te devoren.

         Me miró con sus penetrantes ojos negros y sin decir una palabra más, abrió la puerta y caminó con paso acelerado por el largo pasillo que conducía a las escaleras. Después de unos segundos dubitativos, salí corriendo tras él.

         —Está bien —dijo satisfecho—, sígueme a cierta distancia y camina despacio y tranquilo, que no sospechen. No tardaremos en llegar a la plataforma de lanzamiento.
        
          Caminamos durante un buen rato bajo la silenciosa mirada de los ojos de serpiente que nos vigilaban. Intenté no llamar la atención con las manos en los bolsillos y silbando una despreocupada melodía, pero me sentía nervioso con el rostro tenso y la vista fija en el suelo a excepción de fugaces vistazos que dirigía a mi misterioso compañero.
        
         Por fin llegamos a la plataforma de lanzamiento, un edificio enorme con grandes pórticos y altísimas columnas parecido a una siniestra catedral blanca. El joven me agarró entonces de la manga y me llevó a un rincón donde no podían vernos.

         —Muy bien —empezó a decir apresurado—, hay algo que debes saber antes de embarcarnos: Salir de Sísifo está prohibido para los humanos.
         —¿Y cómo pensabas huir?
         —He estado observándoles durante mucho tiempo y he visto cómo lo hacen. Todos tienen una marca, un corte en los pulgares. Creo que es por donde salen de su disfraz de humano. Tenemos que hacernos esos cortes.

         Sacó un afilado escalpelo de su bolsillo y se abrió los pulgares con limpios cortes verticales que cruzaban la uña hasta la primera falange dividiendo el dedo en dos. Se limpió la sangre con una gasa y rápidamente agarró mi mano para practicarme la misma cirugía. Me zafé con un movimiento brusco, atónito por el arrebato de locura que acababa de presenciar. Miré sus decepcionados ojos, que reflejaban el miedo a hacer aquello solo; no era locura lo que habitaba en aquellas esferas negras. Tomé el escalpelo y sin pensarlo dos veces, rasgué la carne de mis pulgares encogido por el punzante dolor. Ahogué un grito apretando los dientes hasta que no podía oír más que el rechinar de los mismos. Con los ojos llorosos, me limpié la sangre que pronto dejó de brotar y fuimos hacia las filas de gente que esperaba ser enviada a la Tierra.

         Nos pusimos en filas distintas para no llamar la atención, y antes de cruzar el acceso a nuestras respectivas cápsulas, nos lanzamos una mirada cómplice, algo así como un “hasta pronto, nos vemos en casa”.

         Esta nave era diferente a la que me había traído a Sísifo, era una burbuja de un material extraño, un tanto elástico recubierto de una película húmeda. Vi a través de las translúcidas paredes los dos soles blancos brillando y, tras un destello cegador, todo se volvió negro manchado de estrellas que se iban difuminando hasta perderse de vista. Me vi entonces en un caos lleno de color, una ensoñación distante. Sentí náuseas y cuando me quise dar cuenta caí desmayado en la ovalada superficie interna de la burbuja.

         Desperté con una brusca sacudida. Sentí cómo la burbuja se ralentizaba mientras atravesaba las nubes y podía divisar ya las verdes colinas llenas de árboles que cercaban una ciudad fantástica con edificios bulbosos de colores. El aterrizaje fue suave, y la burbuja se desvaneció en cuanto acarició el suelo.

         La ciudad en la que me encontraba no presentaba el mismo aspecto vista desde el suelo. Los edificios parecían deshabitados y no había más señales de vida que las plantas que surgían de grietas en el asfalto y que trepaban por las desvencijadas fachadas. Vagué sin sentido durante un rato, cuando el silbido de un dardo pasó junto a mi oreja. Me giré y vi una bandada de críos armados con cerbatanas que corría hacía mí. Sobresaltado, emprendí la huída por las retorcidas calles hasta que alguien me arrastró dentro de un pequeño callejón. Los niños salvajes pasaron de largo.

         —¿Quién eres tú? —me dijo mi salvadora. Tenía unos preciosos y sinceros ojos verdes y una larga melena castaña. Sus ropas eran primitivas e iba cargada con un arco y un carcaj lleno de flechas.
         —No recuerdo mi nombre.
         —¡Oh! —un destello cruzó su mirada— ¿Y de dónde vienes?
         —Es una larga historia.
         —Está bien, ya habrá tiempo. Tenemos que ponernos a salvo. Te llevaré a nuestro asentamiento. ¡Vamos! —exclamó con ímpetu, y salió corriendo cogiéndome de la mano.
         —¿Cómo te llamas? —pregunté mientras me trastabillaba por su ágil paso.
         —Soy Umma.

         Salimos de entre los altos edificios y llegamos a los lindes de un bosque viejo donde unas cuantas tiendas confeccionadas con largos troncos y pieles de animales parecidas a tipis indios formaban un círculo en torno a una hoguera. El clan estaría formado por unos veinte individuos entre los que había hombres, mujeres y niños, todos parecían cazadores nómadas, armados con arcos. Umma me llevó hasta el jefe.

         —¿Quién es este extraño, Umma? —preguntó el jefe con tono serio.
         —Lo encontré en Cátar,  estaba siendo perseguido por los póvocs. Dice no recordar su nombre y viene de muy lejos.
         —¿De dónde vienes, extraño? —me inquirió con su penetrante mirada.
         —Pues… —no sabía qué contestar. Era obvio que habían pasado cientos, quizás miles de años desde que había abandonado la Tierra; tampoco podría decirles que había caído del cielo tras un viaje intergaláctico— no lo recuerdo, desperté hará unas horas en aquella ciudad y no sé dónde estoy.
         —Umma —dijo entonces el jefe—, trae algo de agua y comida para nuestro invitado —su mirada se fijó en mis manos—. Y unos vendajes para curarle esos dedos heridos.

         Comí vorazmente y bebí hasta la saciedad. Me habían untado un ungüento en los cortes de los pulgares y empezaron a cicatrizar con una velocidad asombrosa. Me cedieron una tienda —que ellos llamaban vigvamo— donde pasé la noche, y al alba, el jefe vino a despertarme y me llevó a pasear por los senderos del bosque.

         —Nuestro pueblo tiene una antigua leyenda —comenzó a decir—. Dice que un día, llegará un misterioso hombre desde más allá de las estrellas. ¿Ese hombre eres tú?
         —Sí —respondí asombrado—, ¿acaso vengo para salvaros de algo?
         —No —contestó el jefe, ahora en un tono más tierno—. Más bien nosotros te salvaríamos a ti.
         —¿De qué?
         —De ti mismo. Has vagado demasiado tiempo y tu destino desde que naciste era ser feliz. Ahora formas parte de nosotros, eres nuestro hermano.
         —Pero… —titubeé.
         —Recuerda cuando eras joven y brillabas como el sol.


6.11.12

Cazando moscas.


“Hoy va a ser un gran día”, pienso cada mañana cuando suena el despertador, aunque se me pasa en cuanto lo desconecto y me doy la vuelta en la cama para seguir durmiendo un rato más. Los mejores sueños suceden cuando has de despertarte, puede que no sean los más agradables o bonitos, no hablo de eso.

Mira a ese tío del espejo, con los ojos envueltos en la sombra del insomnio nervioso, con una extraña sonrisa que casi parece disculparse por no haber descansado cuando todos lo hacían y haberse pasado las horas vacías convertida en una mueca hastiada y ausente del resto.

Dicen que no hay que preocuparse cuando uno habla consigo mismo, sino cuando empieza a responderse. Ese tipo del espejo hace tiempo que no habla con nadie, y ninguna voz está ahí para susurrarle cosas al oído. ¿Quién murmura entonces? ¿Qué es ese suave rumor? ¿Dónde están los gritos de quien debería estar ahí? ¿Qué hay de las enloquecidas carcajadas?


5.11.12

Pequeña fábula del tejón.


A los tejones no nos gusta mucho la luz del día, estamos más cómodos en nuestras profundas madrigueras subterráneas. No hacemos mucho ahí dentro, pero es lo que hacemos. Ni siquiera nos molestamos en comer demasiado si no encontramos ningún topo o alguna triste e insípida lombriz. Pasamos sed bajo tierra, y tampoco salimos a beber un poco en el arroyo, nos conformamos con mascar alguna raíz húmeda. En lo más hondo de la madriguera, nos desparramos panza arriba y nos hacemos cosquillas en el pelaje de la tripa como tocando canciones folclóricas de tejones, también nos gusta mirar fijamente cualquier roca que nos encontremos, como leyendo sus historias. Si soy sincero, por muy agradable que sea mi vida de tejón en la madriguera, cuando me acuesto por las noches en mi cálido cubil, se me hace extraño no haber olido bien el aroma de los árboles y no haber sentido la fresca brisa del invierno en el rostro, pero sobre todo se me hace extraño no haber encontrado una bonita tejona que me haga compañía cuando grabe con mis zarpas mis historias en las rocas.

3.11.12


Hoy es uno más de esos días en los que me siento en mi trono de mimbre frente al teclado dispuesto a escribir una historia genial y las palabras simplemente no brotan. Y sin embargo, otros días mis ojos buscan desesperadamente un bolígrafo con el que apuntar algo y la desidia paraliza mis músculos e impide que pueda levantar el culo del puto sofá.

He decidido escribir sobre eso, pero no creo que me den un Planeta por ello. Imaginaos: “Paul Village, ganador del Planeta por escribir sobre cómo un escritor no escribe”. Con el dinero me compraría un par de cervezas y tal vez ayude a niños pobres y salvaría alguna especie en extinción.

La vida del escritor siempre pasa por momentos buenos y momentos malos; y yo, los que he vivido no son ni buenos ni malos, yo no soy escritor ¿os engañé? No lo creo… cualquiera puede juntar dos palabras, o incluso diecisiete, pero no te hacen santo por no haber roto un plato ¿no?

Alguna vez me han aplaudido por alguno de mis párrafos pero, no sé, me recuerda mucho a cuando tu abuela te dice que eres el niño más guapo del mundo o algo así.

Prefiero mirarme al espejo y decirme “¿Y ahora qué?” y sonreírme. 

30.10.12

Granja Animal.


La vida sigue igual en la Granja Animal, pero ojo, que la vida siga igual en cualquier sitio no significa que no haya pasado nada. Hace tiempo que llegaron las máquinas con sus rugidos y sus bocanadas de combustible y humo negro y ahora los percherones no son más que piezas de museo, igual que los serenos (que se llaman así porque a todos les gustaba empinar el codo). Ahora los perros muerden otra vez.


Yo he pasado ya por unos cuantos establos, pues ésta es una granja muy grande, enorme, y los animales vamos cambiando de hogar y de amigos como un guiño de libertad. El caso es que siempre he sido una oveja de un color cualquiera compartiendo pasto con ovejas de otros colores, tal vez me he sentido solo alguna vez, otras veces incomprendido, incluso rechazado, pero siempre he tenido mi hueco en el establo y un buen trozo de hierba para llenarme el buche. Hace poco que encontré un establo nuevo, o viejo según se mire, estaba pintado justo como yo quería, no rojo con los marcos de puertas y ventanas blancos, sino algo maltrecho y ajado, con algunas manchas multicolor que le daban cierto encanto. No llegué a entrar, pero vi que todas las ovejas eran de mi mismo color, algo así como un verde algo azulado. Me alejé enseguida, incluso mi lana se tornó de un tono misterioso y diferente. Seguiré en mi cubil, pues ahí tengo calor de hogar, y este nuevo establo ahora se me presenta frío. No quiero vivir ahí, prefiero seguir siendo una oveja de un color cualquiera en un rebaño de ovejas de cualquier color.

Es aburrido este gallinero. Horas vacías encerrada en una pequeña jaula en un infinito pasillo lleno de jaulas idénticas donde están mis hermanas y mis primas y mis primas lejanas, mientras el patrón espera que pongamos cientos, miles de huevos que no volveremos a ver. A veces pienso en a dónde van todos mis huevos, tal vez todos mis hijos sean soldados ahora en un ejército preparado para combatir contra otra Granja Animal, aunque no estoy muy segura de si existe alguna otra más allá de la cerca. Lo mejor es el rato en el que nos dejan salir al corral y podemos estirar nuestras patas y pasearnos agitando la cabeza mientras picamos aquí y allá un poco de maíz rancio. Es raro ver entonces tanto espacio abierto, pero eso nos aterra y nos divierte.

Se está tan a gusto en esta pocilga. Jugando con mis hermanitos mientras intentamos pescar un cálido pezón de Mamá Cerda que yace recostada en medio de la cómoda mierda. Algún día seremos grandes y gordos y nos llevarán a las dehesas a comer bellotas para ponernos bien hermosos. Siempre hay algún lechón, el más flaco, que un buen día se queda como dormido y empieza a oler mal, y a nosotros nos inquieta (poco rato, pues hay que seguir mamando) porque nunca se despierta. Entonces llega el patrón, y dice que ha muerto. No sé qué es morir; y si es eso de dormirte, oler mal y nunca despertar, sólo le ocurre a los cochinillos, pues en la dehesa no muere nunca nadie, simplemente desaparecen. Yo creo que te acabas fusionando con la tierra y vuelves a la Vieja Mamá, a la primera de la que somos hijos tanto los cerdos como las ovejas y las gallinas.

*   *   *

29.10.12

El lado oscuro de los lunáticos.


         Desde hace ya algunos años me dejo arrastrar de vez en cuando por  desquiciadas aguas, esto es porque cuando tienes mucho tiempo libre siempre hay un poco que se te escapa, un pequeño retal —o tal vez no tan pequeño— que te apetece perder por ahí y que se quede empapado y sucio en un charco de una calle aleatoria. En cualquiera de esos charcos, siempre hay un puñado de lunáticos que han perdido sus retales.

         Matt Terrace vive en el caos del Hércules que cambia las armas por un balón de fútbol, en el charco lleno de hierba y en las barras de bar con una cerveza o una copa de whisky patrio oscilando en su mano como un centro de gravedad obtuso.

         El ajetreo de los borrachos del parchís sin anestesia me hace sangre y resaca y me olvido de las caras y no hay nada que quiera ser recordado porque su casa es el charco; y al final, mirando las figuras que se forman en la disipada espuma de la bañera —¡Eso parece un perro, eso un hombre con sombrero!—, el agua se enfría y yo me quedo dentro de mi culo triste.
        

10.10.12

Pensar en voz alta y otros cuentos.


         Es difícil pensar en voz alta a estas alturas. Tal vez debería de haber cenado algo. Me asomé por una alcantarilla algo oxidada a una roída habitación de hotel de mala muerte con el papel de la pared pendiendo de girones. Me miré en el pequeño y sucio espejo de la pared. Sigo pareciéndome –pensé-. Tengo que salir de estas cuatro paredes, aquí la música está muy alta y el aire está empapado de humo negro y más ruido.

         Los coches se pararon en seco en cuanto me asomé por la puerta, así como todos los transeúntes. Todo en silencio, y viendo la hierba crecer sobre el asfalto. Me quité los zapatos y los calcetines sudados, descalzo se piensa mejor. Paseé un poco escuchando el trino de los pájaros y el leve chasquido de los semáforos cambiando de color, aunque no hubiese nadie que quisiera cruzar. El cielo era verde y amarillo y los árboles con tronco azul y hojas naranjas. Más allá, un pequeño pub al que se entraba bajando unas escaleras que lo situaban un nivel por debajo del prado.

         El camarero era un ciempiés sirviendo cientos de copas distintas a una velocidad increíble y sin pausa, tan sólo se advertía el fugaz destello de vasos y botellas bailando en torno a él. En una mesa del fondo un escarabajo pelotero perdía su bola de mierda a las cartas, y junto a la máquina de tabaco una cigarra tocaba un melancólico blues acerca de cierta cigarra que había muerto un invierno cualquiera. Una mariquita se paseaba con un contoneo junto a la barra esperando que cualquier mosca le invitase a un trago. Pero no me gusta mucho este bar, además el guardarropa está lleno de polillas.

         Salí de aquel hormiguero y caminé un par de manzanas hasta el parque. Un desfile de patos y ocas y cisnes y patos más pequeños y patos de otro color cruzaron delante de mí en dirección al pequeño lago, con fuentes y esculturas y todo, que los humanos habían puesto allí. Los columpios se ven algo tristes, pues las ardillas no saben columpiarse, sólo se sientan y mastican algo. Empieza ahora la danza sobre el estanque. Y los patos hacen círculos y figuras y sumergen su cabeza para dejar a la vista nada más que sus membranosos pies. Y una bandada de palomas en formación cruza velozmente por encima. Ahí está un pelícano viejo tocando el bajo. Los peces de colores también hacen su música a base de glu-glus, pero yo no consigo oírla. Es bonito este espectáculo, al menos un rato, pues pronto se convierte en un sinsentido de graznidos y aleteos y zambullidas, pero así todo ¿no?

         Cruzo la calle de los palacios dorados, que no conozco, pero tampoco me interesan. Galopo junto a las cebras y los antílopes y algún ñu, y pronto llego al mercado. Es divertido ir corriendo y pararse en seco cuando llegas a un buen sitio, como lo era este mercado de especias y variedades que llenaba de color y explosiones graciosas y sonidos raros aquella pequeña plaza de la parte antigua. En el mercado te podías encontrar con cosas normales, como una vajilla, un televisor nuevo de muchas pulgadas, juegos de mesa, muebles restaurados, ropa de mujer, ropa de hombre, ropa de niño, ropa de niña, ropa militar, relojes y el resto de cosas normales y fruta y verduras. Todo era normal de hecho, pero puesto así, es otra cosa, pero así todo ¿no?

         El paseo por el centro neurálgico del mercado es largo pero en ningún momento tedioso. Sin darme cuenta, paseando descalzo como estaba, llegué al restaurante chino. Pero este era un restaurante chino particular, en él servían todo tipo de comidas excepto la china, los camareros y cocineros eran de todos los lugares del mundo excepto de china, y la decoración era una masa ecléctica de todas las culturas habidas excepto, una vez más, de china. Me senté en una mesa que emulaba un iglú, sentado sobre grandes cubitos de hielo sorprendentemente confortables, se me acercó un camarero hawaiano y me presentó el menú del día. –De primero –dijo con una sonrisa-, tenemos sopa de ornitorrinco con muslo de canguro enano; de segundo, carrillada de elefante; y de postre, flan.

         Me encanta de veras el flan, pero la sopa de ornitorrinco me sabe rara. Le di las gracias al hawaiano y le di una propina de dos globos de colores, uno amarillo y otro azul; me despedí y salí del restaurante chino. Llegué a la gran avenida, con sus cines porno (sólo para menores de dieciocho años), sus tiendas de zapatos de payaso, sus carnicerías vegetarianas, sus embriagadoras perfumerías, sus tiendas de gnomos de jardín, y la sala de descanso.

         Esta sala de descanso, como cualquier establecimiento de este mundo, puede pareceros un 
sitio extraño, pero si lo pensáis un poco, no deja de ser un lugar tan normal como el bar de bichos y el restaurante chino. La sala de descanso no era más que un pequeño parque cubierto en el que el techo y las paredes estaban pintados de manera que pareciese un eterno y perfecto atardecer en una verde campiña, además el suelo estaba cubierto con un suave manto de fina hierba. Es un buen sitio para echarse una siesta, pero ahora no tengo tiempo, ¿ves lo rápido que gira el reloj?

         Me apetece ahora ir a la pista de patinaje sin patines (enceran un gran suelo de parqué y la gente se desliza en calcetines), pero lo cierto es que tengo algo de hambre. Cruzo la calle y llego a la heladería del espantapájaros. Es divertido ese tipo, se queda ahí, detrás del mostrador de helados de mil sabores, quieto, con los brazos en cruz y unos botones por ojos y una zanahoria por nariz. Le dices el helado que quieres, y unos cuervos que están sobre sus hombros te lo sirven en un aleteo o dos. Aquí no se puede pagar con billetes, sólo con monedas, porque a los cuervos les gustan las cosas brillantes. Yo pedí un helado de lasaña.

         Decidí despertar, esto es volver a casa. Cogí una bicicleta roja con las ruedas blancas que tengo aparcada siempre donde la necesito con una bonita pata de cabra de las que ya no se fabrican. Cruzo las colinas urbanas llenas de plantas a toda velocidad y adelanto a los ratones y a las chicas que encajan en mi mundo y llego a la última habitación llena de relojes y cachivaches y me apetece ponerlo todo a funcionar.

9.10.12


He quedado conmigo mismo para ignorarme. Tengo los pies fríos. Pasaré a limpio aquel cuento que escribí en una gasolinera. Dentro de un rato. Tal vez luego me tome una cerveza, de momento me quedaré aquí escuchándome y encendiendo cerillas.

Se rompió el delgado cordón de cuero de mi nuevo monedero viejo de piel. Era de mi padre. Bajo la solapa está escrito PABLO con letras sencillas y negras.

Hice un dibujo el otro día. Un árbol con un payaso de sonrisa pintada ahorcado. Y un kiwi en una rama buscando su nido, que está en otra. Y una anillada cola de lémur asomando entre las hojas. A los pies del árbol hay una flor blanca y amarilla llorando, y más allá un gordo desnudo con gafas de sol y sombrero de paja carcajeándose mientras señala con su dedo gordo al payaso muerto. También hay un oso con una manzana en la zarpa, y una serpiente que parece haberse tragado un elefante y una tortuga Casiopea en cuyo caparazón se puede leer why not? con letras sinuosas. Un poco más allá hay un cerdo con cuerpo de caja fuerte y patas de cocodrilo que sueña con ser una salchicha alada con hocico y pequeños ojos negros. Sobre el árbol, Pan toca una armoniosa canción con su flauta y un pájaro azul emerge de entre las ramas con las alas azules extendidas. Y más arriba hay una lata con una carita sonriente y otra carita triste que además también tiene alas. En la esquina superior izquierda de la hoja cuadriculada hay un bonito pez naranja de grandes y profundos ojos negros que está algo ausente del resto. Vuela por encima, pero en verdad nada en un agua invisible. Creo que ese pez soy yo.

Pues creo que me da lástima de veras que se haya roto ese delgado cordón de cuero, porque ahora no podré llevar el monedero viejo de piel colgado del cuello.

Supongo que todo es tan sencillo como hacer un pequeño nudo en cualquier cordón que se nos haya roto, más que nada, para no ir perdiendo los globos cuando haga viento.