1.3.12

El lecho de paja mohosa.


         No eran buenos años para el mundo los acontecidos tras los dos grandes hongos de Japón en verano del 45, pero nosotros los pasábamos bien despreocupados en las nocturnas calles de Frisco bajo una atmósfera de jazz y marihuana, escribíamos poemas en un pequeño cuarto de alquiler embriagados por el aroma del vino, con las barbas descuidadas e hipnotizados por el incesante timbre de mi Underwood de segunda mano. Estuvimos encerrados en aquella habitación bajo montones de hojas escritas unos ocho años, hasta que Francis se suicidó y yo me trasladara a Seattle a respirar la tranquilidad oceánica del noroeste. Ahí fue donde escribí mi novela más conocida, no sé si la habrán leído, Los sonidos de Puget. Mi vida entonces era todo lo pacífica y tranquila que necesitaba, era consciente de que mis días de juventud habían pasado ya y mi cuerpo envejecido no gustaba de otra cosa más que de la sencilla contemplación del cielo… al menos esto fue así hasta el día en el que, sin atender a razones, llené mi petate y abandoné la ciudad, supongo que quería despedirme de mi lozanía antes de cumplir los cuarenta y dejar que me creciera la barriga sentado en los campos de Texarkana, quería rendir un último homenaje a mi querido Pomeray desgastando mis suelas en el camino.

         Fue así como llegué a Eugene, Oregón y salté dentro de un vagón de la Union Pacific para continuar hacia el norte acompañado del traqueteo de las viejas vías y el viento revolviendo mis cabellos. Al segundo día de trayecto, cuando aún restaban unas cuantas millas para llegar a Eastport y cruzar la frontera, descansaba con las piernas colgando mientras grababa mi nombre en el suelo con una navaja, cuando vi a un joven muchacho corriendo junto al tren, incapaz de subirse. Le grité que se preparase y cuando le adelantaba, le tendí el brazo y de un tirón conseguí acoplarle a mi carruaje improvisado -¡Vaya carrera!-le dije-¿De dónde vienes, chaval?-pregunté paternalmente, pues vi enseguida que no tendría más de veinte años. –De Lewiston, señor, a un par de millas de aquí-contestó, sin aliento.

-¿Y se puede saber hacia dónde vas?
-Pues tal vez a Edmonton… lejos de aquí… no puedo ir a Vietnam.
-Entiendo… por cierto, mi nombre es Ben, Ben Duluth, puedes llamarme Ben.
-Josh.
-Encantado, Josh.

         El muchacho era tímido, y pasó gran parte del viaje callado con la mirada perdida en el suelo de madera reposando en un sencillo lecho de paja mohosa, le dejé aislarse en su silencio durante un tiempo, pues yo, un viejo perro de ferrocarril sin preocupaciones, no tenía derecho a arrebatarle eso, no cuando ya se le había arrebatado su casa, su familia, sus amigos… condenado a ser un desertor, un proscrito obligado a cruzar una frontera para no regresar jamás al hogar. Es por eso que alguien como yo, y cualquiera en verdad, odiamos las guerras… locos estamos todos, pero alguien que de veras apoya la Guerra es indiscutiblemente un pobre diablo.

1 comentario:

Soraya Bruxa Moura dijo...

cuantos pobres diablos,
cuántos más ahora que apoyan "guerras" perdidas