4.4.12

Donde el Sol se apaga en el agua.


         Llegó deshidratado, envuelto en polvo y sudor a lomos de un desvencijado mulo con poco fardo y el pellejo descolorido. Afirmó que se llamaba Henry Antrim, que tenía veintiún años –aunque no aparentaba más de diecisiete–, y que llevaba errando solo bajo el sol desde Misuri.
         -¿Y qué te trae aquí desde tan lejos? –le pregunté, algo a lo que no quiso responder; aceptó sin embargo la invitación a quedarse a dormir en mi casa. No probó bocado hasta asegurarse de que su mulo, Woody, tuviese su ración de agua y alfalfa. Comentó que no tenía dinero, pero que gustosamente trabajaría para mí a cambio del cobijo y la comida. El invierno había sido duro ese año, así que  admití sus condiciones, además, el muchacho me había caído simpático a pesar de ser callado y misterioso; lo único que había conseguido sonsacarle era que buscaba el Pacífico, que para él significada la libertad en su máxima expresión, en sus palabras, ver cómo el sol se apagaba en el agua era lo que todo hombre que se precie debía buscar. A pesar de su aspecto, enseguida vi en él una sabiduría inusual en alguien tan joven, ni siquiera ahora puedo comprender del todo lo que quiso decir con tan enigmática oración.
         Trabajó sin descanso en las caballerizas durante toda la primavera y parte del verano, como si disfrutase de veras con el duro trabajo. En estos tiempos del whiskey es difícil encontrar a alguien así, por lo que a menudo recompensé sus esfuerzos con algunos dólares que él guardaba con recelo en una pequeña bolsa de cuero, para su “aventura en el Oeste”, decía siempre que rehusaba mis invitaciones a pasar la noche en alguna taberna.
         Al cabo de unas semanas desde que llegara, me confesó algo que ya había deducido hacía tiempo: no sabía leer ni escribir; y me pidió ayuda para solventarlo. No puedo ayudarte, le dije, no sabría cómo, pero sí puedo hablar con la señorita Tress y que ella te enseñe. No dijo nada, sonrió y siguió cargando pacas de paja, supuse que era su forma de decir “sí”, por lo que a la mañana siguiente fui a la escuela para hacer un trato con la maestra. Se mostró reacia al principio, pero la convencí alegando que era un joven de mucho talento y que apenas le costaría trabajo. Por supuesto yo cargaría con todos los gastos, cosa que no revelé a Henry, pues seguramente rechazaría la oferta y yo no estaba dispuesto a que se gastara el dinero de su Aventura en el Oeste por el que tanto había trabajado.
         Cada noche después del trabajo, Henry iba a casa de la señorita Tress y daba sus lecciones, huelga decir que no tardó mucho en dominar tanto la lectura como la escritura; a finales de mayo ya lo hacía con soltura. Su rostro desde entonces brillaba con otra luz, se quedaba mirando todos los carteles que nos encontrábamos, leyéndomelos en voz alta con presteza, llegando incluso a memorizarlos con poco esfuerzo. Para celebrarlo, le compré una libreta encuadernada en piel animándole a que la rellenase con todas sus aventuras una vez se fuera. En un principio se mostró reacio a aceptarla, supuse que por sentirse contrariado al recibir un regalo, pero después de meditarlo consigo mismo unos instantes, me dirigió otra de sus brillantes sonrisas y corrió a guardarla en el pequeño arcón donde acumulaba sus escasas pertenencias para el gran viaje; fue entonces cuando me prometió que, una vez llegase a la costa, me escribiría para relatarme cada paso que hubiese dado en su camino.
          La última noche que le vi me entregó un pequeño reloj de bolsillo muy desgastado, me dijo que había pertenecido a su abuelo y que era el único objeto de valor que había poseído; no me percaté de que era su forma de despedirse. Se marchó antes del alba con Woody y unos pocos fardos llenos de gachas de avena, algo de ropa y los dólares que había ido reuniendo en los últimos meses; desde entonces miro siempre hacia el Oeste, preguntándome si ya habrá llegado o si pensará volver algún día… si es cierto que ver el Sol vespertino nadando en el mar infinito llena de veras el corazón de un hombre.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

Hay personas que, sin saberlo, nos aportan mucho más de lo que nosotros tratamos de aportarles a ellos. A la auténtica sabiduría se llega a través del altruismo, y siempre es mejor hacer el camino rodeados de buena compañía. Me ha gustado mucho.

'P. Lavilha dijo...

Muchas gracias :)