1.10.12

Mostaza.


—¿Para cuándo tendrás listo el relato, Village? —Fue lo único que entendí del incesante y airado torrente que soltaba mi jefe, Peter Walden, por su grasienta bocaza mientras me rociaba con una lluvia de espumarajos e insultos. Hacía ya un rato que mi cabeza se había evadido a lugares más tranquilos y silenciosos, algo así como una sala de espera cualquiera cuando aún quedan muchos turnos hasta que llegue el tuyo.
—Tres días más, Village. Si en tres días no tienes mi relato —enfatizó ese “mi”—, te vas a la calle ¿qué clase de escritor no escribe nada en dos meses? ¡dos meses!
—Está bien —respondí con desidia—, ¿puedo irme ya? —eso le enfureció aún más.
—Largo de mi vista —dijo con seriedad.

Salí del pequeño despacho y de su atmósfera de humo y sudor y me dirigí con una sonrisa hacia las escaleras. Sabía que todos habían oído la riña. No me importaba. Lo cierto es que por dentro me sentía más triste que el tubo de cartón que es olvidado cuando se ha terminado el papel higiénico y otro ocupa su lugar. Aquella era una sonrisa ensayada frente al espejo. Todo va bien, dice, pero no mires mis ojos tristes.

La calle no estaba diferente al resto de los días. En eso pensaba. Brillaba el sol con alguna nube blanca blanca de paso, se oía algún gorrión entre las ramas de aquellos árboles que La Máquina aún permite en la ciudad y el sosegado bullicio de coches y zapatos bailando al que ya estamos tan acostumbrados. No era un día diferente, no. Seguía sin conseguir escribir dos palabras. Lo único distinto era que ya sólo me quedaban tres días de sueldo.

Crucé la calle con el semáforo en rojo. No pasó nada. Ni siquiera me cayó una maceta en la cabeza al llegar al otro lado. Nada, otra vez. Hasta que oí la música dentro de aquel bar. Pasaba a menudo delante de ese tugurio, nunca me fijé en su nombre, y siempre se escuchaba algo de música dentro si no había fútbol, pero nunca había entrado.

¿Por qué entré esta vez? Supongo que porque no me había atropellado ningún coche antes, ni me había caído una maceta en la cabeza.

No era un bar demasiado diferente al resto de bares. Tenía una barra, una camarera, botellas, mesas, sillas, taburetes, bufandas deportivas, servilleteros y gente hablando y gente callada. Miento, sólo había una persona callada. Una chica joven, con pelo claro recogido en una coleta y unas alegres pecas en la nariz. Bebía café con hielo y ojeaba una revista, quizá la National Geographic. —Espera a alguien, eso seguro —pensé, y me senté en una mesa junto a la ventana.

La camarera se acercó sonriente. —¿Qué va a ser? —Un vaso de agua y un poco de pan blanco, por favor.

Saqué mi bloc de notas Enri y lo abrí por una página en blanco. Embadurné  una de las rebanadas en mostaza, le di un bocado y empecé a pensar en qué demonios escribir.

Después de treinta y cuatro rúbricas y un dibujo de Walden ahorcado lleno de moscas levanté la vista y mi mirada se cruzó fugazmente con la de la chica de la National Geographic.

Bloqueo. No me concentro. No sé qué escribir. No sé escribir. ¡Hola, hombre con sombrero! ¿No habrá visto usted, por casualidad, a mi inspiración? Llevaba un cascabel atado al cuello para no perderla, pero al parecer no era más que un… ¿Un qué? ¿Qué habré tomado por cascabel? ¿Qué le habré atado al cuello en lugar de un cascabel? Esta cabeza mía. Ambientador de pino para coches, ahora también de limón. Tendremos fuertes rachas de viento por toda la Península. ¿Me cobra? Tic-tac. Tic-tac. Tic-tac. Tic-tac. Suena un cláxon. Comprar sal.

Tiré el lápiz sobre la mesa, enojado, di otro bocado de pan con mostaza y bebí un poco de agua. Me puse a hacer papiroflexia con un puñado de servilletas que me agradecían la visita. Debería dejar de mentir en lo que escribo, la verdad es que las plegaba para que rezasen un “Gracias puta” lleno de todo mi infantilismo y frustración en este pesado mundo de adultos serios con corbata y zapatos brillantes.

Volví a alzar la vista y ahí seguía ella, con su café a medio terminar y apurando las últimas páginas. No te vayas aún, no te vayas. No te conozco y te necesito de veras. Me siento muy solo aquí con todas estas servilletas.

Finalmente, y esto lo vi de reojo, cerró la revista y apuró los últimos tragos del café. Se levantó y se dirigió hacia mí. —Va al baño, eso seguro —pensé, e hice como que releía mis anotaciones para parecer un poco interesante. De todas formas me olvidaré de ella pronto.

—¡Hola! —me saludó con una voz dulce y sus ojos y sus pecas.
—Ho… hola —contesté yo, atónito ¿lo habré dicho muy alto?
—Espero que no estés muy ocupado, te he visto trabajando —continuó— ¿No te importará que me siente aquí contigo un rato no? No conozco a nadie aquí y como te he visto solo…
—Eh… no, para nada —titubeé.
—Bien —dijo ella mientras dejaba caer su curiosa mirada por el amasijo que había en la mesa de rebanadas de pan con mostaza mordidas, una libreta garrapateada, servilletas de “Gracias puta” y el dibujo de Walden colgando de la horca. Pensé que enseguida me tomaría por un sociópata o un perturbado, pero pareció divertirle todo aquello—, por cierto yo soy Claire.
—Claire —respondí flotando por encima de todas aquellas cabezas, a punto de tocar el techo—, claridad. Perfecto.
—Sí —su rostro reflejaba un desconcierto intrigado y jovial— ¿y tú?
—¡Ah, lo siento! Yo soy Paul.
—Encantada, Paul —Y cada sílaba que pronunciaban sus labios sonaba como un juego de niños en verano—. ¿Te puedo preguntar qué estabas haciendo?
—Oh, sí —contesté—, pues… bueno, soy escritor.
—¿Escritor? —preguntó con admiración.
—La verdad es que hace tiempo que no escribo nada. Llevo una mala época.
—Es normal —esas dos palabras me reconfortaron, no sé por qué. Como si me hubiera dado un cálido abrazo todo lleno de sinceridad y cariño. Supongo que este tipo de cosas se notan más cuando la persona que te las transmite es una completa desconocida.
—Creo que en el fondo no soy escritor. Un escritor de pacotilla al menos tiene algo sobre lo que escribir…
—Vamos a hacer una cosa —apuntó con su brillante mirada y sus pecas y su pelo claro recogido—, cierra los ojos y yo contaré hasta tres. Intenta no pensar en nada, y cuando haya contado me dices lo primero que se te ocurra.
—Bueno —respondí con curiosidad—, está bien.
—Vale, cierra los ojos.

Uno…


…Dos…


... ¡Tres!

—¡Mostaza! —Y su expresión estupefacta no fue nada comparada con la mía al darme cuenta de lo que acababa de decir. ¿Mostaza? ¿Quién demonios escribe sobre mostaza? Ella rió, y yo también lo hice. Sabía que no se burlaba de mí.
—Me gusta —dijo ella—. Estás más loco de lo que pensaba. Me gusta la gente loca.
—Bueno, bien podría ser el primer loco que escribe sobre una salsa. Sería el Andy Warhol del relato.
—Pues ya tienes una admiradora, espero leer pronto lo que escribes sobre la mostaza.
—Mañana mismo te lo traigo. ¿Te viene bien aquí, no?

Y al día siguiente le llevé mi relato sobre la mostaza. Vi en sus ojos, y en sus pecas, que le había gustado de veras. No se lo llevé a Walden. Y, si alguno de ustedes pretendía echarle una ojeada pues… bueno, acaban de hacerlo.

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