26.6.12

Oja, hhija, hoja.


Con la cabeza baja, mirando al suelo, no se piensa bien. Por eso decidí poner la vista en el fondo de un vaso de scotch y no pensar en nada. Un tipo joven llamado Todd está de barman, es su primera noche. No durará mucho —Disculpe, señor —me dice—, es usted aquel escritor ¿verdad? El de los cuentos del flautista de Pan. —Sí, creo que sí —Contesto absorto— hace tiempo que no soy nada. —Entiendo cómo se siente —afirma Todd, con una sonrisa en los labios y una mirada suspicaz—, créame. Llevo más tiempo en esto de lo que pueda parecer por mis sonrosadas mejillas. Lo que pasa es que hace tiempo que no le cuentan cuentos al cuentacuentos.

No hace tanto tiempo de la última vez. Fue una pequeña hada del bosque entre ensoñaciones, yo pasaba una mala época… me susurró al oído. Dijo:

«Oja, hhija, hoja. Hoja en blanco, blanco pensamiento. Si eres un hipopótamo da tres vueltas a la manzana y el avestruz asomará la cabeza con una flauta en los labios. “Oye”, dijo el cocodrilo mostrando la hilera de sus dientes en una mueca burlona, “Para que salgan las notas estaría bien que antes respirases”. Y el diente de león se dispersó en mil segmentos bajo la brisa de verano proveniente de África».

21.6.12

El astronauta dormido.


Soñé que me ardían las manos, que volvía a escribir palabras bonitas. Soñé que era un astronauta dormido en el fondo del mar, acurrucado entre bosques de coral.

Pero no puedo respirar bajo el peso de tanta agua.

De vez en cuando me mandan saludos desde el otro lado y yo, con escafandra y todo, sigo haciéndome el dormido.

Cuando desperté de ese sueño, mis ojos fijos en el nocturno techo me evocaron una imagen mía pastoreando llamas en La Pampa.

Demasiadas cárceles nos atan, demasiadas cárceles nos atan.

Cuando desperté de este último, me puse a pensar en el aire, en el dinero, en el tiempo, en la luna… y no conseguí averiguar tu color, ni saber por qué no estás aquí.

-¿Qué haces? –dijiste con tu sonrisa.
-Te estoy pintando –respondí.
-¿Y el papel?
-No lo necesito, tú quédate ahí, sigue brillando. No llores por esa luna oscura.

Quizá un cálido suspiro de un astronauta dormido.


La montaña de Pan.


Iba yo caminando por un verde prado cuando, tras unas cuantas vacas y un par de asturcones, me encontré con Pan tocando su flauta y bailando idílicamente en medio de un haz de luz entre un manto de mariposas blancas.
-¿Qué haces aquí? –le dije- ¿Tan lejos del mundo de los cuentos?
No contestó. Ni siquiera dejó de silbar su música silvana.
-¿Por qué ya no me cuentas cuentos? –imploré desde el cansancio- ¿Por qué no dejas de confundirme con amenas notas y me prestas un par de palabras?
Seguía soplando en su flauta sin apenas percatarse de mi presencia.
-¿Por qué ya no puedo escribir más que lamentos? –continué- ¿Por qué no puedo hacer más que mirar el suelo bajo mis pasos y pensar que ese suelo no existe?
Pan paró de tocar entonces. Sonrió. Se desvaneció en la hierba.
Continué mi ruta por el empinado sendero hasta llegar a la fuente del arcoíris. No era más que un pequeño arroyo de agua helada enmarcado por piedra labrada toscamente. Allí descansaba un feo personaje. Una suerte de oso pelón y maloliente de tez purpúrea.
-Buenos días –saludé tímidamente- ¿Ha visto usted por algún casual a Pan con su flauta?
-No es corrrecto molestarrr a los dioses –respondió con una voz ronca y afónica-, al señorrr Pan no le gusta que le molesten los morrrtales.
-Esta es una situación excepcional. Camino con mis dos pies y me atengo a lo que ellos me deparen.
Y continué la ascensión decidido. Como si Pan me debiera algo, como si lo justo fuese que yo recuperase mi gastada pluma.
Llegué a la loma de los buitres. Ahí un viejo y desvencijado cóndor gigante aguardaba mi llegada con ojos vidriosos y perspicaces.
-Ahí –dijo el viejo cóndor antes de que tomase aliento para emitir palabra alguna-, ahí, mira ahí –repitió-.
Me asomé al escarpado abismo y vi lo que el viejo cóndor mi indicaba, eran un pequeño gorrión y un negro gallo compartiendo nido en un alejado y retorcido árbol.
-¿¡Ves lo que ha hecho Pan con este país!? –gritó enfurecido, enarbolando sus enormes alas de hierro y plomo hacia el gris cielo- ¿Ves en qué ha convertido ese sucio y pervertido cabrón estas santas tierras?
Corrí cuesta arriba intentando ignorar los berrinches del viejo cóndor. Debía encontrar a Pan. Debía recuperar aquello que había perdido. Aquello que me había sido arrebatado de entre mis frágiles dedos dormidos.
Pan no estaba en aquella cima baldía. Pan no estaba. Me la había jugado otra vez. Como si nunca hubiera existido, como si nunca se hubiera desvanecido en la hierba, como si aún estuviera tocando su alegre canción bailando en un haz de luz bajo el arcoíris. Pan no estaba.
¿Cuántas montañas más tendré que ascender para encontrarle? ¿Cuántas cosas terribles más tendrán que soportar mis ojos? ¿Dónde está esa manzana a la que tengo que dar tres vueltas entre mis dedos?
Me acosté entre las rocas, abatido. Quizá no sea esta cima, pensé, tal vez esta no sea la montaña que estaba buscando.

15.6.12

El flautista a las puertas del alba VIII —El gnomo.


La otra noche me fui al pub para despejarme la cabeza de una semana dura de trabajo con una buena pinta tibia. El viejo Seamus estaba sentado al lado. Seamus era un viejo irlándes, un viejo charlatán de cabellos disparados en blancos mechones que antaño fueran como el joven óxido. Me miró fijamente con sus viejos ojos verde pálido y me dijo:

—Te voy a contar la historia de un hombre pequeño… si puedo… un gnomo llamado Grimble Crumble. Un jodido y pequeño enano cabrón. Se pasaba los días en mi jardín, comiendo mi comida y bebiendo mi vino. Se echaba la siesta en mi hierba y cagaba en mis rosales. Por la noche era peor, trajinaba con mis somnolientas ocas. El hijoputa llevaba una túnica escarlata y una capucha azul verde, algo sucias, pero parecían bastante buenas. Y el cabrón seguía comiendo y bebiendo y durmiendo en mi jardín, y cagando en los rosales y jodiendo con mis ocas, y yo no podía hacer nada ¿entiendes? ¡Es un gnomo! No podía hacer nada…

—¿Y qué pasó con aquel… gnomo? —pregunté tras un buen trago de mi pinta de stout.
—Pues que un buen día… ¡Hurra! El gnomo había desaparecido ¡Oomray! así dije, así es como dicen “¡hurra, qué bueno!” los gnomos ¡Oomray!
—¿Ah sí? —pregunté desinteresado en el relato del viejo.
—¡Sí! Me dije: ¡Mira al cielo, mira al río! ¿No son cosas buenas? ¡Oomray!
—Supongo que lo son —contesté con una sonrisa—, siempre y cuando no haya por ahí algún gnomo que se cague en tus rosales.
—¡Oomray!
—¡Oomray!

13.6.12

El flautista a las puertas del alba IX —Capítulo 24.


Camino por la oscura senda entre las alargadas sombras de guijarros iluminados por mi oxidada linterna. La gravilla cruje bajo el peso de mis pasos. Uno, dos. Mi aliento baila en vaho frente a mi rostro. Tres, cuatro. Los grillos agitan sus verdes violas ocultos en la retorcida hierba. Cinco, seis. Las estrellas guardan que la noche siga despierta en la cúpula de los dioses. Con el séptimo paso todo vuelve a empezar, y la fuente de agua sigue tibia. Nada cambia si nada cambia. La ruta que busco aparecerá si apago la linterna. La oscuridad de mi mano traerá la buena fortuna. Y la puesta de sol.

*  *  *

La nieve colma la cornisa de mi ventana de dulce blanco y calor. Observo la calle con mis manos entrelazadas alrededor de una cálida taza de café. Sería el momento perfecto ahora, justo antes del solsticio de invierno. Sería ahora mismo el momento perfecto para ver tu pálida tez abrigada por la lana de una bufanda gris. Así lo imagino. Tus perdidos ojos buscando mi ventana. Buscando un fugaz destello, un reflejo, un trueno que señale otro camino hacia ese cielo al que no sabemos llegar. Con la misma maleta raída y todas esas pequeñas cosas indestructibles que se albergan justo aquí, en el pecho.

*  *  *

Sonríe, una sonrisa tuya puede traer la buena fortuna. También la puesta de sol.


10.6.12

El flautista a las puertas del alba II —Lucifer Sam.


Las bolas de billar corrían por la mesa a la orden de tacos de cenizas de azur. Un blues rápido agitaba el humo que gobernaba la oscura sala. Mi cabeza se precipita frente a la barra, abatida. La ginebra de la victoria también lo está y no se presenta más que como triste espejo —¿Te he hablado ya del gato de mi amigo Sam, de Chesire? —le digo en un eructo al viejo vecino— Lucifer siempre estaba a su lado, siempre. Siempre estaba a su lado. Lucifer tenía algo extraño, algo raro, algo que no puedo explicar. Sí, algo que no puedo explicar. Su novia, no la de Lucifer, la de Sam. La novia de Sam era una auténtica bruja. No sé por qué, no puedo explicarlo. Tenía todo lo que tiene una novia. Tenía una bonita melena rubia o negra, unos ojos sinceros, unos ojos… verdes y sinceros. Pero ella, Ginger, así se llamaba, Ginger estaba en el lado izquierdo, en la cara oculta. Lucifer no, Lucifer estaba en el derecho. Lucifer estaba en el mar, tranquilo, como un gato-barco… como algo que no puedo explicar. No puedo explicarlo, pero también se esconde ahí, en el suelo, entre la arena… hablo de Lucifer, el gato, el gato de Sam ­—Mi viejo vecino pide otra ginebra de la victoria con sus ojos fijos en una servilleta mojada, no me importa si me escucha él o alguien, no me importa si mis palabras se pierden en la embriagada atmósfera— Cuando te acerques, viejo vecino —le digo, apuntándole con el dedo—, ese gato, Lucifer, ese que tiene algo que no puedo explicar, será encontrado, cuando estés cerca y puedas sentir su marino aliento, cuando tampoco tú puedas explicar qué tiene ese gato.