16.11.12

Sísifo.

         A veces echo la vista atrás y no puedo sentir más que decepción con mi vida. Soy ya un tipo viejo y aún no he cumplido los cuarenta. Los últimos años han pasado como una leve brisa, no sé qué he estado haciendo atrofiando mis músculos y mi buen espíritu en un estrecho cubil rellenando formularios e informes con los ojos tristes y el pelo gris y las manos siempre limpias.

         Esta mañana tomé como siempre un café rápido sin nada para mojar cuando el sol aún no había salido y dejé la taza vacía en el fregadero para limpiarla cuando volviese del trabajo una vez el sol se hubiera acostado. La calle estaba solitaria y fría, yo caminaba con las manos en los bolsillos y la cabeza gacha cuando vi un resplandor delante de mí, como una ranura en la acera que se iba abriendo liberando una luz cegadora y dejando a la vista una rampa que descendía bajo la ciudad. No pensé en el trabajo entonces, ni en qué sería todo aquello, simplemente me dejé llevar como atraído por imanes a través de esa abertura.

         El suelo empezó a deslizarse hacia las profundidades, calculo que estaría ya por debajo incluso de los túneles de metro. Una extraña sensación invadió mi cuerpo, una terrible comodidad, como cuando se vuelve al hogar, al subterráneo útero de nuestra existencia.

         Tras una pálida neblina, fui a parar a una enorme sala llena de gente. Me sentía confuso y perdido, pues era una estancia harto extraña, toda pintada de blanco y llena de luz, me resultaba imposible determinar la altura del techo, que parecía tan alto como el cielo y en algunos momentos casi podría alcanzarlo levantando los brazos.

         Un tipo con el pelo largo y desgreñado del color de la paja y los ojos de un azul mortecino se me acercó todo vestido de blanco perla.

         —¿Y tú qué has perdido? —me dijo.
         —¿Yo? —respondí sin salir de mi desconcierto.
         —Sí, tú. ¿Qué has perdido?
         —No lo sé. Iba por la calle y sin saber cómo he venido a parar aquí. ¿Qué es este sitio?
         —Está bien —contestó de forma enigmática—, sigue todo recto y ve al ascensor, no tiene perdida.
        
         Avancé como me dijo buscando la salida, no tardé mucho en encontrar una larga cola de gente que aguardaba frente a una rampa ascendente y me puse al final. Otro tipo, este más envejecido que el anterior se fijó en mi.

         —¿Tú también, eh? —me dijo con una triste sonrisa.
         —Sí —respondí otra vez—, supongo.
         —Mi mujer y mis hijos han muerto ¿sabes? —empezó a decir— Un conductor borracho.
         —Vaya —contesté—, lo lamento de veras.
         —Ya no queda nada aquí para nosotros.
         —¿Nosotros? ¿A qué te refieres?
         —A nosotros, hombre, los hijos huérfanos de la Tierra. Nuestra vida ya no tiene sentido aquí.
         —No te entiendo —le dije perplejo— ¿A dónde lleva esa rampa?
         —A otro mundo. Este no es para nosotros ya.
         —Pero, pero —no salía de mi asombro—, yo no puedo ir, no quiero ir. ¿Dónde está la salida?
         —No hay salida. La única salida es el ascensor. Si estás aquí es porque debes ir.

         Me quedé sin palabras, y sin haberme percatado la cola había avanzado y ya estaba en el umbral del ascensor. Intenté salir, pero unos hombres con ojos de reptil me empujaron dentro y la puerta se cerró tras de mí.
        
         Estaba ahora en una especie de cápsula, hubo un estruendo y un penetrante dolor invadió mi cuerpo. Me doblé por la mitad y apenas podía ver con los ojos llenos de lágrimas y un agudo silbido en los oídos. El tiempo dejó de existir mientras yo yacía encogido en un rincón de mi receptáculo. No había pensamientos en mi cabeza vacía, sólo dolor. Sentí que todo iba hacia atrás, como si cada partícula de mi cuerpo se fuese separando hasta llegar al espermatozoide y óvulo originales. Un galimatías de chasquidos y ráfagas de colores.

         Un ardor inundó mi pecho cuando todo cesó y volví a respirar. Me levanté y salí de la cápsula con el cuerpo tembloroso y empapado en sudor. El dolor había desaparecido y apenas podía recordarlo ya. Me vi entonces en la plaza de una extraña ciudad. Cientos de personas salían como yo de sus cápsulas y todas se abrazaban con extraños seres de forma humana y mirada de lagarto como los que me habían empujado antes, no acierto a determinar cuánto tiempo había pasado desde entonces.

         Uno de ellos se acercó a mí con una sonrisa de serpiente que dejaba entrever unos afilados colmillos. Me quedé paralizado por el miedo. Pasó uno de sus brazos por encima de mis hombros y me condujo con paso sosegado.
        
         —¿Sabes dónde estás, verdad? —preguntó arrastrando las eses que resbalaban por su lengua bífida.
         —No —respondí casi sin aliento.
         —Estás en Sísifo, ya no debes temer nada. Todo irá bien a partir de ahora.
         —¿Sísifo? No entiendo nada… ¿Por qué estoy aquí?
         —Porque nada te ataba en la Tierra.
         —¿Qué quieres decir, es que estamos en otro planeta?
         —Por supuesto, estás en Sísifo ahora. Aquí no sentirás más hambre, ni sed, ni frío, ni miedo. Aquí no podrás ser triste.
         —Pero… ¿cómo he llegado aquí?
         —Estás lleno de preguntas, pero tranquilo —me dijo—, pronto las olvidarás y podrás vivir en paz. Calla ahora, te enseñaré tu nuevo hogar.

         Paseamos por las calles de Sísifo durante horas, calles llenas de edificios inconmensurables que se elevaban sobre nuestras cabezas, no había tiendas ni restaurantes, sólo gente vestida de blanco que paseaba ensimismada con una sonrisa absorta. Parecía una especie de cielo donde las almas pasaban la eternidad con el suave rumor de sus propios pasos descalzos. Aún así, aquello me asustaba.

         Llegamos por fin a la que había sido asignada como mi propia casa. No era más que una habitación diáfana con un colchón circular en el centro y grandes ventanales por los que se veía la infinita urbe.

         —Éste es tu lar. Ahora eres libre para no temer —dijo el ser desde el umbral—. Aquí te dejo ahora.

         Me quedé solo en el aposento, mirando por la ventana intentando comprender qué estaba pasando. Mis ojos se fueron acostumbrando al blanco cegador que producían los dos soles del cielo y que parecían no dejar nunca paso a la noche. Tras unas horas de divagaciones, me acosté en el cómodo colchón. Tal vez despierte de esta pesadilla, pensé antes de sumirme en un profundo sueño.

         Desperté bien descansado y los dos soles seguían en el mismo sitio. Así será difícil ser consciente del paso del tiempo, pensé. Me sentía totalmente renovado y contento, algo gris dentro de mí había desaparecido. Coloqué un par de mullidos cojines frente al ventanal y me senté a observarlo todo desde las alturas. Verdaderamente los habitantes de Sísifo no hacían más que pasear y contemplar el mundo, la vida en este planeta se había reducido a la mera y plácida existencia, sin necesidad de comer o beber. Era como un limbo donde nada tenía importancia.

         Alguien tocó a la puerta con suavidad y salí de mi ensimismamiento para abrir. Era un joven que no superaría en mucho los veinte años y que, a diferencia del resto de habitantes del planeta, presentaba un rostro cansado y ojeroso medio ocultado por los cabellos azabache.

         —Hola —dijo rápidamente mientras entraba y cerraba la puerta tras de sí.
         —Eh… hola —respondí yo, sin turbarme demasiado por su inquieta actituda—, ¿quién eres?
         —No lo sé —contestó—, quiero decir, no tengo nombre. Aquí nadie lo tiene.
         —Yo sí.
         —¿Ah, sí? ¿Y cuál es?
         —Pues… —pensé unos instantes— No lo recuerdo.
         —¿Ves? —dijo entonces— A ti también te han lavado el cerebro. Escucha, tienes que largarte de aquí. Vente conmigo. De vuelta a la Tierra. Aquí no estamos seguros.
         —¿Qué?
         —Somos comida. Los lagartos nos tienen aquí de alimento.
         —¿Qué dices? ¿Qué lagartos?
         —Ellos. Los que nos han traído aquí. No son hombres. Es un disfraz. Nos traen aquí y nos hacen creer que vivimos en el Nirvana, o algo así. Y luego nos devoran.
         —Pero… —respondí incrédulo— eso no tiene ningún sentido.
         —No hay tiempo para más explicaciones, he encontrado la forma de escapar. Si quieres venir conmigo, ahora es el momento. Si no, puedes quedarte a esperar a que te devoren.

         Me miró con sus penetrantes ojos negros y sin decir una palabra más, abrió la puerta y caminó con paso acelerado por el largo pasillo que conducía a las escaleras. Después de unos segundos dubitativos, salí corriendo tras él.

         —Está bien —dijo satisfecho—, sígueme a cierta distancia y camina despacio y tranquilo, que no sospechen. No tardaremos en llegar a la plataforma de lanzamiento.
        
          Caminamos durante un buen rato bajo la silenciosa mirada de los ojos de serpiente que nos vigilaban. Intenté no llamar la atención con las manos en los bolsillos y silbando una despreocupada melodía, pero me sentía nervioso con el rostro tenso y la vista fija en el suelo a excepción de fugaces vistazos que dirigía a mi misterioso compañero.
        
         Por fin llegamos a la plataforma de lanzamiento, un edificio enorme con grandes pórticos y altísimas columnas parecido a una siniestra catedral blanca. El joven me agarró entonces de la manga y me llevó a un rincón donde no podían vernos.

         —Muy bien —empezó a decir apresurado—, hay algo que debes saber antes de embarcarnos: Salir de Sísifo está prohibido para los humanos.
         —¿Y cómo pensabas huir?
         —He estado observándoles durante mucho tiempo y he visto cómo lo hacen. Todos tienen una marca, un corte en los pulgares. Creo que es por donde salen de su disfraz de humano. Tenemos que hacernos esos cortes.

         Sacó un afilado escalpelo de su bolsillo y se abrió los pulgares con limpios cortes verticales que cruzaban la uña hasta la primera falange dividiendo el dedo en dos. Se limpió la sangre con una gasa y rápidamente agarró mi mano para practicarme la misma cirugía. Me zafé con un movimiento brusco, atónito por el arrebato de locura que acababa de presenciar. Miré sus decepcionados ojos, que reflejaban el miedo a hacer aquello solo; no era locura lo que habitaba en aquellas esferas negras. Tomé el escalpelo y sin pensarlo dos veces, rasgué la carne de mis pulgares encogido por el punzante dolor. Ahogué un grito apretando los dientes hasta que no podía oír más que el rechinar de los mismos. Con los ojos llorosos, me limpié la sangre que pronto dejó de brotar y fuimos hacia las filas de gente que esperaba ser enviada a la Tierra.

         Nos pusimos en filas distintas para no llamar la atención, y antes de cruzar el acceso a nuestras respectivas cápsulas, nos lanzamos una mirada cómplice, algo así como un “hasta pronto, nos vemos en casa”.

         Esta nave era diferente a la que me había traído a Sísifo, era una burbuja de un material extraño, un tanto elástico recubierto de una película húmeda. Vi a través de las translúcidas paredes los dos soles blancos brillando y, tras un destello cegador, todo se volvió negro manchado de estrellas que se iban difuminando hasta perderse de vista. Me vi entonces en un caos lleno de color, una ensoñación distante. Sentí náuseas y cuando me quise dar cuenta caí desmayado en la ovalada superficie interna de la burbuja.

         Desperté con una brusca sacudida. Sentí cómo la burbuja se ralentizaba mientras atravesaba las nubes y podía divisar ya las verdes colinas llenas de árboles que cercaban una ciudad fantástica con edificios bulbosos de colores. El aterrizaje fue suave, y la burbuja se desvaneció en cuanto acarició el suelo.

         La ciudad en la que me encontraba no presentaba el mismo aspecto vista desde el suelo. Los edificios parecían deshabitados y no había más señales de vida que las plantas que surgían de grietas en el asfalto y que trepaban por las desvencijadas fachadas. Vagué sin sentido durante un rato, cuando el silbido de un dardo pasó junto a mi oreja. Me giré y vi una bandada de críos armados con cerbatanas que corría hacía mí. Sobresaltado, emprendí la huída por las retorcidas calles hasta que alguien me arrastró dentro de un pequeño callejón. Los niños salvajes pasaron de largo.

         —¿Quién eres tú? —me dijo mi salvadora. Tenía unos preciosos y sinceros ojos verdes y una larga melena castaña. Sus ropas eran primitivas e iba cargada con un arco y un carcaj lleno de flechas.
         —No recuerdo mi nombre.
         —¡Oh! —un destello cruzó su mirada— ¿Y de dónde vienes?
         —Es una larga historia.
         —Está bien, ya habrá tiempo. Tenemos que ponernos a salvo. Te llevaré a nuestro asentamiento. ¡Vamos! —exclamó con ímpetu, y salió corriendo cogiéndome de la mano.
         —¿Cómo te llamas? —pregunté mientras me trastabillaba por su ágil paso.
         —Soy Umma.

         Salimos de entre los altos edificios y llegamos a los lindes de un bosque viejo donde unas cuantas tiendas confeccionadas con largos troncos y pieles de animales parecidas a tipis indios formaban un círculo en torno a una hoguera. El clan estaría formado por unos veinte individuos entre los que había hombres, mujeres y niños, todos parecían cazadores nómadas, armados con arcos. Umma me llevó hasta el jefe.

         —¿Quién es este extraño, Umma? —preguntó el jefe con tono serio.
         —Lo encontré en Cátar,  estaba siendo perseguido por los póvocs. Dice no recordar su nombre y viene de muy lejos.
         —¿De dónde vienes, extraño? —me inquirió con su penetrante mirada.
         —Pues… —no sabía qué contestar. Era obvio que habían pasado cientos, quizás miles de años desde que había abandonado la Tierra; tampoco podría decirles que había caído del cielo tras un viaje intergaláctico— no lo recuerdo, desperté hará unas horas en aquella ciudad y no sé dónde estoy.
         —Umma —dijo entonces el jefe—, trae algo de agua y comida para nuestro invitado —su mirada se fijó en mis manos—. Y unos vendajes para curarle esos dedos heridos.

         Comí vorazmente y bebí hasta la saciedad. Me habían untado un ungüento en los cortes de los pulgares y empezaron a cicatrizar con una velocidad asombrosa. Me cedieron una tienda —que ellos llamaban vigvamo— donde pasé la noche, y al alba, el jefe vino a despertarme y me llevó a pasear por los senderos del bosque.

         —Nuestro pueblo tiene una antigua leyenda —comenzó a decir—. Dice que un día, llegará un misterioso hombre desde más allá de las estrellas. ¿Ese hombre eres tú?
         —Sí —respondí asombrado—, ¿acaso vengo para salvaros de algo?
         —No —contestó el jefe, ahora en un tono más tierno—. Más bien nosotros te salvaríamos a ti.
         —¿De qué?
         —De ti mismo. Has vagado demasiado tiempo y tu destino desde que naciste era ser feliz. Ahora formas parte de nosotros, eres nuestro hermano.
         —Pero… —titubeé.
         —Recuerda cuando eras joven y brillabas como el sol.


6.11.12

Cazando moscas.


“Hoy va a ser un gran día”, pienso cada mañana cuando suena el despertador, aunque se me pasa en cuanto lo desconecto y me doy la vuelta en la cama para seguir durmiendo un rato más. Los mejores sueños suceden cuando has de despertarte, puede que no sean los más agradables o bonitos, no hablo de eso.

Mira a ese tío del espejo, con los ojos envueltos en la sombra del insomnio nervioso, con una extraña sonrisa que casi parece disculparse por no haber descansado cuando todos lo hacían y haberse pasado las horas vacías convertida en una mueca hastiada y ausente del resto.

Dicen que no hay que preocuparse cuando uno habla consigo mismo, sino cuando empieza a responderse. Ese tipo del espejo hace tiempo que no habla con nadie, y ninguna voz está ahí para susurrarle cosas al oído. ¿Quién murmura entonces? ¿Qué es ese suave rumor? ¿Dónde están los gritos de quien debería estar ahí? ¿Qué hay de las enloquecidas carcajadas?


5.11.12

Pequeña fábula del tejón.


A los tejones no nos gusta mucho la luz del día, estamos más cómodos en nuestras profundas madrigueras subterráneas. No hacemos mucho ahí dentro, pero es lo que hacemos. Ni siquiera nos molestamos en comer demasiado si no encontramos ningún topo o alguna triste e insípida lombriz. Pasamos sed bajo tierra, y tampoco salimos a beber un poco en el arroyo, nos conformamos con mascar alguna raíz húmeda. En lo más hondo de la madriguera, nos desparramos panza arriba y nos hacemos cosquillas en el pelaje de la tripa como tocando canciones folclóricas de tejones, también nos gusta mirar fijamente cualquier roca que nos encontremos, como leyendo sus historias. Si soy sincero, por muy agradable que sea mi vida de tejón en la madriguera, cuando me acuesto por las noches en mi cálido cubil, se me hace extraño no haber olido bien el aroma de los árboles y no haber sentido la fresca brisa del invierno en el rostro, pero sobre todo se me hace extraño no haber encontrado una bonita tejona que me haga compañía cuando grabe con mis zarpas mis historias en las rocas.

3.11.12


Hoy es uno más de esos días en los que me siento en mi trono de mimbre frente al teclado dispuesto a escribir una historia genial y las palabras simplemente no brotan. Y sin embargo, otros días mis ojos buscan desesperadamente un bolígrafo con el que apuntar algo y la desidia paraliza mis músculos e impide que pueda levantar el culo del puto sofá.

He decidido escribir sobre eso, pero no creo que me den un Planeta por ello. Imaginaos: “Paul Village, ganador del Planeta por escribir sobre cómo un escritor no escribe”. Con el dinero me compraría un par de cervezas y tal vez ayude a niños pobres y salvaría alguna especie en extinción.

La vida del escritor siempre pasa por momentos buenos y momentos malos; y yo, los que he vivido no son ni buenos ni malos, yo no soy escritor ¿os engañé? No lo creo… cualquiera puede juntar dos palabras, o incluso diecisiete, pero no te hacen santo por no haber roto un plato ¿no?

Alguna vez me han aplaudido por alguno de mis párrafos pero, no sé, me recuerda mucho a cuando tu abuela te dice que eres el niño más guapo del mundo o algo así.

Prefiero mirarme al espejo y decirme “¿Y ahora qué?” y sonreírme.