17.2.13

Cazando moscas (II).


         A veces me gusta mirar fijamente al segundero del reloj, he descubierto que si uno se concentra lo suficiente puede hacer que cada segundo sea más largo. Claro que esto sólo lo percibe el que esté atento a las manecillas. Y también algunas personas con espirales en la cabeza, pero eso es otra historia.

         Cualquiera podría pensar que esto no es más que perder el tiempo, que de ningún modo se ahorra al estirarlo, y están en lo cierto. Pero yo creo que a veces es bueno perder un poco el tiempo, pararse a respirar mientras escuchas el infinito infinito tic-tac y darse cuenta de que todo está ahí, flotando en yo qué sé qué, algo como un gran útero cósmico en el que impera el silencio por encima de todo lo demás.

         Calogero me dijo un día que sólo oyes el tic-tac de los relojes cuando no estás haciendo nada, precisamente para recordártelo y despiertes de ese dulce ensimismamiento y a otra cosa. Creo que fue en noviembre, cuando yo estaba tan delgado que hasta se me marcaban los síndromes bajo la piel como si fuesen huesecillos perdidos. Bebíamos ron.

         Aún no tengo claro del todo qué es perder el tiempo, porque los momentos más felices de mi vida siempre han sido cuando, según la moralidad o llamadlo sentido común moderno, perdía el tiempo. Tal vez yo sea un soñador, aunque me gusta pensar que todo el mundo lo es a su manera.

         Para que todo esto suceda, desde luego, hace falta estar bien concentrado en nada. Y a veces es difícil de veras, ya sea por unos finos tabiques que escupen todas las malas vibraciones vecinales o por uno de esos enanos que habitan los grifos antiguos y se dedican a tocar música de cañerías —a veces este género tiene su gracia, pero por lo general suele ser monótono e irritante—. Todo son etapas.

         Supongo que perder el tiempo es estar aburrido, sea lo que sea lo que se esté haciendo. Amigo, si te aburres en el trabajo, entonces es que estás perdiendo el tiempo.

         Bueno, eso me parece a mí, pero ¿qué sé yo?

Wassily Kandinsky.

         

14.2.13

Respira.


Qué bonito ye este estanque en el que arrojamos flores entre los nenúfares haciendo que las doradas carpas se agiten sorprendidas y bailoteen en las floridas aguas.

Tal vez pase por Salt Cave City, pero sólo de paso. Tengo muchos asuntos pendientes. Entiéndelo. Es la ciudad de mis amores y ahora tengo algo de prisa.

A mí es que, a veces, me gusta dormir al sol y sentir un cielo azul y así nunca pienso en que me salen burbujas de pus en los ojos y pesadillas por el estilo, porque sólo hay una cálida radiación en forma de síndrome calentándome las pestañas mientas se oye el bamboleo de las olas y eso, amigos míos, hace que el tiempo desaparezca.

¿Qué cosa? Muchas de las páginas de mi cuaderno están manchadas de cerveza y a veces incluso me apetece llorar por ello, pero ¡qué demonios! ya me siento bastante triste por tener lo que voy a perder y estas páginas no merecen mi llanto. Es un fado.

Tú eres la razón por la que estoy viajando, por si acaso te encuentro.

Aquí y allá la gente sigue odiándose sin querer y pensando solamente en quitar el polvo de los muebles. Y es triste pensarlo y por eso a veces tuerzo la boca. Y los locos son los que compran fruta con una sonrisa y te dan los buenos días en el rellano, o los que pasean a un perro sin correas —porque bastantes tenemos ya— y van oliendo flores mientras dibujan figuras en las nubes. Esos son los locos, los lunáticos. Y yo a veces me quedo quieto mirando a la luna.

¿Final feliz?

Últimamente oigo a la tierra respirar. Digo en sueños. Es como un blanco y furioso bramido de alguien que duerme vestido de tierra y fuego y agua arropado con un suave manto de aire y pomposas nubes. Es algo verdaderamente difícil de oír y no me quiero hacer el macho por ello. Es un tímido susurro. Como quien confiesa un secreto frente al espejo. Como quien intenta dictar sus sueños en un plácido duermevela justo antes de cerrar los ojos sobre una mullida almohada.

Supongo que estaba soñando en pasado, y todo aquello, de poder pasar, ya habría sucedido. Siento haberte hecho llorar, quizás sea algo inseguro y celoso. Tal vez me sienta triste aquí dentro, mas no quiero saber por qué. Puede que ya lo sepa. Puede que no quiera admitirlo, no sé. Es más fácil silbar por la calle una mañana cualquiera mientras el vaho acaricia mi tez y dejo que el tiempo pase como quiera.

Confieso que he estado una buena temporada mirando a las moscas pero… ahora creo que nada va mal, dentro de lo que cabe. Ayudo a mi manera ordenando grandes cajones de libros polvorientos que, entristecidos a su manera, buscan desamparados un nuevo dueño que los acoja, con hipotéticas lágrimas en sus hipotéticos ojos de libro.

Al final siempre eres tú la que hace latir todo esto.

Y ya.


11.2.13

Finalmente desaparezco en un pozo seco.

(...) Lo que habría que decir sobre todo es que el tiempo pasa. Y nada más. Que se va yendo poco a poco por todas partes. Y quizá hasta decimos que llueve o que hace sol pero sólo por decir algo. El tiempo, ¿sabe usted?, es algo que está pasando sin detenerse. Es decir, llega el día y luego la noche, y así sucesivamente. Así es, más o menos... Por lo tanto, en sustancia, hay poco que decir.

(...)

»El tiempo se oye pasar. —Y se detuvo para mirarme—. Yo sostengo que el tiempo se oye pasar, pero bajo, bajísimo. Apenas se deja oír, y cuando no hay ruidos. Y emite como un silbido, un silbido que procede de todas partes. Se oye, por ejemplo, en el sótano, y se oiría estando bajo tierra; o de noche, si es tarde. Es un silbido que hace el aire, y no se oye enseguida, sino estando quieto, al cabo de un rato. Y creo que significa que el mundo sigue adelante o sólo que está ahí, en marcha, girando.
»Y aplicando la oreja a un vaso se oye realmente ese silbido, aunque más concentrado.
»Esto es algo que, en mi opinión, deberían oír, por ejemplo, los charlatanes y asimismo los que se autoestiman y van proclamando por ahí su pensamiento a diestro y siniestro. Yo les diría: "¡Escuchad el silbido del tiempo! ¡El tiempo no sabe ni siquiera quiénes sois!"


Ermanno Cavazzoni (El poema de los lunáticos)

8.2.13

Papiroflexia.


Hace un par de días leí en una revista o por ahí que a todo aquel que haga mil grullas de papel se le concede un deseo. Justamente por aquel entonces Tiger Lily me había enseñado a hacer barquitos, y me entusiasmó la idea de aprender a modelar tales grullas sagradas.

El caso es que no puedo parar de hacer grullas y dejarlas por cualquier esquina o en el retrete, o en mi clase, o en la barra del bar… ¡incluso se las voy regalando a desconocidos por la calle!

Y, como es lógico, no he podido evitar preguntarme qué deseo será el que se me cumpla, pues a veces me disfrazo de humano y como tal no sé lo que quiero.

6.2.13

La carta a ninguna parte.


         El otro día me ocurrió algo rarísimo, lo que es de agradecer cuando pasas una de esas extrañas épocas en las que no pasa nada, de las que la lluvia parece no mojarte casi por desidia y hasta los pájaros deciden dejar de cantar alegres canciones o en su lugar tararean monótonos ritmos.

         Pues eso, decidí romper la tediosa rutina dando un paseo por el campo. No es que en el campo pasen demasiadas cosas, pero supongo que me apetecía alejarme de los coches y el ruido y despejar la mente un rato.

         Así que, como de costumbre, el despertador empezó a sonar a las seis de la mañana, justo en ese momento en el que el sol se ha alzado lo suficiente como para asomar tímidamente por encima de las colinas que se ven por mi ventana y teñir mi cuarto con una luz de un dorado pálido. La radio se enciende entonces con los acordes de I got you babe, justo como en aquella película de Bill Murray, pero supongo que no es más que una alegre coincidencia que me ayuda a amanecer con una sonrisa.

         Sería muy largo contar todo lo que vino después. El desayuno y todo eso, así que iré directo al grano:

         Caminaba por el campo, aunque más bien podría decirse que aquello era un sendero en el bosque, cuando me crucé con una mujer que cargaba con un gran fardo por cuya abertura sobresalían unos cuantos sobres arrugados. Por su uniforme amarillo y azul deduje que se trataba de una cartera del servicio postal.

         —¡Buenos días! —la saludé.
         —Buenos días —dijo ella entre suspiros, agotada—, ¿sabe usted dónde se encuentra Ninguna Parte? Debo entregar una carta y me han traído aquí, llevo horas dando vueltas perdida.
         —¿Ninguna Parte? Supongo que eso puede ser cualquier sitio ¿no? —bromeé, aunque por la desesperada expresión de la cartera sospecho que no tuvo gracia.

         Me sentí entristecido por la situación de aquella mujer, buscando un lugar desconocido sin tener más pruebas de su existencia que una dirección escrita en un sobre de papel; así que, aunque mi intención era dar un sencillo paseo en la naturaleza, me decidí a ayudarla.

         —¿Sabe? —le dije entonces —No tengo nada que hacer realmente así que… ¿Qué le parece si le ayudo a encontrar Ninguna Parte?
         —¡Oh, eres muy amable! —Contestó ella— ¿Cómo te llamas?
         —Soy Alonzo, ¿y usted?
         —Me llamo Cilene.
         —Vaya, Cilene, ¡qué nombre tan bonito!
         —Sí, muchas gracias.
         —Bueno, ¿Qué le parece si buscamos Ninguna Parte?

         Pasamos horas buscando aquel dichoso sitio —incluso llegué a pensar que aquella mensajera en realidad lo que hacía era tomarme el pelo, pero era imposible fingir esa desesperanza con tanta veracidad—, el sudor me corría por la frente y la espalda y tenía las piernas cansadas y los pies doloridos por la caminata, por no hablar de los insectos que se habían estado entreteniendo echando pequeños tragos de mi sangre dejándome los brazos llenos de picaduras.

         —Ya está —dije cuando no aguantaba más, arrojando con enojo la rama que había estado usando como bastón—. Lo siento, pero no daré un paso más. Creo que no existe Ninguna Parte. Que te han timado, Cilene. Llevamos aquí todo el día y no he visto más que árboles y mierdas de ardilla, así que adiós.

         Aún así, con todo lo que le había dicho, seguí su camino con paso cansado, más que nada porque me había perdido, y preferí buscar la ruta de regreso compartiendo la marcha con alguien, pues había algo en los pájaros de aquel bosque que me daba mala espina. No sé si serían esas plumas negras como la noche más oscura o aquellos picos del color del bronce que parecían cimitarras oxidadas por la sangre vieja y reseca.

         A estas alturas ya había perdido completamente la noción del tiempo, pero supongo que una media hora después de aquel arrebato de desesperación dimos con un gran lago gris que yo no recordaba haber visto en ningún mapa. Justo en la orilla llena de fango y ranas, un tosco cartel de madera carcomida vestida de musgo nos señaló que acabábamos de llegar a Ninguna Parte.

         —¿Esto es Ninguna Parte? —pregunté al propio cartel—¡Aquí no hay nada más que ranas! ¿Dónde está el buzón?
         —¡Ahí! —gritó Cilene soltando la saca del correo mientras señalaba con el dedo índice un minúsculo islote en el centro del lago en el que sólo había eso, un buzón.
         —Está bien —dije entonces con cierto alivio— ¿Cómo llegamos hasta ahí?
         —Podríamos construir una barca —respondió Cilene—, yo no sé nadar.
         —Yo sí —contesté yo—, pero la carta se mojaría. Y no tenemos ni tiempo ni herramientas para hacer una barca.

         Estuvimos pensando un rato hasta que a Cilene se le ocurrió juntar todas las cartas que llevaba para hacer un barco de papel.

         —¿No va eso en contra de la ley? —pregunté yo— Digo lo de abrir cartas ajenas y eso.
         —Esta carta es muy importante —respondió Cilene con determinación—, más importante que todas las demás cartas que se hayan escrito o que estén por escribir.
         —Está bien.

         Así que nos pusimos a juntar, pegar y doblar cartas de amor y propaganda y facturas hasta que nuestro barco de papel gigante estuvo listo. De verdad, era increíble. No tenía timón ni velas ni ninguna de esas cosas que se supone que tienen los barcos, pero flotaba, y con un poco de suerte nos llevaría hasta el islote para poder dejar la carta. Pero decidimos que lo más seguro sería que sólo uno de nosotros fuese el navegante, y como Cilene era la cartera y pesaba menos que yo, fue ella.

         La vi zarpar desde el barro y aquel barco de papel surcó la inmaculada superficie del agua como si la acariciase con una dulzura que sólo saben describir los poetas. La sutil neblina que flotaba sobre el lago me impedía ver con claridad cómo introducía la carta en el buzón, pero lo vi.

         Y esperé mientras Cilene volvía en nuestro barco de papel con un suave bamboleo.

         —¿Y bien? —le dije en cuanto hubo atracado frente a mí.
         —¿Y bien qué? —respondió.
         —¿Qué ha pasado?
         —He entregado la carta —contestó.
         —¿Y?
         —Y nada. La carta ya está entregada. Trabajo cumplido. Muchas gracias.
         —Pero… —protesté.
         —La carta ya está entregada. Entiéndelo, es mi trabajo.

      
         Y eso, aunque tal vez pueda parecer increíble, fue lo que me pasó el otro día.