21.6.13

Saya.

Gilberto Saya tiene las manos grandes y desgastadas. De niño, allá en Colombia, asistía a la escuela con una maestra, lo cual era extraño por aquellos tiempos, y compartía el aula con los dos hijos de aquella. Se portaban muy mal con él y ni su padre ni la maestra le escuchaban cuando  se quejaba entre llantos y denunciaba los maltratos. Un día, en la época de las lluvias, cuando el río corría furiosamente arrastrando rocas y barro, Saya iba camino de la escuela cuando se encontró con los hijos de la maestra y, antes de brindarles la oportunidad de acosarle de nuevo, hizo uso de su fuerza aprovechando su centro de gravedad bajo y sus anchas espaldas arrojándolos al fango manchando sus camisas. Porque el peor enemigo es aquel que está prevenido. Después fue a clase y se sentó en su pupitre.

—Gilberto —le dijo la maestra—, ¿Qué le ha hecho usted a mis hijos?
—¿Yo? —respondió Saya con mirada tranquila— Nada.
—¿No les arrojó al río? —volvió a preguntar amenazadoramente.

Gilberto levantó la tabla del pupitre y cogió su cuaderno y su lápiz y después salió por la puerta sin decir una palabra más. Así fue como dejó la escuela. Tenía trece años.

El padre de Gilberto pasó toda su vida trabajando, una vida muy dura que hizo mella en su carácter como una gran cicatriz encallecida dentro del pecho. A Saya le gustaba mucho jugar al fútbol y, cuando se lesionaba y decía que no podía ayudarle con el trabajo en el campo, su padre le decía: Ah, ayer no le dolía, ¿verdad? Pues hoy usted va a trabajar.

Saya se fue de casa con dieciséis años y nada en el bolsillo. A Venezuela. A veces conseguía algún empleo por jornadas o algo para comer mendigando por ahí. La vida es muy dura, dice Saya, pero es así y hay que vivirla porque no hay otra cosa.

Ahora Saya tiene los ojos enrojecidos por los años y trabaja cocinando carne a la parrilla en el mesón del pueblo los fines de semana. El resto del tiempo lo pasa en la taberna, bebiendo Ballantines con hielo y agua. Todos conocen a Saya por ahí con buenos ojos, y aunque vive solo, nunca toma si no es con alguien. Le gusta cantar con una sonrisa.

Saya me dijo que cuando quieres a alguien tienes que atarlo, pero darle cuerda. Después canturreó algo mientras movía las caderas y se quedo así, sonriendo, con la mirada perdida.

Yo, he desenrollado bien mi carrete de sedal especial y joroschó, de veras irrompible, y tanteo con las nalgas buscando un sitio cómodo entre las rocas de este acantilado lleno de dragones dormidos para quedarme a esperar mientras miro más allá del mar.

9.6.13

La cabeza vacía.

Anoche no pude encontrar el interruptor a oscuras y sin querer rompí la hucha de cerdito que guardo desde hace años sin ahorrar un centavo para mi viaje a la Pampa y de entre los fragmentos de arcilla astillados emergió una cabeza vacía que no sabía ni su propio nombre ni tenía más conciencia de sí misma que lo que confusamente le decían sus ojos empañados de lágrimas de desconcierto al encenderse su pequeño hipotálamo entre los lóbulos y la coagulante placenta.

Intentó decir algo, pero de sus labios resecos sólo salió un goch-goch gutural y ronco. Le costó un buen rato relajar los bruscos jadeos y cuando su respiración se volvió más acompasada pestañeó plácidamente.

—He comprendido —susurró con una sonrisa joroschó— que las fronteras de la materia no son más que una ilusión. Que todo se confunde. Que las cosas son lo que fueron y serán y que siempre es de día en algún sitio. También de noche. Y que siempre hay alguna nube por ahí arriba llena de tripas y otras vesches.


Me miró pensativamente, y me aconsejó que recogiera los pedazos del cerdito para no rasgarme los calcetines y me acostara, que era tarde. Obedecí, por supuesto, mas no pude dormir en un buen rato, con la mirada perdida en el oscurecido blanco del techo de cal que algunas veces fue la copa de un árbol con una cascada y la lengua de una ballena. Después no soñé nada.