9.12.13

Esperar.

He aquí el sueño que tuve: Un espejo bien grande y redondo pendía del techo en medio de una habitación amplia y diáfana. Estaba anclado al suelo por la parte inferior de manera que podía girar en torno a su eje central como una peonza, así, mostrando sus dos caras entre canto y canto como una moneda reflectante y joroschó.

Le di un buen impulso, como jugando a la ruleta de la fortuna, y mi reflejo, entre giro y giro, empezó a moverse sin hacerlo yo.

Primero, puso el dorso de su mano izquierda frente al rostro, ocultándolo. En su palma, un gran globo ocular dibujaba círculos con una inquietante pupila escrutadora que nunca pestañeaba, pues no tenía párpados sino dedos.

Después, contó los dedos de su otra mano. Diecisiete, pero sólo cuatro de ellos eran pulgares.

El espejo giraba cada vez más deprisa. Tanto, que más bien parecía una esfera de cristal como las que utilizan los adivinos, pero sin un vapor misterioso en su interior, sino mi propia figura reflejada que empezó a caminar, mas no avanzó ni un solo paso.

Me sentí cansado sólo de mirarlo y lo detuve con mi propio pie. —Es éste el que ha de andar— le dije a mi reflejo, que se había quedado ahí quieto, imitándome, señalándose el pie mientras movía los labios—. Es éste el que ha de gastar suela acompañado por el otro a cada paso. Éstos son los que se lastimarán con cada piedra y sufrirán de callos y ampollas, también los que se refrescarán en los ríos del deshielo y descansarán entre la hierba estirando sus deditos para bostezar con regocijo y alborozo.

Le miré, y entonces él me miró. Abrí un ojo y vi que aún no había amanecido, que las farolas teñían de un naranja antiguo la noche púrpura bajo la sonrisa de Chesire sin gato bien blanca y brillante. Cerré el párpado y en ese espejo no vi a nadie más que a mí mismo durmiendo.


         Existen enchufes sin utilizar por toda mi casa 
si es que alguna vez los necesito. —Allen Ginsberg

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