23.9.14

Lu.

Lu solía llevar una cacerola por sombrero y un culo velloso como un melocotón color carne pálida. Masticaba kikos MisterCorn y recordaba sus tesoros mientras gritaba por hobby sentado sobre una caja de plástico rojo de la marca Coca-Cola. Un día salió a la calle en blanco y negro de camisa y chaqueta y en calzoncillos a lo Geoff Stern y se fotografió a sí mismo con algún tipo de artilugio y nos mandó un póster con la instantánea. Lu se reía de nada y por todo y viceversa. Lu bailaba con la vida en un abanico de formas y colores y cuando ésta le pisaba el pie, Lu seguía bailando. Lu vivía perdido y feliz como una perdiz. Una vez se bañó en los charcos de la noche para hacerse unos largos y empapado hasta el yeyuno siguió bebiendo hasta el desayuno, que fue rico en sobrasada y en las lentejas de la cena. Lu tocaba el theremín y el acordeón y a menudo un arpa de boca que guardaba siempre en el bolsillo del pecho de una camiseta de Fido Dido que nunca se quitaba. En otra ocasión, Lu fue a depilarse la sobaca a la peluquería de Nati, entre comillas, y le confundieron con una bicicleta a la que se le había salido la cadena; y Nati se pasó la mañana subiendo y bajando las escaleras tosiendo y dando tumbos mientras fumaba tabaco rubio. Lu fue a navegar o de pesca con su padre, llenaron la cesta con tres coma catorce pares de botas, todas ellas del pie izquierdo; esa noche cenaron una ensalada. La madre de Lu era una excepcional cantarina en la ducha, aunque su higiene dejaba un poco bastante que desear; todos la queríamos mucho a ella también, lamentablemente firmó sin querer un contrato para cantar en el gran escenario de las nubes, y es tan estricto que no tiene tiempo para volver. Lu también perdió una pierna en un accidente con un yogur, y se hizo implantar un xilófono por tibia y un cascabel en el tobillo; el resto del pie era de un muerto. El vecino de abajo de Lu era un gitano con una especie de brújula tatuada en un lado del pecho que vendía perfumes en la placeta de los hermanos Arribas y que fumaba también tabaco, pero negro; tenía diecisiete hijos, diecisiete, y todos se llevaban bien. Lu jugaba al Tetris y al 25, pero nunca pasó del 13. Lu bebía moscatel on the rocks los días impares con un verde y observaba cómo el sol hacía crecer las plantas; los días pares las regaba. Cierta vez se vistió de gorila un día que no era de carnavales y comió bananas encaramado a las farolas; se lo llevó la perrera y nos cagamos de la risa. Cuando te sentías triste, Lu aparecía como un mimo y pescaba tus penas con un anzuelo invisible y los echaba a la barbacoa de mismo color para hacerse unas hamburguesas con queso como las de los niños perdidos; con patatas, refresco, postre y regalo. Cuando Lu iba a la playa, nadaba como una nutria o una suerte de cocker spaniel de pelo liso y surcaba las olas como un pingüino; aunque un día le cogió una despistado y tragó tanta mar que estuvo cagando líquido una semana. Volvió a nacer aquel día, pero igual que todos los demás días. ¿Qué más decir de Lu? Uno siempre se quedará corto hablando de Lu. Que me alegra haberle conocido; y que espero que no esté muerto, porque ya hace como casi tres cuartos de hora que no sé nada de él.

2.9.14

Un mochuelo.



         —La trampa del juego —mencionó el viejo Odinoco a modo de despedida— es que el tiempo nunca se agota, y uno sólo puede intentar perder su partida con la mejor puntuación que pueda conseguir.

         Las noches en el café Scolivola se habían vuelto de lo más solitarias desde la muerte de Graziano un año atrás y si uno se quedaba quieto un instante casi podría percibir el leve eco de las reuniones del Círculo que acá se celebraban; sin embargo ahora sólo se oye el tintineo de las cucharillas y un distendido bullicio aleatorio e inconexo.

         El Círculo era la ocasión perfecta, varias veces por semana, para que uno fuera quien quisiera ser, algo sacado de las reuniones del Club de la Serpiente, la montaña de la pitón, los alegres bromistas y los payasos sagrados. El Círculo era un círculo vicioso, como todos los círculos.

         Después de la muerte de Graziano todo aquello perdió el poco sentido que cualquiera podría encontrarle. La gente dejó de asistir, y ya sólo somos unos pocos los que nos dejamos caer por aquí de vez en cuando.

         Sorbí un poco de la espesa espuma de mi stout y abrí un viejo cuaderno de cuero por una página en blanco y me puse a rememorar, aún con algunas lagunas, una imaginaria travesía por el desierto.

         »Vagaba, una vez más o no sé desde cuándo, por el desierto. Un desierto blanco que no era de arena ni de hielo ni de sal. Un desierto blanco con un cielo blanco que apenas se distinguía en su encuentro. Un desierto horizontal donde uno sólo puede caminar hacia allá o acullá y aún así todo permanece lejos. Un desierto donde todo, todo, desaparece, o eso parece.
         »Anduve un rato que no sabría determinar y me salieron unas dudas al paso del tamaño de sendos dragones, así que di media vuelta y volví a empezar. Giré unas cuantas veces, hice círculos, volteretas y cabriolas, mas se tuvo que hacer de noche en algún momento aunque no me diera cuenta.
         »Tras una o dos eternidades retomé el camino recto, esto es: hacia adelante. Y, con una sonrisa revitalizante que encontré enredada en las costuras del fondo de mi bolsillo, no tardé en avistar en el horizonte un escorpión gigante aparente. Y han oído hablar de los gigantes aparentes, que sólo lo son en la distancia.
         »Cuando estuvo lo bastante cerca no era mayor que la palma de mi mano y yo, cansado de estar solo, se la ofrecí para que descansara. —Gracias —me dijo—, hace siglos que nadie se para a saludarme, todos me temen al verme tan terrible en la lejanía con estas pinzas y este aguijón; pero yo no deseo hacer daño a nadie.
         »Charlamos durante horas, tal vez semanas, y, después de un delicado silencio, me reveló que su veneno era lo único que podría sacarme de ese desierto. —¡Y me lo dices ahora! —le grité— ¡Llevo siglos andando y de cháchara con un arácnido cuando podría estar en cualquier otro sitio!
         »Confieso que me arrepiento de mi reacción, y es que con la golová hecha un caldo humeante uno no piensa lo que dice. El escorpión, asustado, habíame clavado su aguijón, inoculando el veneno y alejándome del desierto. Dejándole otra vez solo.
         »Desperté con resaca junto a una barca varada donde dos fumadores de hush se divertían con once onzas de peonzas y dejaban que subiera la marea.

         Aparté el cuaderno a un lado y me serví esta servilleta. Apuré la cerveza que quedaba y en mi cabeza mi voz me dijo: Los niños y los borrachos nunca dicen la verdad. Y escribí sobre sus pechos sospechosos, sobre cuánto la echo de menos.

Y un mochuelo
en cada uno
de los hoyuelos
de su cadera,
la ladera
de los olivos
y el olvido.

Y así nos fuimos,
                            cada uno por su lado,

                                                                 juntos.