2.9.14

Un mochuelo.



         —La trampa del juego —mencionó el viejo Odinoco a modo de despedida— es que el tiempo nunca se agota, y uno sólo puede intentar perder su partida con la mejor puntuación que pueda conseguir.

         Las noches en el café Scolivola se habían vuelto de lo más solitarias desde la muerte de Graziano un año atrás y si uno se quedaba quieto un instante casi podría percibir el leve eco de las reuniones del Círculo que acá se celebraban; sin embargo ahora sólo se oye el tintineo de las cucharillas y un distendido bullicio aleatorio e inconexo.

         El Círculo era la ocasión perfecta, varias veces por semana, para que uno fuera quien quisiera ser, algo sacado de las reuniones del Club de la Serpiente, la montaña de la pitón, los alegres bromistas y los payasos sagrados. El Círculo era un círculo vicioso, como todos los círculos.

         Después de la muerte de Graziano todo aquello perdió el poco sentido que cualquiera podría encontrarle. La gente dejó de asistir, y ya sólo somos unos pocos los que nos dejamos caer por aquí de vez en cuando.

         Sorbí un poco de la espesa espuma de mi stout y abrí un viejo cuaderno de cuero por una página en blanco y me puse a rememorar, aún con algunas lagunas, una imaginaria travesía por el desierto.

         »Vagaba, una vez más o no sé desde cuándo, por el desierto. Un desierto blanco que no era de arena ni de hielo ni de sal. Un desierto blanco con un cielo blanco que apenas se distinguía en su encuentro. Un desierto horizontal donde uno sólo puede caminar hacia allá o acullá y aún así todo permanece lejos. Un desierto donde todo, todo, desaparece, o eso parece.
         »Anduve un rato que no sabría determinar y me salieron unas dudas al paso del tamaño de sendos dragones, así que di media vuelta y volví a empezar. Giré unas cuantas veces, hice círculos, volteretas y cabriolas, mas se tuvo que hacer de noche en algún momento aunque no me diera cuenta.
         »Tras una o dos eternidades retomé el camino recto, esto es: hacia adelante. Y, con una sonrisa revitalizante que encontré enredada en las costuras del fondo de mi bolsillo, no tardé en avistar en el horizonte un escorpión gigante aparente. Y han oído hablar de los gigantes aparentes, que sólo lo son en la distancia.
         »Cuando estuvo lo bastante cerca no era mayor que la palma de mi mano y yo, cansado de estar solo, se la ofrecí para que descansara. —Gracias —me dijo—, hace siglos que nadie se para a saludarme, todos me temen al verme tan terrible en la lejanía con estas pinzas y este aguijón; pero yo no deseo hacer daño a nadie.
         »Charlamos durante horas, tal vez semanas, y, después de un delicado silencio, me reveló que su veneno era lo único que podría sacarme de ese desierto. —¡Y me lo dices ahora! —le grité— ¡Llevo siglos andando y de cháchara con un arácnido cuando podría estar en cualquier otro sitio!
         »Confieso que me arrepiento de mi reacción, y es que con la golová hecha un caldo humeante uno no piensa lo que dice. El escorpión, asustado, habíame clavado su aguijón, inoculando el veneno y alejándome del desierto. Dejándole otra vez solo.
         »Desperté con resaca junto a una barca varada donde dos fumadores de hush se divertían con once onzas de peonzas y dejaban que subiera la marea.

         Aparté el cuaderno a un lado y me serví esta servilleta. Apuré la cerveza que quedaba y en mi cabeza mi voz me dijo: Los niños y los borrachos nunca dicen la verdad. Y escribí sobre sus pechos sospechosos, sobre cuánto la echo de menos.

Y un mochuelo
en cada uno
de los hoyuelos
de su cadera,
la ladera
de los olivos
y el olvido.

Y así nos fuimos,
                            cada uno por su lado,

                                                                 juntos.

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