1.10.14

La vie en rose.


         Ludomir Siva no recordaba la última vez que se había sentido feliz de veras. Su sonrisa era desconocida por todos (los pocos que alguna vez hubieran coincidido con él), incluso por sí mismo, pues las pocas veces que pudiera haberla esbozado no tenía un espejo a mano para observarla; y en parte era por eso que no sabía reproducirla.

         Transitaba una vida gris en la que apenas tenía ánimos hasta para fruncir el ceño. Se deprimía cuando llovía, también cuando salía el sol, por lo que siempre se quedaba en casa con las persianas bajadas. Hacía la compra por internet y, cuando el mozo tocaba a la puerta para hacer la entrega, éste se encontraba con una nota junto a la mirilla que le instaba a dejarla sobre el felpudo y a largarse de ahí. Ludomir había heredado una pequeña fortuna que le permitía no trabajar y dedicarse por entero a su única afición (si es que se puede llamar así): sentarse en su butaca oliva y mirar fijamente el punto del rincón donde se juntaban los dos zócalos de sendas paredes con el suelo; aunque cuando la rutina se volvía insoportable reclinaba el respaldo para observar el blanco del techo. De hecho, no se podría decir que Ludomir Siva fuera un tipo triste, simplemente era aburrido, un coñazo.

         Una santera de Panamá, por vicisitudes del destino que serían muy largas de exponer, llegó un día a casa de Ludomir, y le ofreció un conjuro vudú que le haría ver la vida color de rosa, tan sólo a cambio de su mirada. Ludomir no pudo decir nada; se distrajo con las profundas pupilas de la santera. Y así, con su mirada, selló el trato.

         Ludomir tenía por costumbre soñar con una pared vacía o cualquier tipo de superficie lisa, pero aquella noche sucedió algo extraño que le hizo revolverse entre las sábanas: soñó figuras y formas. Al principio no eran más que polígonos bien geométricos, pero, a medida que sus ojos lubilubaban bajo los párpados,  éstos fueron tornándose curvilíneos, incluso esféricos, y esto mismo, oh amigos míos, para Ludomir era ya lo último de lo último: soñar en tres dimensiones.

         Después de tales ensoñaciones, justo a la mañana siguiente, nuestro querido Ludomir se levantó con un entusiasmo inusitado. Había cierto brillo salmón claro o quizá clavel o coral en el ambiente y Ludomir salió por la puerta con los pies descalzos y dando saltitos.

         El aire fresco acarició su rostro y sintió dos cordeles invisibles tirando de las comisuras de sus labios hacia el cielo, mas no se preocupó lo más mínimo; cerró los ojos y, por vez primera en su vida, relajó su expresión del modo más apacible que cabría imaginar.

         Con las mencionadas tonalidades, todo cobraba un nuevo sentido para Ludomir, las cosas dejaban de ser puntos unidos por líneas para convertirse en fuente de deleite para la contemplación. Los brillos y las sombras le producían un hormigueo en la coronilla y cada textura hacía tamborilear su estómago y el vello de sus brazos se erizaba. Tan en paz sentíase Ludomir, que se volvió rosa.

         La, hasta entonces, monótona vida de Ludomir carecía de tiempo y nunca aprendió a contarlo; pero se atrevió a pensar que pasó poco rato entre que aprendiera a ver el mundo y se quedara ciego.  Sí, amigos míos, Ludomir no tardó en verlo todo literalmente rosa, como si estuviera envuelto por un velo fucsia más liso que el techo de su pieza; buceaba en un mar de batido de fresa.

         De una persona como Ludomir se podría esperar que después de una experiencia como aquella, se viera desconsolado por haber visto y haber perdido, o cuando menos indiferente, acorde con su acostumbrada actitud; pero Ludomir sentíase feliz en su ceguera rosa, olvidando el vértice del rincón.

         Ludomir había aprendido a ver, tan sólo a cambio de su mirada.



No hay comentarios: