16.12.15

Mo.

Ayer no, ayer no, al otro, ocurrió una cosa.

         Circulaba distraído por la A-440 con una mano descansando sobre el volante y la otra escrutando los diales en busca de la emisora apropiada cuando algo impactó contra el parabrisas dejando una deliciosa mancha sanguinolenta con forma de charco y un manojo de plumas desperdigadas alrededor.

         Aceleré la marcha. Lo sentí por el pájaro, pero yo ya poco podría hacer, así que activé los limpias. Tenía prisa por llegar a casa y cortarme las uñas, pues me estaba quedando sin calcetines. Y además estaba todo aquel asunto de la fiesta de bienvenida de Bubbs, en el Diapasón, a la cual ya llegaba tarde hasta para la despedida.

         Dejé el coche en la esquina de Pachydermes con Testudo y enfilé la calle cuesta arriba cargando a mis espaldas el regalo para Bubbs; un pesado paquete cuyo contenido ignoraba. Cosas de los muchachos, les encantan las sorpresas.

         Cuando aún me quedaban unas cuatro cuadras para llegar a mi departamento, a la altura de la rúa Parnaso, me topé con el viejo Mo. Mo era el viejo mimo de mi barrio, tan viejo como el barrio mismo, y mimo desde antes de ser viejo; todo un personaje. Mo llevaba cada lado del rostro pintado de un color: El izquierdo era blanco como un periódico usado, y la fingida sonrisa rosa le llegaba hasta la oreja. El derecho, en cambio, era negro como una ceguera, y en la mejilla lucía un cuarto menguante pintarrajeado en dorado, o tal vez fuera una banana mojada.

         Me paré junto a él, pues me hizo un gesto con su dedo corazón enfundado en un guante blanco, y le pregunté que qué le pasaba.

—¿Qué te pasa, Mo? —le dije.

         Mo se señaló a sí mismo con ambos pulgares y después dirigió su dilatado índice hacia mi cintura, como refiriéndose a mi trasero, y al final se puso a dar patadas al aire con sus babuchas color crema. Yo le dije:

—Así que quieres patearme el trasero, ¿eh?

         Se llevó las manos a la cara como en aquella película de Munch, la del crío solo en casa, y, en un instante, se había encaramado a la farola trepando como un simio y me amenazaba desde lo alto con el puño y haciendo muecas de exabruptos.  

         Caí presa del pánico. Desde luego, eso no me lo esperaba. Dejé el paquete en el suelo y, con las manos temblorosas, me apresuré a sacar unas monedas del bolsillo y las arrojé en su sombrero. Tiré también la cartera y unos cromos que no tenía repetidos y salí huyendo calle abajo.

         Atravesé la praça do Ninho Basura como un salivazo de neutrinos y, al doblar por rúe Flâneur, me crucé con mi casera, maldita, y la esquivé de un quiebro. Galopé por los bordillos como si la acera fuera lava y terminé subido, no sé cómo, a la escalera de incendios de aquel edificio de ladrillo mustio y color de plomo que tan poco nos gusta y que tanto evitamos.

         Desde arriba, desde arriba huele a polvo en Estagira. El cielo se ve blanco como un oso polar albino y los coches no se escuchan, se oye un río. Un torrente de sollozos y quejidos en todas direcciones. Desde arriba lo sentí así y sentí pena. Y olvidé a Mo. Y me bajé.

         Llegué al Diapasón con una suela rota y la cremallera del forro atascada a medio abrigar. Me senté frente a Policarpo el fructífero bajo las torres del momento y solicité un chorrito de bilis negra que empapara la cerveza.

—Se te ve hecho un asco —dijo Poli.
—Yo qué sé —mascullé—. ¿Ha llegado Bubbs?
—Perdió el tren, ya sabes, la resaca.
—Eso está bien, yo hoy maté a un pájaro.
—¡Bah, seguro que se lo merecía!
—¿Y éstos? Quiero decir, ¿No vienen?
—Hasta mañana no creo que aparezca nadie por aquí, no hasta que llegue Bubbs. Tú has ido a recoger el regalo, ¿Verdad?
—Sí, sí, está donde Mo. Me la ha jugado otra vez.
—Estupendo.
—Oye, ¿Tú sabes qué pollas es?
—Ni idea, ya sabes cómo les gustan las sorpresas.

10.12.15

Pleura.

Bien, no sé cómo empezar esto. Es todo muy confuso. Las sienes me palpitaron al principio, estaba tumbado, y sentí como si la garganta se me precipitara hacia la pleura. Pleura. No estoy seguro de si se dice así. Pleura. Da igual. Me incorporé y la pieza se quedó así, torcida. Busqué las gafas en la mesilla y me topé con mi dentadura en su tarro, como un mal sueño. Mi cuerpo estaba definitivamente al derecho, tal vez algo inclinado, sin duda eran mis ojos, o algún cable acá metido, los que se decidían a quedarse del revés. Lo achaqué a que serían cosas de la gravedad y me planté frente al espejo y saludé al que hay tras él. No me vi muy diferente, al fin y al cabo, ¿quién mira a quién? O eso que dicen. No sé. De todas formas cada uno se fue por su lado y ya no nos volvimos a encontrar. Me puse mi sudadera verde, la de Carpio el carpintero. Y unos pantalones tal que así. Y lo de arriba por sombrero. Aboclé mis calcetines contra ese mueble de allí, dejando en el zócalo onduladas dunas de arena para gatos, con caca y demás; un asco. Y después compré bombillas, pero sólo se me ocurrió una, y bastante floja. De modo que, en fin, no sé cómo me dio por empezar esto. Supongo que ya no me palpita ni una sien, y me siento bien sentado. Me estoy bebiendo una cerveza y… bueno, ahora después me lio un cigarro. Mis dientes, los que sean, siguen en su sitio, juicio arriba, juicio abajo. Evidentemente. Y por el momento, en lo que respecta a la pieza, la de acá, tan torcida como siempre, quién sabe, los cimientos, quizá qué.

Roland Topor

31.10.15

Pregnancia.

aún quedan residuos entre las muelas de mi quijotera y las encías se dan sedadas con la remanencia de aquel velo. aquel vuelo sesgado bajo el cielo negro en duermevela. con agujeros por pupilas y vistiendo como piel las hojas secas, que se caen, que se embelesan. ese pálpito, ese rubor, como le llamen, esa llama que apago con las yemas y se queda en cada dedo como un dolor poroso y liberador que saboreo como el cortarse con un libro o el albor de una marea. a la mierda, qué más da. lo que importa ya nos avisará cuando llegue, yo qué sé, que nos pille donde sea. las cosas que he ido guardando las enterraré algún día bajo una equis en un mapa y diré por ahí me equivoqué, que solo me fui para volver y que, si a veces me escondo es porque, a ver, a veces me tengo que esconder. y que si alguna vez mentí fue porque me engañé a mi primero. ay, qué extraño es olvidar, qué duro desertar de un sueño y regresar a la calma donde nada pasa excepto el tiempo, que es de sal, y se cansa de descansar tirado así de tranquilo, estirado como un hilo o mil kilómetros. ¿qué esperaba? ¿despertar frente al mar y dispersar los cirros, los delirios, con un gesto? ¿apartar, de un plumazo, todo el plomo, todo el peso de este cuerpo? ¿o tal vez nada de nada o, más bien, justo lo opuesto? elige un espejo y dile que no, que mejor otro día, que yo no soy del todo el hoy pero tampoco soy universo garcía y por eso el poso de este dolor lo ahuyento aullando. que si dudando ya me cuelgan los pies por encima de la cabeza, imagínate el vértigo que se me vierte cuando me asiento sobre certezas. ay, ahora tengo muchas cosas en las que no pensar, tanto que decirme, tanto que escucharme, oídos sordos que hacer, tantas bocas que callarme. que si mi hogar está donde está mi trasero ahora encuentro que mi trasero no está donde lo dejé o que han cambiado la cerradura y mi llave se ve intrusa. orfebre de la excusa destartalada, alquimista de la aprensión, mequetrefe a secas, quincalla, fruslería. ahora elige otro espejo y dile que no, que me siento mejor, que sonría. que si pasa lo que pasa es porque pesa lo que pisa y que, a veces, con las prisas, lo que pesa es lo que pasa y lo que pasa es sólo brisa. alivia el escribir, es mi tesoro, mi sonrisa. mi pedazo de no ser que apacigua la virulencia movediza de mis tripas. vuelve a empezar. la vida es corta. la muerte es lenta. finge que esto no es un sueño y despierta soñando. que la esfinge no es nada sin su acertijo y, esto me lo dijo un viejo, que el laberinto no está en los muros, sino en el seso, y que hay un pez en mi barriga que me da paz, y por debajo sólo hueso. 

Edvard Munch

19.10.15

Calabaza.

Tengo una bicicleta con una rueda rota en la esquina de mi pieza, junto al perchero y el armario. Es un armatoste naranja caramelo con las llantas de mostaza y se anuncia como la Calabaza de Orión, todo un escándalo.
Desde luego no es de mi talla, se ve como un juguete. Y si no fuera por la rueda y mi avería ahora mismo estaría pedaleando y no andando pedo y en calcetines, che, dónde hemos llegado.
La razón por la que te escribo esto es porque me he fijado en que me gusta que esté así, rota y bien rota. Y pensé que era importante que lo supieras.
Creo que la Calabaza de Orión tiene, al menos, tres marchas. Pero ya sabes que yo de eso no sé apenas y cojo el piñón de en medio y con las mismas subo o bajo a donde sea. Son cosas nuestras, no nos importa mucho.
De todas formas no sé si llegaré a llevarla al taller, porque antes tengo que comprar un acuario nuevo y mayor para la tortuga y también trasplantar esa rama que encontré, todo crece y, sabiéndome, va para rato.
Pero me paro a pensar y, espera, volvemos a la vieja ruda y pendeja rueda que encima está rota y que se ríe bajo el polvo del neumático dislocado. La veo por el rabillo y se me eriza la nuca y me molesta su sonrisa torcida y sus radios oxidados. Me asquea ese gesto encorvado con las pastillas de freno fruncidas y ese mirar de manillar por encima de la horquilla. ¡Vaya un velocípedo!
¿Cómo iba yo a cabalgar semejante rocín, tal artefacto? ¿Acaso no se ha convertido ya en un mero cartabón con sendos círculos en el bodegón que es mi pieza? ¿Y en qué me quedo yo, entonces, tornado simple pincel con cerdas por cabello y un herrete en el pescuezo?
¿Cómo iba a cabalgar siquiera, con este cuerpo que es de palo, tronco muerto, barnizado? ¿Cómo…? ¡Cómo!
Como comprenderás, todo este asunto quizá me desquició. La rueda rota y ese rollo. La Calabaza en mi pieza, bajo la ventana, en pleno Ochobre. En fin. Todo benne. Cebá el mate.



15.10.15

Está silbando la cafetera.

Está silbando la cafetera. Nahuel dormita en el sofá sobre un manto azul impregnado de elefantes. La estantería yace tranquila. Aquella bombilla descansa. Renton ronca en silencio en su cuarto envuelto en cables y mi pieza aguarda vacía a que alguno como yo vaya y la duerma. Es de noche, cualquier día, tal vez miércoles.

Se enciende una bengala. Respira. Soplan las torres del momento en la penumbra y se percibe un murmullo, un leve murmullo. Como el hueco  vacío y sordo que dejaran aquellas maletas tuyas en el polvo y todos los cachivaches y mamotretos que olvidaste. Como aquellas huellas que dejamos y que nunca volvimos a pisar. Como aquel qué, como este silencio.


Me olvido y vuelvo a empezar. Necesitamos, lo primero, una buena excusa. Después confiar en una aguda improvisación e ir desarrollando la estratagema bien poquito a poco. Sin precipitarse. Es importante llevar un buen corte del pelo  e ir debidamente aseado y afeitado. No problemo. 

Comienzo, pues, esperando el autobús. Está silbando la cafetera. Suelto chapas relucientes y me devuelven un papel grasiento. Ahora viajo.

Añoro las aves en el portaequipajes y los ceniceros colmados y las cintas de velcro en lugar de complejos cordones. Añoro los polos de Popeye y el no saber qué comió aquél ayer. Añoro guiñar un ojo y que al abrirlo aparezcas tú con un paisaje cualquiera y que seas tú. Y hasta aquí.


Cara B. No te encuentro. No me encuentro. Descansas bajo mi pupila aun cuando no te sueño y lo demás no es más que atmósfera. Pero a mí me arrolló la corriente y ya no sé ni a quién le escribo, reflejado en la luna reflejada en un charco.

Me apeo en la siguiente, lo prometo. Y pasa la estación, pasa la vida, pasan los letreros, los malos recuerdos, la buena onda, los viejos remordimientos, los reproches astillados. Esa flor brillaba, hoy es tarde, no la has visto. Cómo se va. ¿Cómo te va? Parada en curva, no se tropiece.

Es de noche. La luz de los faroles se esparce naranja por el asfalto. La basura retoza en su rincón y las sirenas cantan a unas manzanas con la garganta partida y suero y ruido de motor. La hora afilada en Metrópolis sin sombrilla ni chaleco: un desastre.

Aquí tengo que empalmar y el jodido bus no llega. Tengo dedos de mimbre y los monchis me hablan en otomano con queso de cabra y maldita sea la hora en la que me veo yo, aquí, otra vez.

Y pensé que sabría evitar la vieja claustrofobia cuando me encontrara en esas, pero entonces apareces, ahí, justo entre el lado de acá y lo de fuera, con los brazos extendidos, ay, y después de tanto tiempo, y estamos distintos y es lo mismo y ya me distraje otra vez, quién es tú, dónde estás yo.


Me olvido y vuelvo a empezar.

Es de noche. Está silbando la cafetera. Suelto chapas relucientes y me devuelven un papel grasiento. Ahora viajo. Por la ventanilla me veo a mí, refractado, y detrás los coches en estampida, las alcantarillas, los destellos de los semáforos. Me apeo en la siguiente, lo prometo. Hace calor y me sobra esta chaqueta y es de noche y ya no llego.

Y luego estás tú, cualquier día, y esa luna, y nada más.



4.10.15

Iguana.

Al salir por la portezuela del rellano cerré los párpados e imaginé que daba vueltas sobre mí mismo y que el fingido hilo que dibujaba el eje sobre el que giraba configuraba el profundo ojo del remolino en que me había transformado. Hice esto para evitar marearme.

Levanté la mirada y ya nada estaba del derecho. Por ejemplo, la calle Lampo debería estar a mi izquierda y sin embargo se encontraba justo debajo de mí. Algo parecido ocurría con la pajarería de la señora Levono, que acostumbraba a ocupar el local del chaflán de rúa Testudo con Pachydermes, dos cuadras a mano derecha, y esta vez se había instalado junto a mí, justo a tres palmos de la manga de mi chaqueta.

Pasé, al menos, un buen rato sin moverme del sitio. Meciéndome acompasadamente con el respirar de los adoquines. En cada bar exquisito se bebía vino joven y las farolas lucían ramos de flores amarillas cada doce pasos, más o menos. De las alcantarillas pude apreciar que emanaban todas las meteduras de pata de la semana pasada, según qué edificios anduvieran cerca.

Algo llamó mi atención por un flanco y, al volverme, lo demás se vino conmigo y tuve que estirar bien la espalda para que no me molestara tanto peso. Cargué con todo, lo viejo, lo nuevo y también esos enchufes resfriados que se visten con el polvo y que tosen esputos eléctricos cuando se les hace cosquillas con alguna clavija bien afilada. No por nada, más bien por si acaso algún día los necesito.

Deambulé por las orillas de cemento desoyendo las fachadas y procurando escuchar algo en cada pieza, como quien juega con la rueda de una radio y se desplaza resbalando entre diales sin saber qué día es ni si tras la persiana se esconde una luna, una persona, o si se trata tan sólo de una piedra perdida en el firmamento o tal vez un níscalo pisoteado en el asfalto.

Se oye un ruido blanco que envejece y se hace gris, se enmudece, se asesina; hay una vieja canción que entorna sus brillantes pupilas al verme así, tan sentado y con los pies colgando de una página, y acaricia en silencio mi contorno, que se embelesa acurrucado.

No logro recordar esa palabra, esa que es blanda como un trozo de domingo un octubre por la tarde. No consigo acordarme de aquel verbo, aquel verbo cálido que nos esculpía arrugas de alegría en cada poro. He olvidado esta sílaba, y la otra, y se me aprietan los labios bajo los dientes con las cortinas echadas y la tetera rebosando, vacía.

Y yo que quería escribir sobre los cordones de unos zapatos.

Trepé erguido por la calzada y pateé una lata vieja que se cruzó a mi paso. Busqué respuestas y no hallé más que mentiras. Indagué para ver si encontraba, al menos, alguna pregunta y me vi solo y con la duda, atiborrado de pragmatismo y jarabe de eucalipto para la tos.

Al final supe deslizarme como un lagarto por los canalones y ya se sabe: desde arriba se ve todo como subido a algo. Y todo es más pequeño pero uno no es necesariamente más grande. Y a todo se le adivina la incipiente calva en la coronilla desde esta perspectiva. Y con la lengua silbando entre unos dientes de reptil uno no oye verdaderamente lo que se dice por ahí, sino que palpa las atmósferas y se escabulle cuando es lo más útil.

Así pues, me deshice. Aparté las escamas que me sobraban y las dejé bajo el escaño de la cocina, junto a las macetas secas y las bombillas derretidas. Apuré un último aliento, magullado, y cubrí de cenefas las bisagras de mis sienes. Hay que ser más líquido, tener algo de vapor —leí escrito en cada quicio—, un tanto menos de carne y, sin duda, menos de superficie.
 
Lynnette Shelley

26.9.15

por la tarde.



por la tarde naranja naranja azul y comisuras en los labios.
por la tarde la espuma reseca espuma agrietada somnolienta del café que ya no fue.
por la tarde negro el cielo negra la acera negra la farola.
por la tarde huele a basura huele a mierda y por la tarde pasa un camión que pasa una moto que pasa la tarde por la ventana.
por la tarde no hago nada.

por la tarde fumo el hábito y me visto de ceniza y con el polvo me hago un peinado.
por la tarde la desenvoltura de los panales de plástico y las ramas secas.
por la tarde dioses de luz, ídolos de barro.
por la tarde enciendo la bombilla enciendo la lámpara soplo suspiro no me entiendo me apago.

por la tarde las estrellas, las cansadas, jumdirillas, apretadas.
por la tarde azul azul negro y la blanca sonrisa blanca púrpura.
por la tarde ojos descalzos, tripa roja, pies vacíos y callados los dedos.
por la tarde miro al techo.
por la tarde me sonrío.


por la tarde me distraigo, también lloro, parpadeo largo, tumbado y tendido, rendido, y me dejo caer caer caer por los resquicios parpadeo resquicios parpadeo parpadeo.

por la tarde el hielo se derrite y sube la marea.
por la tarde damos vueltas y más vueltas para que las agujas giren y den vueltas y giren y se haga tarde.
por la tarde se esfumó el ímpetu de las tostadas crujientes tostadas y sólo quedan los escombros del váter cigarro café váter y una amnesia.
por la tarde estoy cansado.
por la tarde no hago nada.
por la tarde lo hago mal.
por la tarde me repito.
por la tarde me repito que por la tarde de mañana no será como hoy por la tarde o como ayer por la tarde, que es lo mismo.
por la tarde es lo mismo.

por la tarde otra vez.

Edvard Munch

14.9.15

Patafísica de una silla.

Hoy me senté en una silla. A cada lado, sendos sofás, y sin embargo escogí esta silla. Coloqué una toalla doblada a modo de cojín y ahí mismo acomodé mi propio culo y ya no me moví. Por supuesto me levanté esporádicamente para ir al retrete o para agarrar otra cerveza, pero hasta ahí la aventura de hoy. Hoy, solo, me senté en una silla.

La rectitud de mis ángulos —véanse rodillas, cadera y codos— sólo se ve desnudada por la curva de mi espalda que me dolió por la mañana. Y por la forma de mi cráneo. Y por las formas que imagino.

No he sido un despojo hoy, y eso es justo lo que me preocupa. Dediqué las horas en la silla a algo que sirve para algo y de todas formas creo que ha sido un día perdido. Pero no por sentarme en una silla, desde luego.

Hubo un punto en que terminé ese algo para algo y lo terminé con un punto.

Y después volví a estar solo, sentado solo en una silla.

Me dije: ¡Haz algo más!

Me dije: Sí, ¿pero qué?

Sentado en una silla no hacen falta más que las manos y del cuello para arriba. Y si acaso la barriga. Que se nos llene, que se nos rasque.

Escribí otra vez. Ayer lo hice también, pero no en esta silla.

Ahora estoy oblicuo.

Ahora estoy sentado.

Me dije: Escribe lo que sea, que más da, si ya está todo inventado.

Me dije: ¿Qué tal sobre que hoy me senté en esta silla por yo que sé y no me salió mal del todo aunque al final no haya hecho nada?

Después me miré el ombligo.

Después seguí sentado.

Hice inventario de todo aquello que tenía a mi alcance —véanse bolígrafo, papel, papel, tabaco—. Pero detengámonos aquí y démonos cuenta de que sólo son cosas, como esta cosa o esta silla; que lo que está alrededor de lo que está alrededor se tiene siempre, esté uno de pie o tumbado.

En fin.


Me levanté al despertar y desde entonces estoy sentado.

Vincent Van Gogh

4.9.15

Tokio.

Aquella noche salí con las prisas y los cordones sin atar. No hay tiempo, me decía el reloj, no vas a llegar. Las luces y los escaparates corrían a mi alrededor y en dirección contraria, y el perenne bullicio de la ciudad vibraba a cada paso entre restaurantes de fideos y carteles luminosos y parpadeos y ojos rasgados.

Doblé una esquina y me encontré con otra, zigzagueé, esquivé carritos de pescado, crucé la calle, chilló un claxon, cantó una sirena, calló el tráfico con la luz roja al otro lado y me encontré otra vez perdido en este desorden urbano tan cuadriculado.

Pausa.

—Perdone —le dije a un nativo de rostro serio y trajeado—, ¿Sabe usted dónde está eso que ando yo buscando?

 Me hizo, al menos, tres reverencias, y se fue saludándome con la mano, diciendo algo así como que no hablaba mi extraña lengua, o que tenía más prisa que yo, o que no sabía nada de nada y se limitaba a disimular bien vestido como yéndose al trabajo.

Miré al cielo y era púrpura. Había dejado de llover esa misma tarde y desde entonces las aceras sólo lloraban por debajo de los charcos. Vi mi reflejo en uno y me reconocí, pero no era mío, era del charco. Hacía frío, como un viento mentolado, y entonces caí en que no sabía ni volver, que ya ni era tarde ni pronto, que la hora se había pasado.

Tiempo.

El tiempo se detuvo. Fue apenas un segundo, pero yo lo percibí; un instante helado en el que las cebras caminaron por sus pasos y las cuerdas de los cometas allá arriba oscilaron conformando un acorde suave y curvo como el contorno de una guitarra. El silencio se hizo sólido entonces, pero, como ya dije, no fue más que un soplo.

Cuando todo regresó a su normalidad aparente yo seguía en mi lugar, estupefacto. Nadie parecía darse cuenta de todo lo que giraba alrededor y continuaban con sus andares  sin moverse del sitio y ahora la luz verde, continúe, ya me aparto.

Finalmente, di con el camino de regreso y llegué a mi pieza bien cansado. Aboclé mis pies impregnados de la humedecida pelusa de calcetín y me quedé observando el indeciso palpitar del filamento en su bombilla. Ahora me enciendo, ahora me apago. Y entre tanto ese murmullo me arrulló, me alejó, me llevó a otro lado.

Dan Kitchener

29.8.15

Noche de Alegría.

A eso de las nueve me puse unos pantalones, me enjuagué la boca y marché al Noche de Alegría. Por el camino me encontré con El Cejas, bastante desmejorado, blandiendo un chubasquero por sombrilla en plena noche y con el vulturno condensándosele por la frente calva y sin un pelo. Le hice un gesto con el mentón, pero él miró hacia otro lado como fingiendo estar investigando, buscando pistas, perdiendo el rastro. También yo me desentendí y crucé el umbral de la tasca apartando la cortina de abalorios con un brazo y saludando a las moscas que pasaban con el otro.

Cinco ojos se me clavaron, cinco; contando con el vago de Sagres, que se llevó un disgusto jugando a los dardos aquella vez. Pazzi volcaba una bolsa de hielo en el cubo del derretido y me sonrió una mueca a medio desdentar. Julio, por lo pronto, sólo me miró aferrándose al tubo medio vacío y con el ceño fruncido como una concertina. Me sequé el sudor de las manos en las perneras, hice crujir mis pulgares, y atravesé la maraña de taburetes para llegar a la barra.

—Pazzi, Pazzi —farfullé—, Pazzi, dame algo sin alcohol, que hoy me siento  enfermo.

Pazzi me enseñó otra vez su incisivo amarillo e hizo saltar la chapa de una botella de cacao con un tenaz giro de muñeca.

—Gracias —le dije—, esto voy a tomármelo ahí atrás, en el patio, con lo mío.

Salí por la puerta trasera y me senté en la silla oxidada de la esquina, junto al fresco. Encendí un canuto, me recosté un poco, así, y respiré observando a través del humo aquella blanca sonrisa blanca tumbada en medio del vacío del cielo nocturno. —¡Ay, quién durmiera así de feliz sin ni una estrella alrededor! —me pensé— ¡Quién pudiera conciliarse y ser un sueño y no un letargo!

—¿Interrumpo? —era Sagres— Estaba ahí dentro… y olí… ya sabes.
—Ya sé —mascullé, fastidiado—. No, claro, siéntate.
—Bien —dijo, acercando otra silla—. ¿Qué hacías?
—Oler —Sagres rió, yo torcí el gesto; se había sentado a mi izquierda dejándome ver sólo su parche.
—Yo llevo todo el día apestando a pescado frito —empezó a decir, hurgándose la roña bajo las uñas—. Ya sabes…
—Sí, es jodido.
—Y encima ahora no los pesco como antes ¿sabes? y se me escurren y me salpico por todos lados. Mira como tengo esta mano. Pero lo peor no es esto, ni el aceite hirviendo, ni el olor, ¿Sabes qué es lo peor?
—Escucha Sag... Joao —dije con la mirada azul—, Joao, he tenido un día raro hoy y estoy muy cansado. Sólo quiero tomarme mi cacao y embotarme un poco. ¿Qué te parece… qué te parece si me lo cuentas en otro momento?

Giró la cabeza primero para orientarse hacia la tasca y enseguida su cuerpo la siguió adentro. Yo me quedé mirando cómo la puerta se cerraba y, meditabundo, sorbí el cacao, fumé otro poco, y me lamenté por no escuchar.

Posé la colilla en la repisa del ventanuco y volví dentro. Me levanté muy rápido, pensé, me da vueltas el qué y el suelo. Esos dos me están mirando otra vez y ahora me falta el ojo del tuerto. Maldito chocolate de sucedáneo de plástico, maldita viscosidad, malditos mis pantalones. ¿De dónde sale tanto barro?

—Chico —dijo el ceño fruncido de Julio—, chico, muchacho, vaya carita que llevas, ¿Qué te has tomado?
—Lo tengo por las rodillas —musité, y me dio un calambre en el puente.

Me quedé suspendido por la tripa de una catenaria y al caer, ingrávido, fui a dar con la copa de una nube o una suerte de superficie atmosférica y justo debajo se podía respirar y la esclerótica empalidecía aliviada y no sé qué más, todo fue un número.

Las luces se extinguieron. Se oyó un grito.

—¿Quién llama? —mi voz afónica.

Ahora un chasquido. Y otro, y otro, y otro. Y se me escapó algo por un descosido del bolsillo que me rozó la mano con un tacto agrietado y frío, como un ruido sordo o un beso partido. No hay nadie alrededor, pensé en la oscuridad, no hay nadie conmigo. No encuentro qué estoy buscando. No sé ni lo que he perdido. Me he olvidado de olvidar, y ya sólo recuerdo lo que nunca fue mío.

—¿Pero a quién quieres engañar —éste era Julio, clavando su pupila azul en mi pupila—, si sólo te mientes a ti mismo?

Roland Topor

19.8.15

Telmo.

—No recuerdo haberme desvanecido —mencionó Telmo, llevándose una mano al cogote—, tan sólo me desperté.

La ciruela amarilla a medio comer que yacía en el plato frente a Telmo no respondió, sino que permaneció oxidándose con quietud y la pepita casi desnuda. En el suelo, los fragmentos de un vidrio seguían húmedos y en silencio. También calló el palpitar bajo los tímpanos y se tornó mero pulso de metrónomo.

 Telmo miró alrededor y en seguida percibió que algo en la pieza había cambiado. —Creo que soy yo —musitó, y parpadeó un par de voces. Desoyó  ambas pestañas y regresó al sordo metrónomo. Y Éste se volvió espiral, y esta última un crótalo del desierto. Y, al final, arena.

Un chasquido devolvió la pieza a su lugar, y Telmo suspiró con un sueño velado entre los labios. Se palpó los dedos y no halló más que yemas. Se levantó, dio un par de pasos; pero no se movió del sitio. Volvió a sentarse, y no tardó en morder un pedazo de la ciruela. Telmo sonrió, y miró al vacío mientras masticaba. Y así olvidó que había despertado. Después de todo, se durmió. Y, al final,
arena.

Goya

11.8.15

Bo.

La otra tarde estaba yo mirando a las palomas mientras las sombras se nos ponían largas, e hice un gesto a Bo con la mano estirada para pedirle otro papel. —Te advierto —dijo con una profunda voz— que esto que te ofrezco tiene, al menos, una pega—. Agarré la mortalha y pensé en mi papel, en quién es quién, en qué pantalla. Me vi tiritando y siendo títere de un guión y eso no me gustó nada. Elegí una butaca y me puse a mirar, pero apenas se entendía nada entre acto y acto y, aburrido y con el culo dormido, regresé a las palomas y al tabaco de estraperlo desmigajándose entre mis dedos. —Dame otro —apunté—, que se me voló—. Me lo alcanzó, lo extendí, y lo lié con destreza para terminar lamiendo la única pega. Y entonces lo entendí, lo encendí, —Bo —tosí—, este papel es perfecto—.

1.7.15

Recortes del Terraza.

Lo primero que pensamos al ver al Pony entrar sin zapatos fue qué coño habría hecho con ellos. —Se te ve muy ligero —dijo Pete, señalando los tobillos de éste con el dedo. —Sí, los zapatos, ya… —balbuceó el Pony mientras agarraba el whisky que le alcanzaba Teo— se los he vendido a un yonqui por un cartón de vino y tres cigarros; olvidé la cartera en casa, son cosas que pasan.

*   *   *

A la hora del cierre siempre hay un par que se quedan acá y acullá, desperdigados por la barra como las migas de otra, pero de pan, y sin olivo al que volver. Disimulan eructos con tos de pantomima y dan vueltas a sus vasos con los dedos esperando a que el hielo se derrita y les engañe la marea. Si acaso apartan los pies cuando pasa la escoba, incluso puede que se vayan pasado un rato. Pero siguen ahí siempre, junto al grifo, y esas gargantas no descansan.

*   *   *

—Yo estoy, por ejemplo, que no aguanto —mencionó—. Es un sinvivir, un tormento. Los días se me deslizan con el desasosiego del que no quiere ni mirar y sólo me sale quejarme. La culpa siempre es de los demás y en cuanto me paro un poco veo que tal vez, quizá, sea un poco mía y si me detengo del todo ya no puedo evitar culparme a mí, que no he hecho nada, y justo de eso se trata y al final, mira, no sé. Es como cuando… yo qué sé.

*   *   *

Melvin alcanzó el lavabo y cerró el pestillo soltando un resoplido. Casa, aquí nadie te mira. Se sentó sobre la taza sin mirar si estaba mojada y se apoyó de costado contra la pared con las pupilas perdidas en sí mismas. De fondo se percibía la música de las cañerías y el bullicio del bar en la sala contigua. Alguien meaba en el váter de al lado y otro más allá perdía la dignidad por la boca en el siguiente. Verás cómo vuelvo yo ahora, si no es haciendo zigzag por las esquinas y con la baba derretida en las mejillas. Verás cómo me encuentro justo con sus ojos y se me desconcha el yo al verme visto por ella. Verás cómo me olvido de todo y mañana me sonrío y me engaño y no me entero.

*   *   *

—Lo triste, después de todo —dijo con la voz rota, casi en un susurro— es que ni siquiera me acuerdo de la última vez que nos vimos, qué le dije, o cómo llevaba el pelo. No recuerdo si era de día o de noche ni si me importaba de algún modo. Ya sólo me acuerdo de mí tratando de recordarla y eso me pesa en los párpados y entonces me entra el sueño y me duermo y después nada, no los tengo.

*   *   *

Los martes y los jueves, cuando nos pilla entre semana, sacamos los trastes a pasear y las bolsas de plástico del chino repican como las campanas de San Miguel y el aire caliente del subterráneo nos embota el coco y háztelo tú, que yo tengo las manos sudadas.

*   *   *

Por detrás, bien al fondo, una oruga sin narguile hacía oes con un canuto y mascullaba entre sendas tenazas que no hay más fraude que uno mismo, cuando se sienta frente al espejo. Después el humo. Y se desvanece.

Ralph Steadman

26.6.15

Parábola del anzuelo.

Mordí el anzuelo y la encía me sangraba a borbotones toda descosida y ¡ay, la vieja dentera! Escupí flema y mala baba y me quedé así, con ese gusto a hierro en las pupilas y el paladar arenoso y un palpitar atrás, bajo la muela. Al tratar de decir algo, yo qué sé, o preguntar por qué coño qué, la mandíbula se me salía tal que así y con el mismo chasquido volvía al sitio y ¡ay, el rechinar quejumbroso de los dientes! Ni deambulando sin camino dejaba atrás mi desdicha, mi desgracia, mi oh, joder, vaya putada. Me tuve que dejar las uñas crecer para así poder hurgar en mi propio cerumen y sacarme las voces que se habían quedado ahí pegadas, volví a hacer pelotillas con la pelusa del ombligo sólo para tirárselas al vecino cuando anduviera distraído ¿Y qué carajo si tras tantas larvas me quedo mirando las lentejas que planté? Si después de lo que viene después uno sólo puede seguir o volver a otro principio. Es lo que pasa cuando te crías entre crustáceos, que acabas enredado entre las algas o bien crujiente y con el pecho lleno de sopa. Y te miras al espejo y en verdad te ves bien y esa sonrisa te sonríe y esas arrugas en las comisuras de los párpados ¿cómo podrían tratarse de un disfraz? Pero son esas ojeras, esa misma lobreguez velada en la mirada la que humilla al rostro y lo delata. La misma que también sonríe en la llana cara del cristal y se derrama líquida entre los síndromes y ya no sé qué devora a quién ni a qué hora se paró el reloj ni por qué me encuentro ahora como si no estuviera buscándome. Agarré, pues, una pieza de madera y lié en ella el sedal. La brisa enmudeció y una nube se deshizo al fondo, cerca del cielo. Una suerte de escarabajo vino a posarse en mi pie descalzo y moví los dedos para ver que hacía. Me distraje con un pestañeo y al volver, ya no estaba. Y agarré la última larva y la ensarté en el anzuelo. Y después volví a morderlo.


15.6.15

Togegoboge.

¿Dónde está el pez? Apesta bajo la mesa, pero no está ahí, ya he mirado. Huele a asesinato de un pedazo del ser, a mala suerte, a culpa. Hay una mosca en cada sopa y los lagartos escapan del terrario con la parsimonia de un grifo que gotea herrumbre y cal. Rostros de porcelana me miran así de pálidos y la urraca sobre la estantería parece haber sido disecada por un taxidermista daltónico. Había un retrato en la pared de un tipo de espaldas y aquello era porque el pintor no sabía dibujar narices debido a otro trauma de la infancia ¿Dónde está el pez, si de todas formas las nucas se le daban de fábula? Bajo la alfombra de piel de dálmata se aprecian quizá cúmulos de polvo, pero del pez ni idea, y hasta el ruido de los electrodomésticos está averiado y el silencio suena turbio y frío como el café derramado sobre el mantel. Los párpados de la ventana lucen aún las huellas de los dedos de un ancestro extraviado que un buen día empezó a arrancarse una costra en la rodilla y, cuando quiso darse cuenta, se había quedado sin cuatro capas de pellejo y con aún menos vergüenza. En esas no hay botón que te libre, como cuando te precipitas por el hueco del ascensor o te quedas sin semillas ¿Y el pez? Que cuando trato de encontrarlo, ahí mismo aparece otra cosa. La otra noche, sin ir más lejos, le hicieron la cesárea al gallo de la familia y le extrajeron una fiebre taciturna y tramposa con las manos húmedas y ladrillos en los bolsillos; después hicieron caldo con los restos y de ahí vienen las moscas. Pero más tarde, cuando se hizo pronto, el cirujano licuó un puñado de glándulas que tomé sin pan ni nada y aquello me quemó en la boca del estómago y la boca misma protestó mascullando que para qué. Y es que las propias tripas nuestras nos ven como fetichistas de los lazos en el cuello, que cuando no nos visten las corbatas nos subimos al cadalso. Que por la noche, antes de dormir, guardamos los globos oculares en tarros de aguardiente sin darnos cuenta de que es justo cuando más los necesitamos, que corremos las cortinas cuando amanece y apartamos las arañas de las esquinas sin saber que lo que hacían era tejer la bufanda que nos arroparía la tormenta del martes siguiente y así nos quedamos con los calcetines llenos de agujeros y desoyendo la voz que nos insta a que afinemos. A todo esto... ¿Dónde está el pez?

Ralph Steadman

7.6.15

Ahae.

Siento el corazón oprimido
por todas las cosas 
que no llego a entender.
—Rudyard Kipling


A veces echo un vistazo a lo que soy y me da vértigo. No por mí, sino por los demás, a los que veo como reflejos de lo que quisiera ser. Y me veo pequeño, en una butaca, mirando la obra en la que yo mismo soy protagonista, en el papel de mero espectador.

Y entonces pienso: ¿Por qué carajo cruzaría el pollo la carretera? Y una voz que está en mi cabeza, como todas pero de otro modo, me dice que estaba aburrido de ese lado. Y otra, que suena parecida, musita que tal vez escapaba; y otra ronca y rota masculla entre dientes algún sinsentido mientras las demás, aún con el vértigo del que observa, prefieren cerrar el pico.

Por eso nunca termino un poema y mis relojes tienen frío y tiritan haciendo tic tac tic tac y extraños ruidos y me observo en el espejo y son mis cicatrices las que se visten de mí y las que salen a la calle cada día con mis calcetines puestos y haciendo trampas con las horas.

Otra garganta eructa tres versos desnudos y éstos mismos se me enredan bajo las uñas como ese algo fantástico que uno ve mal y de lejos, que ni con gafas se distingue, y que después no sabe expresar. Pero, más que lo que dejo, es lo que escojo. Así que nada.

Cada vez que me detengo no me sale más que aire, ya sea complacido o resoplando, y pienso que eso justo es lo que hacen las plantas y en cómo de verde se me ha puesto la cara.

Y qué voy a saber yo, me pregunto, si cuento mis pies cuando camino y ni sé cuántos dedos tengo. Que más que la pecera soy el líquido, y que el pez nunca será mío, pero está por acá, bien dentro.

15.5.15

Trilogía de la caca (III).

         Apuré el vaso y pedí a Poli que lo rellenara mientras yo cambiaba el agua a la aceituna, la historia me había estimulado el esfínter y tenía que abrir la veda. Zozobraba intentando mear dentro y, con la mirada estrábica, perdida en el chorro que yo mismo había creado, me quedé pensando en Marco, reducido a un despojo de caca, sudor y lágrimas y solo en medio de una ciudad ciega y sorda que nada más que apunta con el dedo que nos duele y vi que el rollo de cartón ya no tenía papel, y pensé que jamás volvería a salir de casa sin uno.

         Tiré de la cadena de la que colgaba una etiqueta con la inscripción “fin del mundo” y me acerqué al lavabo un instante, aunque no me lavé las manos antes de salir.

         Cuando volví a ocupar el taburete junto a la barra, descubrí que había llegado otro parroquiano al Diapasón, un tipo calvo, que por cierto se llamaba Ruskin, y que bebía cerveza mientras contaba en voz alta cómo le había dejado su mujer.

         —Estaba yo, tranquilamente en mi sofá, viendo el combate, cuando viene Gloria, mi mujer, y me suelta: Ruskin (así me llamo), he visto una rata en el cuarto de baño. Esperé a que terminara el asalto mientras bebía mi cerveza, ya sabéis cuánto me gusta a mí beber cerveza mientras veo cosas, y cuando terminó, me levanté y cogí la escopeta para matar al bicho con la culata. Pues bien, entro en el baño, y descubro que la rata está agazapada sobre la taza, meando dentro del váter, y que justo después trepa hasta la cisterna y tira de ella. Imaginaos cómo nos quedamos Gloria y yo, Ruskin. Llamamos a la tele y hasta nos hicieron un vídeo reportaje y todo y luego empezaron a llamarnos para dar espectáculos en grandes teatros, incluso llegamos a vender los derechos de imagen de la rata para una telenovela de tres temporadas con película como colofón. Después llegaron las revistas de cotilleos y los paparazzi, no sé si recordaréis aquella dichosa rata.
         —Pues… no —dijimos todos a coro.
         —Total, pues que esa rata se ha ido con mi mujer. ¿Y sabéis que me dijo ella? ¡Que era porque el jodido roedor al menos no dejaba la tapa del váter levantada! ¡Já!
         —Eso es justo lo que suele pasar cuando uno descuida alguno de esos arbustos—musitó O’Mbl, para asombro de todos, tras despertarse con uno de sus ronquidos.
         —¿Qué quieres decir con eso?

         —Que deberías haber aplastado aquella rata cuando se trataba sólo de una simple rata.


14.5.15

Trilogía de la caca (II).

         Me até la uña en cabestrillo y me acerqué a la tasca para charlar con Policarpo el fructífero bajo las torres del momento. De camino miré a los viejos mirando los escaparates de los gimnasios donde muñecos hinchables vibraban con los electrodos aplicados en sus culos y sudaban sus sobacos, el polen me hizo estornudar y los ojos se me enrojecieron; y para cuando conseguí llegar al Diapasón, los mocos me colgaban de la barbilla y sorbía como un tapir rozando el vómito. —No quiero esta noche la botella blanca —balbucí al entrar—, dadme la botella negra de la ceguera—. Poli descorchó un litro del desasosiego y colmó dos vasos sobre la barra. A mi lado dormitaba un anciano llamado O’Mbl que además tenía la barba sucia de vino, y en la única mesa dos carcamales se repartían las fichas del dominó con palillos entre los dientes.

         —Si vieras a mi sobrino —decía uno de ellos—, el muy inútil… El otro día vino a casa mi hermana a traerme la comida, ya sabes, y me cuenta que su hijo, Marco, siempre va con la paranoia de que se ha cagado encima, o que no se ha limpiado bien el culo y lleva todo lleno de mierda. El tío viaja en el metro con la angustia de que la gente puede oler la peste y que saben que es él el que la lleva encima. Y siempre va pálido por ahí y con el viejo sudor frío por la espalda.
         —¡Qué me dices! —dice el otro.
         —Te lo digo. Y resulta que hacía tiempo que había olvidado ese asunto y solía ir más relajado cuando, la otra noche, sentado esperando el bus, sintió cómo una gota de meado serpenteaba por su uretra y se asomaba por el orificio. Se encogió de súbito, así, apretando los muslos, preguntándose de dónde carajo habría salido aquella gota, si no tenía ganas de mear. Miró alrededor, buscando sin éxito algo que le distrajera y le hiciera olvidar el dorado torrente que amenazaba con empapar su dignidad, ahogándole en la más profunda de las vergüenzas: Mearse encima.
         —Estás hecho todo un poeta.
         —Son estos tragos, que me divierten. En fin, llega el autobús, Marco se sube, y enseguida percibe las miradas clavándosele por los costados; vuelven los sudores, se pone a temblar. Lanza furtivos vistazos a las perneras de sus pantalones para cerciorarse de que no hay un charco bajo sus pies. No lo hay, y respira. Pero enseguida vuelve a mirar de reojo y palpa disimuladamente su pene intentando averiguar qué le está pasando.
         —¿Y qué le pasó al final?
         —A eso voy; el muy mamarracho se empieza a marear y se baja en la siguiente parada. Está como a tres cuartos de hora de su casa y a esas horas ya no tiene cómo regresar más que a pie. De repente, le da una punzada en el estómago que le llega hasta el ojete y salpica su calzoncillo con la pasta caliente y húmeda y se echa a llorar ahí mismo.
         —Joder, sólo faltaba que le lloviera.
         —También llovía. Y se había tumbado en un charco de meados.
         —¡Vaya nochecita!
         —Si yo te contara…

Roland Topor

13.5.15

Trilogía de la caca (I).

         Hay una grieta en el techo que me observa. La veo tumbada en el rincón, al otro lado de la pieza, como unos labios de alabastro. Enciendo un cigarro de estraperlo y trato de ahuyentarla con el humo como trazando un círculo de sal en el que no pueda agarrarme. Desde que me quedé cojo de una mano, hace un mes o así, me suelo descubrir distrayéndome con la alquimia del samsara o con un metrónomo, y no consigo concentrarme en la historia. Quiero decir que no sé qué quiero contar; y tampoco se me ocurre siquiera cómo empezar. Supongo que podría decir que todo comenzó una mañana en la que me dolía un punto del cráneo y no podía evitar pulsarme con el dedo para hacerme más daño. Apretaba un poco, torcía el gesto y el dolor se aliviaba en cuanto liberaba la presión; pero volvía a pulsar una y otra y otra vez, preguntándome por qué demonios me dolería tanto el coco.


         Al cabo de unas horas ya me había encontrado nuevos focos de dolor por todo el cuerpo. Por entre las costillas brotaron pequeños síndromes, crecióme una glándula junto al omóplato y en las plantas de los pies sendos traumas encallecidos; y no dejaba de apretar todo aquello con el dedo como practicando una sinfonía de dolencias, y me regocijaba en el malestar porque así palpaba mis vacíos. Así pasé prácticamente toda la tarde hasta que me dio por preguntarme por qué no me dolería también la muela y probé a pulsarla para descubrir que, lo que en realidad me dolía, después de todo, era el dedo.

Roland Topor

27.4.15

Gula.

Se trata de una bestia de una sola boca para ningún estómago, que yace recostada en la sexta grada con la mirada obtusa, ávida del próximo plato.

De sus escuálidos brazos cuelgan jirones de pellejo purulento y sucios de polvo, y con ellos sostiene sendas agujas de reloj con las que va despedazando la carne para llevársela a las fauces.

Resulta que se reclina ahí mismo cada día para ver cómo sueño en mi colchón, cómo me aseo y cómo me desplazo. Con esas migajas se hace una bola y la engulle sin un pestañeo. Observa cómo tecleo, cómo busco en cada estante, cómo saludo y me despido con el mismo gesto. Y esos momentos los mastica con sus doce filas de dientes y los traga esperando a que haga otra cosa.

Si se me ocurre una idea, eso es un bocado. Y si me tumbo a mirar las nubes pasajeras, me creo que la estoy matando. Pero ahí sigue, rumiando con el chasquido de un metrónomo que nunca se detiene. Y así todo devora. Y siempre tiene hambre.



23.4.15

Huevo.

Gómez irrumpió en la habitación con brusquedad. —¡Alguien se ha comido el último huevo! —vociferó— ¡Era mi cena y lo sabíais y de aquí no se va ningún menda hasta que el culpable se descubra!

Harry encendió el canuto que descansaba entre sus labios y Torpe alargó el brazo para que se lo pasara. Yo dije que no había tocado los huevos de nadie y seguí mirando la tele. Ponían un documental de lémures.

Gómez se interpuso entre Madagascar y nosotros y se cruzó de brazos con el ceño fruncido esperando una respuesta. Nadie movió un dedo, y al rato se fue a la cocina blasfemando entre dientes.

Torpe se levantó entonces para ir al baño, yo me llevé dos dedos a la boca mirando a Harry y éste me alcanzó el porro con un gruñido ahogado.

Respiramos.

—Harry.
—¿Eh?
—¿Qué piensas que se dicen los pájaros cuando cantan?
—¿Cómo?
—Yo creo que sólo hablan de comida. Ya sabes, bichos, gusanos y todo eso.
—Ah.

En eso, regresó Torpe, y nos preguntó si alguna vez, después de mear, no se nos había quedado una gota en la punta del pijo que nos mojara el calzoncillo. Apenas tuvimos tiempo de responder, cuando nos dimos cuenta de que el pantalón de chándal de Torpe estaba todo empapado de la bragueta a las rodillas, y claro, nos descojonamos hasta que Gómez olvidó sus pesquisas y se vino con nosotros.

Empezaron los anuncios; un viejo en una vieja ciudad en medio del desierto se pone una mano de visera y descubre en el horizonte un coche deportivo que se acerca a toda velocidad levantando una densa polvareda y que frena derrapando en plena plaza mayor. Una supermodelo sale del vehículo detrás de sus propias piernas piernas piernas y, sonriéndonos a nosotros, nos aconseja que nos enjabonemos el pelo tres veces al día con un champú hidratante de esencia de cacahuete y que abramos una cuenta de ahorro al nueve por ciento en un banco de las islas Tokelau y que para el estreñimiento no comamos kiwi, sino unos comprimidos.

Para mí la pantalla había empezado a perder interés y me quedé embobado con las cáscaras de pipas del cenicero. Me sumí en ese letargo durante toda la publicidad y el resto del programa, y, cuando quise darme cuenta, estaban dando el tiempo y por toda la geografía se habían dispuesto huevos bien fritos y relucientes y entonces Gómez se volvió a cruzar de brazos.

—¿Quién coño se comió mi huevo?

Accedí a ayudarle a investigar, pues de todas formas pretendía acercarme a la cocina para prepararme un sándwich. Lo primero que hice fue enchufar la destartalada tostadora y meter el pan entre chisporroteos. Luego le dije a Gómez algo como: “Lo primordial es buscar en la basura”. Miramos bajo el fregadero y el cubo estaba lleno a rebosar con las pieles de banana cayendo como lianas por los bordes, pero no vimos cáscaras de huevo.

Examinamos los elevados pilares de platos y ni rastro de clara, tanteamos con los dedos entre las cajas de pizza vacías y ni media yema. Le dije que buscara en la nevera, pero rechazó la idea alegando que ya había mirado.

Trasladamos las indagaciones al resto de la casa y, no dándonos por vencidos, nos aventuramos a buscar también por la calle.

Miramos en el parque y en el estanco, donde yo aproveché para comprar un mechero naranja, y después buscamos en un par de bares y en tantas botellas. Pero el huevo no aparecía.

Regresamos exhaustos y haciendo eses. Me acompañaban, al menos, tres Gómez, y todos parecían tan borrachos como yo. —Me meo por no llorar —dijo uno de ellos, y se sacó la chorra entre dos contenedores donde lo echó.

Yo me apoyé en una farola torcida y lancé la vista al final de la calle, a nuestro edificio, aquel edificio de ladrillo del que brotaba una nube negra y densa. Y así me quedé hipnotizado con las voluptuosidades de aquella nube, las llamaradas que se adivinaban en mi ventana y la música del chorro de Gómez sobre el asfalto.


Después cantaron las sirenas, y así fue como naufragamos.

Mariola Bogacki

18.4.15

Casiopea.

a Jerry García.


Pasaba los días acumulando sueños, inspirándome con mis propias aspiraciones, testigo del transcurrir con caparazón redondo y pies de quelonio.

Pulsé un botón que me sacudió levemente el índice de un chispazo y la pantalla se puso en standby, la tierra tragóseme, y desde entonces introduzco un boleto en el torniquete que la hace girar, y así voy y así vuelvo, cuando me escupe.

Por el camino vi cómo del teléfono de una muchacha salían unas garras negras y transparentes que se hincaban en su nuca y tiraban hacía sí de la cabeza solazada. Y pensé que algún día tendremos dos pares de pulgares y serán los aparatos los que jueguen con nosotros.

Se adivina la acera entre la basura, y entre los bosques de corbatas me percibo como un paria y me zambullo en una sonrisa que va flotando por encima de los semáforos, y las parabólicas y, entre comillas, estoy en casa.

Paladines de la tristeza visten ojeras por armadura, y el único paisaje que se vislumbra por la ventana es el propio reflejo del interior del tubo, y las pupilas se esquivan como polos idénticos. Y me disfrazo de un único grano de arena que en un desierto se vuelve nada.

Café y canhaba para las mañanas con el redondo rubio colándose a través de las cortinas. Yo sólo me entretengo intentando ver qué tengo en el tenedor y sólo sé que no estoy aquí para gustarte a ti, así que fluyo.

Me voy al traste y me encuentro entre las cuerdas, coma, las teclas, las letras, las notas, punto. Me acuerdo de las cosas por el olfato y con tanto humo no sé si fue ayer o será cuándo.

La vida se sucede y nos damos cuenta y nos anestesiamos y al final uno se encuentra cómodo siendo un punto en perfecta autocomplacencia, feliz ciega y sosegadamente. Y cuando toca salir a respirar, nos vemos maravillados por la luz de la superficie como si aquello no fuera lo real y se tratara más bien de un sueño.

Y es que la realidad no la dictan las palabras, sino los hechos. Y pensando de más, pasa lo de siempre, y lo demás lo traemos porque lo hemos cogido en el laberinto que construimos y ahí mismo nos perdimos por tener muy corto el hilo.

Olvidé los globos de colores, las burbujas, los olores. Olvidé los ronquidos de dragones, las piedras rebotando en el río, la leña ardiendo de noche, el zumbido de los mosquitos. Olvidé el dormir despierto y el soñar contigo.

Pero tengo una amapola, y un pez bajo el ombligo. Tengo también un colibrí que liba por mí y pulula en espiral por mis pupilas y entre los otros. Tengo que escribirlo. Traigo un rostro roto por cada nuevo descosido y está todo en garabatos en cuadernos y si lo leo me voy conmigo.


Suelto una lágrima y sonrío. Y me digo que nos hacemos viejos, amigo, que vamos por buen camino. Que el hogar está donde está el trasero, y que siempre nos tendremos, aunque el suelo no sea el mismo.

Brandon Dover

13.4.15

Gizmo.

Destrozamos la cafetera eléctrica con un martillo y una escultura de salón horrible y esparcimos los restos sobre la alfombra. Esto nos dio la idea de quitarnos los calcetines para ver si en algún pie aparecía el rostro de cualquier profeta dibujado en sangre y pelusas. Para merendar optamos por unas tostadas con aceite, pero Pete puso la ruedecilla del tostador al cinco, en vez de al dos y un tercio, y se nos quemó el pan. Nos tomamos el aceite a cucharadas, pero así no es lo mismo.

Pete se sentó en el alféizar de la ventana con las piernas apoyadas en la mesilla del teléfono mientras yo buscaba algo más que destruir. Me entretuve un rato arrancando pedazos de la pintura del techo y dejando que cayeran al suelo para que se hicieran trizas. Entonces Pete agarró el palo de la fregona e intentó partirlo con la cabeza, pero como era de plástico, sólo se dobló.

Encontré un cajón lleno de mecheros y me dediqué a lanzarlos con todas mis fuerzas para que explotasen contra la pared. Fue entonces cuando vi a Iggy agazapado en una esquina. Llevaba un chaleco naranja fosforito y un casco prusiano con Paco Pico sobre la visera, y no hacía más que mascullar insultos y sandeces mientras encendía y apagaba frenéticamente el interruptor de la luz.

Pero no había bombillas ya: Pete se había ocupado de ello con su vieja escopeta de perdigones. Ahora se envolvía en kilómetros de papel higiénico como en una pupa y me pedía que le alcanzara el rollo de aluminio para no quedarse a medio metamorfosear, y que le preparara una pipa.

Yo hice ojos sordos y miré los discos en la estantería y encontré un grifo con gafas de sol redondas y al abrirlo salió chicle rosa líquido y un par de minutos después nos vimos tumbados panza arriba en el suelo con las piernas sobre el sofá y de nuestras bocas brotaban pompas.

Graznó el portero automático y perdimos el equilibrio. Iggy se arrastró como un varano y escondió la cabeza en el tambor de la lavadora con una lengua bífida silbando entre sus dientes. Yo me hice el muerto, y Pete se encerró en el baño de un portazo.

Volvió a chillar. Pánico. Ahora silencio. Pete, susurré, Pete. ¿Qué? Llaman abajo. Yo paso de abrir. ¿Y si es alguien? Yo paso.

Me asomo entonces por la ventana y entrecierro los ojos para enfocar la vista. Parece Néstor, pero sólo distingo de él el remolino de su coronilla. Desde arriba todo el mundo se parece.

Chst, Néstor, digo desde lo alto. Néstor levanta la cabeza y achina los ojos, me reconoce con una sonrisa cegada por el sol. Ábreme, dice desde abajo.

Le dije con mímica que Pete estaba en el baño, que ahora salía; y él hizo aspavientos con la cabeza y gritó que le abriera o que le tirara las llaves. Le saludé con la mano y volví adentro, y, entre que Néstor y Mario (el mecánico de enfrente) se intercambiaban miradas cómplices en el desconcierto, Pete salía del baño con el pelo y la camiseta empapados y apretaba el botón.

Néstor llenó la nevera y se sentó en el sofá sin reparar en que Iggy se había transformado en un lagarto de cincuenta kilos cuyas piernas de ñandú asomaban por la boca de la lavadora. Tampoco se dio cuenta de que Pete había arrancado de su maceta el cactus que tanto me gustaba y se había plantado inmóvil en su lugar con la pantalla de la lámpara en la cabeza; ni de que sobre la tierra desperdigada por el suelo, un puma había dejado un rastro de huellas.

Había oscurecido y ya sólo se adivinaban las cosas por su silueta. Iggy se había aletargado en su refugio y ya apenas respiraba de vez en cuando. Pete optó por probarse todos sus abrigos al mismo tiempo y, así vestido, meterse en la bañera.

Néstor y yo, mientras tanto, mezclamos mejunjes en la coctelera y logramos un brebaje que rezumaba una neblina de jade aterciopelado. Probamos unos sorbitos y las sienes se nos estiraron hacia arriba cosa de un metro o así y las orejas se nos pusieron de punta y hasta se nos enroscaron hacia arriba las uñas de los pies.

De debajo de la alfombra empezaron a salir comadrejas y roedores y yo hice como que no pasaba nada porque los demás tampoco hacían nada al respecto. Empecé a dudar: ¿Sólo yo veo las alimañas, o es que resulta que son imaginarias del todo?

Por el rabillo del ojo vi como Néstor se sacudía algo del hombro y no supe si se trataría de polvo o era de uno de esos ratones. No me atreví a preguntarle.

La habitación siguió inundándose de esta manera durante una eternidad, y entonces vino alguien y rompió el silencio. Esparció los restos sobre la alfombra. Después dijo:

Si ahora venís todos así, como estáis de desnudos, conmigo a la mesa, y os pregunto qué tenéis pinchado en el tenedor, decidme, ¿Sabríais responder?

Aquello fue un momento helado y aterrador. Y me vi desde fuera de mi cuerpo como siendo una copia de yo mismo, pero mucho más pequeño y levitado, y desde esa perspectiva se advertía un laberinto dibujado en mi contorno en cuyo final no aguarda una esfinge, sino un agujero. Un agujero en la roca por el que se oye respirar.



11.4.15

La ninfa.

Cansado de estar cansado me decidí por acostarme temprano y mirarlo todo después, cuando fuera ya de día. No sé cómo llegué a tales derroteros, pero pronto me vi pensando en ella y, maldita sea, hacía una eternidad que no lo hacía. Pienso que nunca estuve realmente enamorado de María, que fue cosa de unos días, la alegría de las pequeñas cosas, ociosos al sol, y un puñado de no tan pequeñas bolsas, más bien copiosas, repletas de maría. Qué época tan feliz aquella, de veras. Ojalá me hubieras conocido entonces. Llevaba un par de meses trabajando en la librería y no podía sentirme más en mi sitio que colocando libros en sus respectivos. Los jueves, al mediodía, subía desde nuestro piso en la calle larga hasta el mercado de la plaza y compraba frutas y verduras, para después refrescarme con tantas cervezas a la sombra disfrutando de la compañía de los que gozan charlando acerca de cuán lejos quedó el invierno. Con la luna llena de marzo habían llegado los seis de Wanda, y a menudo nos acercábamos a La Albuera para visitarlos en su diminuto palacio, que era una carpa púrpura con travesaños de madera y ahí mismo, con mi pez rebosando naranja, aprendí a hacer barcos de papel. Había pasado los últimos meses viajando, de Lisboa a Ámsterdam pasando por Jerez, y, sin apenas tiempo para haber deshecho la mochila, ya se encargaba un picoleto de registrarla buscando escoria justo a dos kilómetros de Coria. De aquella noche recuerdo bien poco y se trata de una sonrisa que me colgaba de las orejas mientras se me enredaban en el pelo unas polillas como leviatanes. Joder, si nos reímos. Ella llegó sin que yo quisiera percatarme demasiado, enfrascado como estaba en Cien años de soledad y los submundos de Alonzo Testa. Había fabricado con mis propias manos una pompa enorme y cómoda donde cabían un montón de cosas y donde me lo pasaba fenómeno. Y ella, ay, ella, reina de las pompas, bruja de las burbujas, ninfa entre los nenúfares; ella fue la libélula que con los ojos morochos y achinados fue a posarse en mi fina película, mi animula vagula blandula, y ésta se fundió, confundida. Hubiera sido un crimen no haber besado aquellos labios esa noche. Fuimos felices y después me fui y ella se fue. Y ella se fue. Y ella se fue. Y en todo este tiempo no ha hecho más que crecerme la barba y mientras tanto me he ido desconociendo tantas veces… Y hoy… hoy sólo quiero volver a mi puesto de libros en el ágora y charlar con aquella chica risueña de mejillas sonrosadas con la que compartí un pacto secreto, oculto en una vieja maleta. Hoy sólo quiero que el latido del teléfono me pueda devolver su voz, aunque sea por un rato, y así yo saber que todo va bien, que es así, que es el tiempo. El día en que me di cuenta de que no quería seguir, nos vimos todos en la viña y bebimos cerveza en lata al sol descalzo, durante toda la mañana. Fui a trabajar por la tarde, y al salir, me hicieron una entrevista. Después entramos en un concierto de Latin Jazz con botellas de cerveza en las perneras del pantalón y, cuando terminó, nos dimos de bruces con la inauguración de un bar en la calle de los ídem, y ahí ya fue cuando nos rendimos a los efluvios de la birra que fluía, que corría por cortesía de una barra libre que repartía a rebosar. De todas formas no tardamos en regresar, a eso de la medianoche y cargados de provisiones, dispuestos a degustar el insólito menú que el azaroso yoquesé nos había preparado: sendas raciones de hongos psilocibios con una mijita de fenetilamina de iodo. El viaje a partir de ahí fue de cada uno y ya se ha escrito mucha psiconáutica; lo que quiero decir es que aquella noche vi un aguará guazú que ansiaba de lejanas praderas por donde pulular mientras yo prefería ponerme a ulular sentado bajo un árbol y entonces la luna se hizo grande entre las ramas —esto fue la segunda entrevista— y yo, qué más, pues me puse a temblar con el crujir de una bujía y de la risa se me olvidó todo, y por detrás de los pájaros amaneció en el cielo. Y yo quise beber de la botella de vodka, pero ella no quería que lo hiciera. Y yo sentí que hacía años que no la veía y que de todas formas quién era ella para culparme de hacerle daño. Ella masculló que el alcohol era el demonio y yo me declaré abrazador de Abraxas y cambié sus labios por los otros, los de cristal. Unos días antes había nevado en pleno mayo. Lo que pienso ahora que esto significa es que, a veces, hay un resplandor, un chasquido, como en un cambio de rollo en un proyector; y dura apenas un instante, un parpadeo. Ese parpadeo fue lo que ella y yo tuvimos, y al volver a abrir los ojos, ya no estaba. Me volví más distante y, al poco, ella terminó de impartir un curso de creatividad en la facultad y puso un pie en el oeste. Unos meses después yo volvía de Irlanda con una espada de madera y ella se tocaba los mechones del cabello con plumas de cóndor y sudaba en temazcales con San Pedro. No digamos ya ahora, un par de años después. Y es que es así, yo lo he visto: los caminos que se cruzan no son por ello convergentes, que en un pispás te ves al otro lado del globo y vete tú a saber quién carajo esconde la chincheta. Pero algo ocurre y es lo que trato de escribir; María ya no está. No es que haya muerto, ni esté desaparecida. Ni siquiera sé si está, pero para mí, no está. Como si con ella se hubiera ido la alegría de aquellos días. No es que no haya vuelto a ser feliz desde entonces, simplemente se trata de una felicidad distinta, tal vez más madura, más curtida, más sencilla. Más relajada. Creo que aquel día, aquel día en que me fui, en que se fue, en que nos fuimos, algo se fue en mí, como si la infancia se tratara de una naranja que se fuera desgajando con los años y cuyas porciones hay que cuidar como tesoros para poder más tarde disfrutar de la jubilación. No fui justo con ella, pues la culpé en secreto de ocupar mi tiempo y de impedir con su presencia que yo pudiera sentarme a escribir en mi trono de mimbre; cuando lo único que ella pretendía era ser musa, quizá con cierta insistencia, todo hay que decirlo. Ahora lo comprendo desde otro cerebro, que es el mismo, pero más viejo, y lo veo todo con cariño. Todo aquel capítulo en mi vida, en el que disfruté y sufrí, a partes no iguales, por no saber sacarle un provecho creativo a todos los acontecimientos y las tantísimas nuevas experiencias que decidieron darse cita en mi vida en un tiempo tan reducido y pleno. Ahora ya sé que las ideas son semillas que han de arraigar y crecer con la calma, que los temibles bloqueos de escritor no son más que temporadas de barbecho, y que son los propios escritores los que se arrancan las canas de la cabeza en vez de distraerse con la vida y decirse: Ya llegará, ya llegará. Y mientras tanto, yo guardo una  maleta bajo la cama, por si acaso, y esa ballena de plastilina,  y este cuello bien largo y joroschó que navega por las nubes que me salen al paso y, de fracaso en fracaso, veo como las barrigas crecen, las espaldas se encorvan y sin embargo alguno de estos cuervos traerá algo nuevo y bueno y pensando eso estoy tranquilo, no me descuido, voy dando pasos.