11.1.15

Le tumb.

Ardía por los bordes y a aquella atmósfera parecía no importarle nada. Se partió una cáscara en trescientas doce astillas y brotó un líquido así de líquido que nos empapó hasta el sésamo y aun así nada se abrió ni flaquearon las diminutas comisuras. Arañé una costra de petróleo partida por la mitad y el viejo vino rojo venga a palpitar susurrando surcos y venga a amanecer con el sol erecto entre los pinos y las legañas como luciérnagas desnudas y trasnochadas. Los latidos, algo así. Un aullar bajo esa luna con las estrellas impávidas como testigo. Una caricia, un látigo en el regazo con el lubilubar de la luna sobre las sábanas y ese lunar en la nuca. Demasiada realidad en un simple soplo con los pies descalzos otra vez y apenas dos ojos empapados para verlo todo. Al fin y al cabo, ¿Quién soy yo en medio de todo esto, quién parpadea a cada instante dibujando fronteras entre los fragmentos de una vida? Al amanecer todo se cubre de una coherencia absurda y no sabemos si saltar de alegría o llorar por lo mismo. Cargo un petate petado de calcetines y amarguras; de todas formas sé que çe la vie y que está en mi cerebelo como un esguince. Lo material cubierto de linóleo y fórmica se queda en su sitio donde lo dejes y emite con sigilo una pulsión de muerte. Con el plástico pasa lo mismo. Si acaso pueden presentarnos una pinza irisada o invitarnos a una croqueta, que nos van a alegrar el día. Pero eso que te hace crecer y que te hace sentir pequeño no se paga con dinero y no se puede coger.


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