8.1.15

Un ombligo bíblico.

Convenimos lo siguiente: El primero que calzara con calcetines los colmillos de una morsa, se llevaría como premio este pequeño altavoz. Una serpentina de diamantes se derramaba por el sofá y me detuve en una sillita de playa a la vera de la tortuga y con vistas a un marco en blanco que, de hecho, no era más que un rectángulo de madera. Los elefantes patinaban en círculos por el respaldo del sofá y aquello parecía una cascada oceánica entre sendos glaciares como cojines. Yo no hice gran cosa entonces. Tampoco había tocado los bombones de crocanti desde hacía rato; si acaso libaba birra y leía láminas a la luz liviana de los eslabones que en el fondo eran bombillas. El reloj se derritió como en aquella postal y tampoco hice nada al respecto. Como mucho intentar acomodarme en esta sillita que me está destrozando la espalda.

La travesía duró al menos un buen rato. Naufragamos un Cadillac del siglo catorce en medio del desierto del Gobi y eso nos palpitó en la cebolla; pero yo rebusqué en mi bolsillo y encontré un nimbo aterciopelado y cubierto de pelusilla del ombligo, y el otro setenta por ciento era agua como yo, y como cualquier otro mono. No encontramos morsas por ahí; si acaso algún que otro ñandú turista y montones, montones de tierra. El cielo se curvó entonces, y nos quedamos panza arriba y, con los pies descalzos, nos soñamos dormidos y buceamos en una sustancia que era yo qué sé qué y amanecimos en un café de Luanda o Liubliana o tal vez era una pescadería, y decidimos hacer las paces entre los peces y seguir buscando por otro lado.

Pero buscar qué. Lo habíamos olvidado. Hacía frío entonces como cuando te comes un caramelo de menta con cualquiera de los polos en mente, y fingimos que la realidad no nos mentía demasiado.

¿Sabes? Me tomaré ese café. El azucarero estaba medio lleno de rubíes y zafiros, pero me serví un par de cucharadas de todos modos. Justo delante un tipo despotricaba contra las estelas químicas mientras solicitaba fuego para encenderse un cigarrillo haciendo un gesto con los pulgares. Lo llaman geografía de los estados del pensamiento y está repleta de curvas y bahías. Pero yo de eso no sé un pimiento apenas.

Alguien gritó «¡El techo es lava!» y los muebles se dieron la vuelta y se colgaron del tejado y, así, no supe si era yo el que estaba del revés. Y volvimos a fingir que la vida no nos engaña. Y por los pasillos alguien había escrito que hasta donde la ciencia conoce no es posible imaginar. Y la tinta del rotulador iba conformando surcos oblicuos como un ombligo bíblico por título.

Acordamos no mencionar nada al respecto y nos intercambiamos los sombreros para sellar el trato. A mí algo me chorreó por el hombro de la camisa, pero hice como que no me había dado cuenta y avanzamos a la siguiente casilla. Un hombrecillo que se había perdido por ahí me dio un dado en blanco y un dardo y una diana; y yo agarré todo con un brazo y con el otro una liana y salté por la ventana hacia la que había al otro lado.

Jugamos un rato a que las cosas empezaban por el final y terminaban por el principio y acabamos por cansarnos de no saber decidirnos. Después jugamos a no hacer nada y más tarde a perder el tiempo. Al final se hizo de noche y después de día como al principio.

Diego Rivera

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