13.4.15

Gizmo.

Destrozamos la cafetera eléctrica con un martillo y una escultura de salón horrible y esparcimos los restos sobre la alfombra. Esto nos dio la idea de quitarnos los calcetines para ver si en algún pie aparecía el rostro de cualquier profeta dibujado en sangre y pelusas. Para merendar optamos por unas tostadas con aceite, pero Pete puso la ruedecilla del tostador al cinco, en vez de al dos y un tercio, y se nos quemó el pan. Nos tomamos el aceite a cucharadas, pero así no es lo mismo.

Pete se sentó en el alféizar de la ventana con las piernas apoyadas en la mesilla del teléfono mientras yo buscaba algo más que destruir. Me entretuve un rato arrancando pedazos de la pintura del techo y dejando que cayeran al suelo para que se hicieran trizas. Entonces Pete agarró el palo de la fregona e intentó partirlo con la cabeza, pero como era de plástico, sólo se dobló.

Encontré un cajón lleno de mecheros y me dediqué a lanzarlos con todas mis fuerzas para que explotasen contra la pared. Fue entonces cuando vi a Iggy agazapado en una esquina. Llevaba un chaleco naranja fosforito y un casco prusiano con Paco Pico sobre la visera, y no hacía más que mascullar insultos y sandeces mientras encendía y apagaba frenéticamente el interruptor de la luz.

Pero no había bombillas ya: Pete se había ocupado de ello con su vieja escopeta de perdigones. Ahora se envolvía en kilómetros de papel higiénico como en una pupa y me pedía que le alcanzara el rollo de aluminio para no quedarse a medio metamorfosear, y que le preparara una pipa.

Yo hice ojos sordos y miré los discos en la estantería y encontré un grifo con gafas de sol redondas y al abrirlo salió chicle rosa líquido y un par de minutos después nos vimos tumbados panza arriba en el suelo con las piernas sobre el sofá y de nuestras bocas brotaban pompas.

Graznó el portero automático y perdimos el equilibrio. Iggy se arrastró como un varano y escondió la cabeza en el tambor de la lavadora con una lengua bífida silbando entre sus dientes. Yo me hice el muerto, y Pete se encerró en el baño de un portazo.

Volvió a chillar. Pánico. Ahora silencio. Pete, susurré, Pete. ¿Qué? Llaman abajo. Yo paso de abrir. ¿Y si es alguien? Yo paso.

Me asomo entonces por la ventana y entrecierro los ojos para enfocar la vista. Parece Néstor, pero sólo distingo de él el remolino de su coronilla. Desde arriba todo el mundo se parece.

Chst, Néstor, digo desde lo alto. Néstor levanta la cabeza y achina los ojos, me reconoce con una sonrisa cegada por el sol. Ábreme, dice desde abajo.

Le dije con mímica que Pete estaba en el baño, que ahora salía; y él hizo aspavientos con la cabeza y gritó que le abriera o que le tirara las llaves. Le saludé con la mano y volví adentro, y, entre que Néstor y Mario (el mecánico de enfrente) se intercambiaban miradas cómplices en el desconcierto, Pete salía del baño con el pelo y la camiseta empapados y apretaba el botón.

Néstor llenó la nevera y se sentó en el sofá sin reparar en que Iggy se había transformado en un lagarto de cincuenta kilos cuyas piernas de ñandú asomaban por la boca de la lavadora. Tampoco se dio cuenta de que Pete había arrancado de su maceta el cactus que tanto me gustaba y se había plantado inmóvil en su lugar con la pantalla de la lámpara en la cabeza; ni de que sobre la tierra desperdigada por el suelo, un puma había dejado un rastro de huellas.

Había oscurecido y ya sólo se adivinaban las cosas por su silueta. Iggy se había aletargado en su refugio y ya apenas respiraba de vez en cuando. Pete optó por probarse todos sus abrigos al mismo tiempo y, así vestido, meterse en la bañera.

Néstor y yo, mientras tanto, mezclamos mejunjes en la coctelera y logramos un brebaje que rezumaba una neblina de jade aterciopelado. Probamos unos sorbitos y las sienes se nos estiraron hacia arriba cosa de un metro o así y las orejas se nos pusieron de punta y hasta se nos enroscaron hacia arriba las uñas de los pies.

De debajo de la alfombra empezaron a salir comadrejas y roedores y yo hice como que no pasaba nada porque los demás tampoco hacían nada al respecto. Empecé a dudar: ¿Sólo yo veo las alimañas, o es que resulta que son imaginarias del todo?

Por el rabillo del ojo vi como Néstor se sacudía algo del hombro y no supe si se trataría de polvo o era de uno de esos ratones. No me atreví a preguntarle.

La habitación siguió inundándose de esta manera durante una eternidad, y entonces vino alguien y rompió el silencio. Esparció los restos sobre la alfombra. Después dijo:

Si ahora venís todos así, como estáis de desnudos, conmigo a la mesa, y os pregunto qué tenéis pinchado en el tenedor, decidme, ¿Sabríais responder?

Aquello fue un momento helado y aterrador. Y me vi desde fuera de mi cuerpo como siendo una copia de yo mismo, pero mucho más pequeño y levitado, y desde esa perspectiva se advertía un laberinto dibujado en mi contorno en cuyo final no aguarda una esfinge, sino un agujero. Un agujero en la roca por el que se oye respirar.



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