27.4.15

Gula.

Se trata de una bestia de una sola boca para ningún estómago, que yace recostada en la sexta grada con la mirada obtusa, ávida del próximo plato.

De sus escuálidos brazos cuelgan jirones de pellejo purulento y sucios de polvo, y con ellos sostiene sendas agujas de reloj con las que va despedazando la carne para llevársela a las fauces.

Resulta que se reclina ahí mismo cada día para ver cómo sueño en mi colchón, cómo me aseo y cómo me desplazo. Con esas migajas se hace una bola y la engulle sin un pestañeo. Observa cómo tecleo, cómo busco en cada estante, cómo saludo y me despido con el mismo gesto. Y esos momentos los mastica con sus doce filas de dientes y los traga esperando a que haga otra cosa.

Si se me ocurre una idea, eso es un bocado. Y si me tumbo a mirar las nubes pasajeras, me creo que la estoy matando. Pero ahí sigue, rumiando con el chasquido de un metrónomo que nunca se detiene. Y así todo devora. Y siempre tiene hambre.



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