5.4.15

Hebras de lana.

Joder, ya no podía más. Gota a gota me había ido derramando por el suelo y, agotado, me entró el sueño y me quedé tendido, rendido, tumbado sobre el colchón que había sido mi propia tumba y mi mismo palacio. Así, bien despacio, accioné el botón de cierre que hay entre mi seso y los párpados. Y al fin, con todo oscuro de nuevo, me atreví a sonreír, pero no pude dormir por el jaleo de un puñado de ovejas que, entre jadeos, se habían puesto a contarme a mí.

De la cuenca del cenicero brotó entonces una serpiente bailando, y yo, aun sin flauta mágica, había de ser encantador. Aunque fuera yo mismo el hechizado.

Las ovejas siguieron balando y las cabezas se nos colmaron de alquitrán y una suerte de ser de dedos largos removía con un tenedor mientras nos frotábamos los ojos.

¿Cuántos somos ahora? —intenté decir con la boca llena y escupiendo gargajos— ¿Por qué carajo peleábamos?

Me distraje, y esto también me lo contó una oveja. Me dijo: vete de viaje, olvídate. Que un mono en su pecera piensa que sapiens, mas solo araña la corteza. Que sólo con arrastrarse sobre dos patas para dejar libre la barriga no se logra ahogar el hambre de ser hombre, ni la vergüenza que trae el verse despojado.

¿Y qué soy? —musité con la lengua partida— Si tratando de ser alguien me pierdo en el camino y me sudan las palmas de las manos y no sé ni lo que digo. Si me descubro animal de sangre fría, más de lo que temía, más de símil y algo de lagarto. Si saliendo al sol se me alargan hasta los huesos y cuando me oculto en mi agujero, cojo y me largo.

Si algo sé —susurró— es que hay que ser lo que se sea, lo que se tenga, en este injusto momento. Que no hace falta más que una nariz para oler las flores y que a solas se está bien, pero sólo si las olas siguen siguiéndose unas a otras.

¿Y de qué me sirve tanta flor y tanto aroma si ninguna se detiene para olerme a mí?

La oveja explotó entonces, empezó por las orejas, y salpicó mi blanca frente de emplastos de cera y manchas rojas. Traté de limpiarme con la manga, pero estaba desnudo y manché también mis brazos. Busqué el río, busqué un lago, y no encontré más que sucios charcos y algunos sorbos en esos vasos.

Así, de esa guisa, me zambullí en los ladrillos de la pared y me sentí como sospecho que somos: una suerte de fuego sólido, un juego complicado, un truco descubierto, un temblor en cada mano… Una verdad dicha mil veces convertida así en mentira, una mitad sin apariencia, y el resto anomalía.

No supe más del tema, ni tampoco investigué. Si acaso miré mi reflejo en la ventana y le sonreí, y me sonrió, y así me quedé. Los animales se durmieron y ¿sabes qué? Desde entonces ya respiro, y apenas lo recuerdo, como si fuera el mal sueño de otro. Hoy sólo estoy yo, y con eso me conformo.

¿Y ahora qué? Si parece que no hacemos otra cosa que empezar de nuevo. Y es que es así, no queda otra: Cada día es el primero.


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