23.7.16

hamburguesa jamaica.

Esa noche, en vez de salir corriendo para casa inmediatamente después del trabajo, como solía hacerlo, me tendí en medio de la praça do ninho basura y entré en una profunda ensoñación. Hacía un calor de mil demonios y el vulturno nos llenaba la frente de sudor como si fuera el vaho de su tórrido aliento. Las pálidas sirenas gorjeaban afónicas y endebles más allá de la avenida y ni un pájaro se atrevía a agitar sus páginas de cera por el puro pavor de perderlas derretidas.
Medité un tiempo incógnito y decidí que lo más apropiado, dada semejante situación de desamparo termodinámico, era buscar y encontrar un buen sitio donde beberse una jarra bien fría de cerveza y sendas chaschas de cachaça.
Enfilé por la rúa sur de cerro queneau en dirección al puerto de san antonio con las chancletas colgando de los dedos y la pituitaria amarilla reseca y enrojecida. Miraba al suelo, cuidándome de las cagadas, y aburrido de las ventanas ciegas de persianas veladas. Así llegué al malecón, casi sin darme cuenta.
—Sanza —me llamaban—, ¡Sanza! —era Manu.
—Manu —dije yo—, ¡vaya un calor que hace!
—Ya te digo —dijo él—, tengo el culo como un pantano.
Eran cosas nuestras.
—¿Y qué me dices? —preguntó— ¿Cómo te va por la gasetta?
—Más fu que fa —respondí—, sentado en una silla hasta pasada la medianoche, escribiendo sandeces por cuatro golis y no me como ni un cartófilo.
     —Si es que aquí nunca pasa nada de nada —apuntilló—. Por cierto, ¿tienes fuego?
     Le ofrecí una caja de cerillas de rip van winkle y él encendió su pipa bajo una luna incandescente y abrasadora. A Manu le encantaba fumar así, era todo un romántico.
     —¿Sabes qué? —me preguntó.
     —No, ¿Yo? No —dije yo.
     —Lo que más me apetece en el mundo es una jarra bien fría de cerveza aún más fría y un par de chaschas de cachaça —aclaró.
     —¡Justo iba a decir eso! —respondí, contento y furioso.
     Resolvimos cruzar el malecón hasta más allá del faro, por la carretera de pequeña kingston, para refugiarnos en el patio trasero de al. El patio trasero de al era una cantina donde sólo se servía cerveza rubia, ron, y las genuinas hamburguesas de al.
     Este manjar era un placer reservado únicamente para los paladares de aquellos insomnes hombres de jengibre que anduvieran noctámbulos y sedientos entre las dos y las cuatro de la madrugada; a partir de entonces, al cerraba sus puertas, pero uno podía quedarse bebiendo y comiendo el tiempo que quisiera, pues el patio trasero también tenía una puerta trasera por la que salir.
     Por el camino, Manu se lamentó de que no hubiera cachaça, y en cambio sí pampero; pero se contentó con la posibilidad de inflarse a plátano con chile habanero bien frito y untado de maslo de maní.
     Yo opinaba lo mismo.
     —Te diré lo que voy a hacer —me advirtió—; cuando llegue al patio trasero de al, pienso quitarme estos calcetines sudados y apestosos y los voy a tirar al tejado de al, muncharé una hamburguesa de res de media libra con ensalada de col y cebolla verde y nuez moscada mientras piteo una cerveza helada y, cuando termine, beberé pampero sentado al piano de al con el ardor del habanero debajo de la lengua y marihuana por el gorlo hasta la golová.
     —Y mayonesa —le reté—, por cuatro tragos te canto una serenata.
     —Me diviertes —me espetó—; voy a beberme hasta los cráteres de esa luna de moloco que visto de naito por sombrero.
     —Eres todo un romántico —le confirmé.
     Atravesamos el trecho sin farolas de la carretera de pequeña kingston esperando no pisar ningún alacrán que anduviera distraído. Saludamos al viejo Louie al pasar por delante de su chabola desvencijada y nos devolvió un gesto con su muñón de estribor y un guiño de su ojo tuerto. Louie, dorogo filibustero de las antillas estándar, más viejo que el cagar y prestúpnico como él solo; apenas lo conocemos.
     Paramos en la esquina de crimson con melmac porque yo tenía que mear, y Manu aprovechó para recargar la pipa y consumir otra cerilla de rip van winkle con una bocanada de humo voluptuosa. Descargué entre unos matojos, obnubilado con el halo que se refractaba en rededor de la blanca pupila del glaso nocturno. Fue un alivio.
     Le dije a Manu que se adelantara, que debía pensar un asunto antes de sentarme. Y fui a ocultarme en la cydonia del otro lado del sendero. Canela y nuez moscada, respiré. El límpido rostro de cabello verde y ojo púrpura. Una suerte de díptero se puso a practicar sus bailoteos brownoideos a mi alrededor y al principio me sentí molesto. Pensé en esas curvas asintóticas que trazamos sin querer y entonces lo sentí por la mosca, por no saber tampoco a dónde ir, como yo, pero con alas de plástico y el uchasño zumbido que rasrecea el mosco y no le deja a uno ni dormir.
     Agarré un cancrillo y me lo llevé a los labios. Absorto aún por esa luna. Busqué a rip van winkle en el fondo de mis bolsillos sin hallar más que pelusa y restos de pañuelos descosidos. Apuré el paso entonces, acordándome de Manu, y me tropecé con una raíz reseca y mustia que asomaba como un asa de la tierra ya muy vieja y descuajeringada. No me torcí el tobillo por tutatix, y por estos reflejos felinos y afilados que no sé de dónde me vienen.
     Doblé el recodo con las rodillas renqueantes y fue entonces cuando me topé con el calcinado y humeante solar al que se había visto reducido el patio trasero de al. Un pedazo de carne chamuscada en medio de las brasas era todo lo que quedaba del pobre pobre viejo al, como un lúgubre homenaje a las piezas de res molida que, a pocos metros de donde yacía, él mismo cocinaba.
     Manu estaba sentado un tanto más allá, encogido y curvo como un coatí con la mirada desorbitada. Entre sus dedos temblorosos, rip van winkle dormitaba con una sonrisa torpe y joroschó, y la espiga de marzo ahí ensartada, y con orejas de liebre.

     Abandoné la gasetta a la mañana siguiente y agarré un avión a cabo plátanos, donde me albergué en el jardín de un dedón samantino y bolnoyo con una barba plateada que me ofreció cobijo y lectura hasta que me aburriera o se me secara el clinamen.
     Y desde entonces que no me he vuelto a quejar más que de un dolor de muelas que arrastro desde que universo garcía me sacudió con su minutero el día del hunyadi gras, y de estas cervicales agarrotadas de tener el codo en alto.
Ya no quedan ni las cenizas de al, y jamás he vuelto a probar un bocado de esa hamburguesa tan de esa época como era su hamburguesa jamaica; ni yo ni nadie, pues ya no hay chef que la ofrezca en su carta.
     Y de Manu, pues sólo sé que regresó al sándwich sin su pipa y con un perenne antojo de potasio y anacardos. No tengo la menor idea de qué intrigas se traerá entre manos, ese bribón de tez rubicunda; ni de qué hará allá, en su san lundo propio, con los pulmones transparentes como una pecera entre las costillas.

George Carlson


3.7.16

Veinte mil leguas de todo alrededor.

Un ejército de silencio deambulaba silbando alientos de noche por cada esquina. Las ventanas sordas humeaban cándidas y llenas de sueño. El pequeño hombre absurdo sigue la consigna entonces; esto es encender o apagar el farol según convenga.

Me levanté de una voltereta y me sacudí el sosiego con otro giro y sendos aspavientos. Se trata de mi primera noche en la pajarería, nada menos, y quiero llegar bien guapo y vacío de cuajo.

Si realmente hay algo que caracteriza al barrio de San Lundo, es que uno jamás pasa dos veces por el mismo pedrusco; como mucho uno puede zigzaguear como un alfil en manga corta para evitar andar en círculos, pero siempre se acaba virando a la deriva por el disco geográfico sin rumbo ni despedida.

Libis, disfrazado de dandy o de flâneur nocturno, sopla callado su copita de ajenjo y se mancha el cuello de la camisa, sin darse cuenta.

Luego de un rato, lo ves flotando, justo ahí, levitando delicado, deslizándose con los pies sin suelo.

—Toc, toc.
—¿Quién es?
—Yo, ¿y tú?
—Pues yo también.

Antes este chaflán no era más que un solar en penumbra con escombros acá y acullá y una peste a meados inquebrantable. Después vino el ladrillo y se instaló con él el gordo de Nerev, con sus cuchillos resplandecientes despedazando tripas y chacina a doscientos lembos la libra, envueltos en las sanguinolentas páginas sepia de los diarios.

Más tarde los vecinos se cansaron de la casquería y Nerev se marchó sin más. Era una tarde soleada.

Fue a ocupar su lugar un extraño como de otro mundo. Se hacía llamar Reaunoff y vendía cornucopias de latón y jarabe de membrillo. Pero la verdad es que, si acaso, le comprábamos sólo las estampas de correos cuando necesitábamos algo de cambio para llenar la giba.

Éste se fue otro día, por la mañana, dejando un rastro amarillo gallina hasta el cielo y un tacto como a serrín contra los tímpanos; un auténtico engorro.

Después de la segunda fermentación se produce una carbonatación natural, y llegaron los lunáticos de Ille di Gazy, y se defenestraron por el palomar dejándose las colillas encendidas y provocando el famoso incendio de Testudo del setenta y seis.

A continuación, granizó.

Luego las pestes, aquella plaga incómoda, los tres seísmos y sus respectivas réplicas, la huelga de peleteros, otra vez el solar en penumbra, los escombros, los meados, los etcéteras, el cisco de las pulgas y, por fin, la pajarería de la señora Levono, coincidiendo con la apertura del bulevar de Pachydermes; emblemático epiperímetro y tendón calcáneo de la carismática prefectura lundonita.

La señora Levono disfrutaba de su viudez y de una hidrocefalia congénita a partes iguales; placeres que sólo competían con una verdadera e imperturbable devoción por el fumar en sandía. Hábito que adquirió en su lejana juventud, allá en las medianas Antillas moldavas.

La señora Levono ofrecía a su clientela toda clase de paja y aprestos inútiles. Desde agujas hechas de hilo hasta volúmenes colosales repletos de datos irrelefantes. Se dice que inventó el caviar de beluga mediante técnicas científicas de pseudomitosis pluricelular, a partir de medio cetáceo y tres cuartos de barril de cangrejo de pantano y un pellejo de rana bermeja para la acrimonia. Cosas suyas. Se le atribuyen también un buen puñado de hallazgos patalquímicos de dudoso rigor, pero al menos lo intentaba. Y también sabía tejer gorritos de piscina con tu nombre, y todo ello con los codos en las piernas y en los brazos sendas rodillas.

Pero nadie iba a la pajarería de la señora Levono para adquirir nada de eso, ¡qué disparate! Ni siquiera íbamos para reírnos de su enorme cabezota, ni de su nariz en forma de barbilla, ni de su frente como una trompa de tapir; todo eso lo teníamos muy visto ya. La razón por la que la pajarería de la señora Levono era nuestro sitio más preferido del mundo era por el dulce fárrago que se respiraba con la parte de atrás del cerebelo y que nos despejaba los meselos dispersándonos en la atmósfera de escafandra con aroma a quife y aguamelón. Algo raro de explicar. Los lunes fuera de quicio, domingos bífidos; el genuino patrimonio genital de San Lundo.

Sin embargo, aquella noche no fue para nada lo que yo esperaba. Libis me zancadilleó los tobillos con sus tentáculos de anguila y me desvanecí más de lo debido. Me calcé un charco y una gotera por sombrero. Pisé una mierda, crucé en rojo, me salté la acera; todo esto sin querer. Y justo cuando me paré para intentar entenderlo, se me subió la cucurbitácea a la cabeza y me mordí una uña ese poquito más de más que supura rojo caldo y escuece y duele como una crinolina con rubeola. Todo un fiasco, un desastre, el culmen del fracaso impertérrito.

Sin más remedio, volví a mi pieza con un tercio de pólice descuajeringado. Así, en zigzag, tropezando por la rúa. Al fin y al cabo, San Lundo no es lugar para quien va escuchando el eco de sus propios pasos mientras mira el pavimento, ni para los que coleccionan panoplias de decoro entre las amígdalas.


Me perdí en la geografía, tras la ventana, con un pie desnudo por fuera de las sábanas y veinte mil leguas de todo alrededor. Después de todo, ¿qué es un sueño, sino un pequeño hombre absurdo que enciende y apaga un farol?


Vasili Kandinski