13.11.16

La Torre (Acto III; Escenas XII, XIII, XIV, XV).

ACTO TERCERO

ESCENA DUODÉCIMA

Un QUÍDAM embebido esculpe en el aire una cariátide dorada con el extremo de su protuberancia genital.

La sinfonía de orina, a la que conocemos humildemente como CHORRO MUSICAL, actúa como una falacia de oyente o receptor, cuando, de lo que en realidad se trata es, simplemente, de una secreción líquida desterrada por los riñones en forma de orín como resultado del jodido depurado de la sangre. Todo el mundo sabe que a un quídam cualquiera no le filtran las nefronas.

Habían toctoctocado la puerta.

QUÍDAM
                ¡Ocupado!

Nadie responde.

QUÍDAM
¡Cuánta impertinencia! ¿Por dónde iba? La señora Levono sirvió sangría de sandía y una shisha de Shangri-La y le enseñé el palimpsesto. La botella la dejé en casa, de recuerdo, encima del televisor. La vieja se fue a otro lado a hacer puñetas y no carraspeó nada al respecto. Pensé: ¡Caramba, que maldita! Fumé cumulonimbos y me exasperé en mi ignorancia como una sabandija en salmuera. ¡Sacadme de esta puta isla! —grité para mí—. Y, para mí, que era justo eso lo que decía.
El CHORRO MUSICAL templa sus armónicos como preconizando una tempestad, mas no detiene su rubio caudal, y sigue manando sin pausa.

QUÍDAM
                ¿Y ahora qué pasa, eh?

Algo aporrea la puerta con un estrépito feroz.



ESCENA DECIMATERCIA

PANMUPHLE, soliloquio
(…) Y es por esa razón, que el revestimiento debe estar fabricado a prueba de llamaradas e insultos. Por supuesto, esta capa ignífuga y aséptica también irá por el interior, cubriéndolo todo. Una buena columna es esencial para mantenerse erguido. Pero hay que estar alerta. En una cofa de pantomima dispondré un muflón, con una flauta, que golpeará, no una, sino tres veces, una diminuta portezuela azur en cuanto divise cualquier zarigüeya o algún cinocéfalo papión que anduviera merodeando. Se izará entonces el pabellón de la gran panza y descuartizaremos a los enemigos a cañonazos.
PANMUPHLE es iluminado desde el nadir y luce como la sombra de un monolito. Enseguida la basa se arquea y se transfigura en sendas jambas satíricas. Las volutas del capitel se rizan sobre sí mismas como la grande Gidouille calcificada en cornadura, y en los párpados ojos de PANMUPHLE unas pálidas pupilas de alabastro.

Por megafonía, un ruido blanco.



ESCENA DECIMACUARTA

Una caja de fósforos de cerumen juega el papel de ómnibus amarillo pus sobre un mapa de carreteras. Ésta se ve amplificada por medio de una lente ciclópea y desproporcionada entre el koilon y la skené. La cajabús atraviesa el plano con una celeridad desquiciada y una trayectoria brownoidea dirigida por un filamento elástico y translúcido. A través de unas perforaciones en la lija, hechas a propósito para emular el ventanal, se puede observar un manojo de cerillas carbonizadas que otrora fueran sencillos pasajeros, y, en la proa, a BOSSE-DE-NAGE con un pie al timón, otro al pedal, otro a la ingle y otro al sobaco, eructando gas tóxico, y segregando una enjundia deletérea por los muñones de su abdomen a tercios pelado. Todo esto a escala.
En un punto topográfico azaroso, BOSSE-DE-NAGE detiene el bajel de cartón y se encarama a los hombros de un FIGURANTE DISFRAZADO DE ARBUSTO, al que desfigura el rostro de acné con sus zarpas. Se sobreentiende que el mono papión, menos cino que hidrocéfalo y menos inteligente, solamente busca una rama en la que dormitar para hacer la digestión.

BOSSE-DE-NAGE, bostezando
                ¡Ha ha!

Efectivamente, BOSSE-DE-NAGE se sumerge en una siesta de dieciséis horas, dieciséis, nada menos, y mecido por el viento. Acto seguido, se despereza gorjeando y, de un solo muerdo, engulle las bayas del FIGURANTE DISFRAZADO DE ARBUSTO. Finalmente, embiste el cadáver con el ómnibus amarillo pus—caja de fósforos de cerumen, de catorce toneladas, dejando un amasijo sanguinolento, capón y aplanado bajo las huellas azabache de los neumáticos. El filamento translúcido se tensa entonces, y el autocarro acartonado sale despedido como un obús, furthur, fuera de marco, más allá del tablero.



ESCENA DECIMAQUINTA

POLICARPO rompe el silencio dejando una Poderosa ante las narices del DOCTOR ORANGJO, decaído y flemático.

POLICARPO
                Es la última. Luego a dormirla.

El DOCTOR ORANGJO sorbe un poco de cerveza con sus labios enjutos ocultos por la maraña cobriza de su rostro. Suspira y da otro trago corto. Se mira el regazo. ¿Qué hace?

DOCTOR ORANGJO
Siempre quise conducir el salchichamóvil de Oscar Mayer. Desde bien pequeño. Ahora soy viejo y gordo y nunca estoy de humor y me duele la cabeza y me apesta el aliento. Yo sólo quería dar un par de vueltas a la manzana montado en aquella Bratwurst de seiscientos caballos. ¿Y cuándo me torcí? ¡Ja! En algún lugar debí dejar una primera piedra olvidatada y desde entonces, como un Sísifo taheño y distraído, voy perdiendo guijarros por la pendiente y aquí están, todos ellos, acumulados como un mojón enhiesto en plena sesera.
POLICARPO
Deja de torturarte, Cenoura, y búscate una novia.
DOCTOR ORANGJO
Ay, mi querida Piletina, ¡cuánto la añoro!
POLICARPO
¿Murió?
DOCTOR ORANGJO
No; sólo éramos unos niños, en un palacio imaginario de mi cabeza.
POLICARPO retira la Poderosa vacía y la guarda bajo la barra, en un rincón reservado. Saca un paquete de Gamile de su delantal y ofrece un cancrillo al doctor. Los dos fuman en silencio y los cirros de tabaco forman turbulencias a merced del ventilador del techo. Al rato, el DOCTOR ORANGJO agarra su media chaqueta y se va, dejando una nube de humo tras de sí, y una obesa y reiterada cuenta a deber.

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