18.10.18

La contingencia de los antílopes (o De cómo Thomson inventó la gacela Thomson).


En el verano de 1882, recordado en la cultura occidental como “el verano de la tisis”, Joseph Thomson terminaba sus estudios de geología aplicada por la Universidad de Aberdeen, con casi todo notables. Debido a su inmaculado expediente (sin tener en cuenta un percance con cobalto ionizado en el que se vio involucrado durante su segundo año, en el que no hubo demasiados muertos, pero sí un par de lastimados), recibió una beca Kilt para viajar al África oriental, más concretamente a la región de Tarzania, y acompañar al profesor James Augustus Grant en una expedición de mes y medio por la sabana, con el objetivo de descubrir un puñado de especies animales, vegetales y, ya puestos a descubrir, también minerales, para pegar un pelotazo nacionalgeográfico y así pasar a los anales.
Partirían la primavera próxima, y viajarían con lo puesto: tres camisas, dos pantalones (uno corto y otro largo), un chaquetón por si refresca, cuatro pares de calcetines, otro par de mudas limpias, un rifle Winchester para compartir, un plano de Sarajevo, un cuaderno de apuntes y el salacot reglamentario. Saldrían del puerto de Liverpool en mayo del ’83 rumbo Amberes, y de ahí una macedonia de ferrocarriles hasta el puerto otomano de Tesalónica, donde embarcarían de nuevo para surcar medio mediterráneo, atravesar el canal de Suez, y así hasta el puerto de Zanzíbar; un paseíto.
Las relaciones entre Thomson y el profesor Grant fueron tensas casi desde que se conocieron, allá en Aberdeen: Sucedió un día que Grant paseaba por la facultad con su pipa rebosante de tabaco, pero acusando una inoportuna carestía de fósforos cuando, fortuitamente, se topó en uno de los pasillos con el jovencísimo Thomson y fue a pedirle una cerilla, a lo que este último le respondió con un áspero “Fumar es para volcanes” y una carcajada fea. Desde entonces Grant no tragó al estúpido de Thomson y ahora, como tutor suyo en pleno descampado subsahariano, tendría la oportunidad de cobrar su venganza. Claro que de esto Thomson no tiene ni idea.
Atracaron en Zanzíbar el cuatro de junio de 1883. El cielo estaba encapotado y caía una ligera y fresca llovizna típica de un martes cualquiera en Stirling. Thomson dijo algo así como: “Vaya, me imaginaba que esto iba a estar lleno de negros”, a lo que Mowutu, el bosquimano que sería su guía y salvoconducto respondió: “Para ustedes, nosotros somos los negros, pero es una forma de hablar. Aquí los negros son ustedes”. Thomson se sonrojó y no dijo nada más, pero Grant enseñó los dientes con inquina en una mueca maliciosa disfrazada de sonrisa.
Al día siguiente, en el desayuno, conocieron a los porteadores, siete pigmeos albinos llamados todos ellos Tuc, que agarraron todos los bártulos y enseres y los cargaron en sus diminutos lomos, demostrando una fuerza sobreenana. Y cuando se terminó el café salieron todos juntos detrás de Mowutu a paso contento, hacia lo oficialmente inexplorado.
La primera semana no pasó apenas nada. Acampaban al raso unas noches y, cuando les cogía de camino, pernoctaban en algún motel. Un día vieron un lagarto color pistacho con la cara rosa y una cresta de espinas a lo largo del cráneo por la que segregaba una substancia pringosa que servía de remedio para la alopecia; pero pasó tan rápido que a Thomson no le dio tiempo a dibujarlo y, en su lugar, apuntó en el cuaderno: “Iguana rara”, y Grant le sancionó con una reprimenda que se prolongaría durante todo el camino.
La segunda semana casi más de lo mismo. Un día se encontraron con una cebra a medio comer. Apenas llegaba a tercio de cebra, si tal un cuarto de cuarto trasero de cebra. Los mosquitos se habían comido ya a dos Tucs y Grant increpó reiteradamente a Thomson por haberse dejado olvidado el repelente en Amberes.
Finalmente, en la jornada dieciséis, arribaron a la sabana de Tarzania, en la orilla sur del Kilimanjaro. Un pedazo de secarral hasta donde alcanza la mirada. Thomson dijo: “¿Esto es, en serio?”, y Mowutu respondió: “Esta es la tierra sagrada de mis ancestros, coto de caza y recolección desde que el hombre tiene pelo”.  Esta vez Thomson no se ruborizó ni nada, sino que contraatacó: “Pues parece un planeta rocoso”. Grant intervino: “Las acacias de por aquí son maravillosas. Su sistema de defensa es algo único en la familia de las fabáceas”. Mowutu dijo: “Pues si no te gusta mi país, tú y yo tenemos un problema”. Thomson agarró el Winchester prestado y encañonó al nativo. “¡Pero qué haces, animal!”, dijo Grant. Y Thompson resolvió: “Aquí no hay más que paja seca y putos ñus”. Y apretó el gatillo. Un fogonazo bajo el sol del Serengueti, y Mowutu cayó muerto. Tuc anunció: “¡Ha matado a Mowutu, hijo de puta!”, y se abalanzó, cuchillo de sílex en mano, a la garganta de Thomson. “¡Espera!” gritó Grant, y un segundo fogonazo dejó tieso al pigmeo. El resto de Tucs hizo un amago de atacar a los rostropálidos, pero Tuc, el más cobarde de ellos, salió huyendo y Tuc, Tuc y Tuc no tuvieron más valor que él, y le siguieron. “¿Quién va a cargar ahora con mi mochila?” dijo Grant a Thomson, a modo de reprimenda. “De todas formas se lo han llevado consigo, así que tampoco es problema”, solucionó el becario.
Durante las siguientes semanas su suerte no mejoró demasiado. Vagando solos por la sabana, sin agua ni provisiones, los problemas entre ellos no hicieron más que crecer. Un día incluso discutieron porque Grant descubrió que el plano de Sarajevo era anterior a la remodelación urbanística a la que fue sometida a principios del siglo XVII bajo el dominio de los turcos, antes del tranvía, y las ofertas de propaganda de los bazares y las tabernas de kebab estaban obsoletas.
En el trayecto, Thomson registró la tierra que iban pisando y apuntaba: “Arcillosa, rojiza, normal”.  Nada destacable. Y James Augustus, como naturalista que era, anotaba en su propio cuaderno: “La naturaleza de por aquí me resulta del todo natural. Los herbívoros pacen y rumian más o menos según los cánones. Los carnívoros, por su parte, devoran al resto. A todos nos toca el turno de ser devorados”. Nada destacable.
Así pasaron nosecuántos días más.
De pronto, el profesor Grant dormía la siesta a la sombra de una acacia cuando Thomson se alejó, apurado, para aliviar sus tripas tras un atracón de drupas silvestres. Y, desalojando el intestino, se percató de que frente a sus mismas narices una suerte de cabra extraña hacía lo propio, también puesta en cuclillas.
“Vaya… em… Hola”, dijo Thomson entonces. “Jua jua… sí… Hola”, contestó la cabra extraña. “Qué situación, ¿eh?”, bromeó Thomson. “Ya te digo”, secundó la otra. “Bueno”, dijo Thomson, soltando las últimas virutas, “Yo soy Thomson, soy un escocés”. “Mira tú por dónde”, respondió la cabra con acento del Kalahari, “Yo también soy Thomson, pero soy una gacela”. “Vaya”, dijo Thomson, dudoso, “No sabía”.
De esto que, de entre los matorrales, aparece el profesor James Augustus Grant, con cara de recién despertado, y exclama: “¡Pero qué es esto!”. Y Thomson dice: “Es una gacela, y se lama Thomson, como yo”. Grant parpadea, perplejo, y dice: “¿Una gacela? ¿Cómo una gacela?”. Y Thomson, la gacela, dice: “¡Hola, soy Thomson!”. El profesor suelta una carcajada histérica y grita: “¡Eureka! ¡La encontré! ¡La nueva especie que andaba buscando! ¡Una gacela, nada menos! ¡Con este descubrimiento pasaré a los anales! La llamaré gacela de Grant, en mi honor, por supuesto, ni que decir tiene, para que la posteridad recuerde lo que sufrí para dar a la humanidad el conocimiento de semejante criatura”.
Thomson y Thomson se miran estupefactos y, de súbito, un fiero león sale de la maleza. “Disculpad”, dice el león, “Siento interrumpir, pero, por casualidad, ¿no habréis visto un pedazo de cebra que tenía por aquí a medio comer? Estaba ahí mismo, Sali a regurgitar el íleon para volvérmelo a comer, y cuando vuelvo para acabar con el morcillo, que es, de hecho, lo que más me gusta, me encuentro con una cabra extraña y dos chimpancés pelados cagándose en mi salón”, rugió: “Y ni rastro de mi morcillo”.
Entonces Grant, del todo diplomático, propuso: “Puedes comerte a ése, si quieres”, señalando al Thomson bípedo, “Está algo flacucho y apesta, pero saciará tu apetito, aunque bien no sea un morcillo”, y añadió: “La gacela déjamela a mí, si no te importa, y con el dinero de los royalties que gane por el hallazgo te enviaré cada mes una piara de reses angus de Aberdeen bien morcillosas, para que te pongas gordo y púo”.
El león regateó: “¿Y si os devoro a todos ahora mismo y santas pascuas?”
Y salieron todos despavoridos y con el culo sucio, huyendo del león.
Pasaron las semanas, y Grant, Thomson y Thomson continuaron su vagabundaje por la sabana sin mucho plan. Un día, Grant preguntó a Thomson: “¿Y hay más gacelas como tú?”. A lo que Thomson respondió: “No soy una gacela, soy escocés”. “No tú. Tú”, replicó Grant. “Pues claro que hay más gacelas como yo”, aclaró Thomson, “Y todas nos llamamos Thomson”. “¡Como yo!”, dijo Thomson. “Pero eso no puede ser”, protestó Grant, “¿Cómo sabéis de qué Thomson habláis cuando habláis de un Thomson cualquiera?”. “No lo sé; lo sabemos”, respondió Thomson.
Quiso la providencia que cierto día, una tarde, después de un copioso almuerzo a base de drupas y raíces, sestearan Grant y Thomson a la sombra de una acacia cuando Thomson, el bípedo escocés, se alejara para evacuar su barriga entre los matojos. Encontró un buen sitio, no demasiado apartado, con vistas a la sabana, y ahí mismo destapó el esfínter occipital para erigir un hito fecal.
Apenas había depositado media carga cuando notó que, a su lado, una suerte de cabra extraña hacía lo propio en postura similar.
“Uy… vaya”, mencionó Thomson. “Juju jujuy… sí… vaya”, respondió la cabra extraña. “No te imaginas la cantidad de veces que me pasa esto últimamente”, señaló Thomson. “Sí ¿no?”, desdeñó la otra. “Tal que así”, reiteró Thomson, soltando un pedete. “Yo soy Thomson, soy un escocés”. “Pues vaya” contestó la cabra con acento de Mombasa, “Yo soy una gacela, y me llamo Grant”. “Venga ya”, dijo Thomson, alegre, “Conozco a un tipo que también se llama Grant”.
Y resulta que, sin avisar, irrumpen en la sabana Grant y Thomson, con cara de recién despertados. Grant dice: ¿Y esto?. Y Thomson responde: “Se llama Grant, como tú, y es una gacela”. “Como yo”, apunta Thomson. Grant pestañea un par de veces o tres, y dice: ¿Una gacela? ¿Cómo una gacela? ¿Otra gacela? ¿Otra distinta? ¡Soy un genio! ¡Otra gacela de Grant, la gacela de Grant granti, también en mi honor, y granti por ser más grande que la anterior!”.
Thomson dice: “Un momento”, y Thomson dice: “No es más grande, es más gorda”, a lo que Grant replica: “No estoy gorda, estoy fornida”, y Grant dice: “Es más grande porque más grande es el logro de descubrir dos especies de gacelas de Grant, que sólo una”, y Thomson continúa: “¡Yo he descubierto a las dos gacelas, así como quien caga, y únicamente la segunda se llama Grant”, y Grant: “¡Yo”, y entonces Thomson dice: “A mi no me ha descubierto nadie, yo soy autodidacta”, y Grant sentencia: “¡Aquí yo soy quien descubre y dice qué se descubre y, sobre todo, quién lo descubre, y digo que he descubierto a la jodida gacela de Grant y a la no menos jodida gacela de Grant granti, y sois tú y tú. Y tú”, señala entonces a Thomson con un índice roñoso y amenazante, “Tú me vas a comer los cojones”.
Agarró Grant el Winchester y apuntó con él a Thomson. Thomson levantó las palmas, indefenso. Thomson empuñó una lanza masái que ocultaba camuflada en su cornamenta y señaló con ella a Grant. Grant, por su parte, se limpió el culo con unos hierbajos y contempló la escena, rumiando.
Apenas sucedió en un instante, y resulta que, según diversos testimonios, Thomson dijo: “Repartámonos el descubrimiento, Grant para ti, y para mí, Thomson”, a lo que Grant repuso: “Ni de coña, Thomson fue primero. Thomson para mí, y Grant también, y ahora mismo te pego un tiro”, y Thomson: “Vale, Thomson para ti, pero déjame a Grant, por lo menos. Yo también me he pegado la caminata, y me viene de perlas para el currículo”. Grant dice: ¿Qué les pasa a estos palmípedos?”, y Thomson le responde: “Estiran sus pescuezos como las zarafas para demostrar al resto quién lo tiene más largo”. Y Grant dijo: “¿Qué más me ofreces?
                Nadie sabe a ciencia cierta qué ocurrió a partir de entonces, Thomson fue recordado por descubrir la gacela Thomson, y Grant por descubrir la gacela de Grant. Ambos murieron en 1892, en circunstancias del todo cotidianas. Habían mantenido un tempestuoso romance desde que se instalaran en Londres en otoño del ‘84 que los llevó, paulatinamente, al delirio y la histeria mórbida. En el informe forense de ambos casos se reflejó como: “una mera cistitis”.


15.10.18

bagatelas.



Como no ocurría nada, me puse la Courier y bajé al Diapasón.
—Policarpo —le dije a Policarpo cuando puse pie en su tugurio—, todos somos contingentes, pero tú eres necesario.
—Te ha crecido el mostacho —se sonrió— y las cejas, nada menos. En un par de años ya tendrás el culo como dos cocos y serás todo un hombre.
—A otro con esas, fariseo, yo ya me ato los cordones como los de quinto y hace años que dejé de calzar velcros.
—¡Estupendo! Ya hay algo que celebrar, brindemos pues ¿qué te pongo, capitán Ahab? ¿un vasito de leche, un propomentol, tal vez un bol con natillas de flan de huevo?
—Hoy nada de eso. Pretendo jaleo esta noche, dentro de un rato. Mejor saca la botella de las gárgaras, y a ver qué pasa.
—La última vez que piteaste Jäbberwocky tuviste poluciones nocturnas ad hoc y, grosso modo, in situ. Aún quedan manchas en aquel rincón y yo no pienso limpiarlas.
—Pues entonces entonces ponme una birra.
—¿La Poderosa?
—No, hoy me siento de lo más exótico ¿Quizá una Amarillo?
—¡Tú y tus bagatelas! ¿Por dónde has estado, por Estramonia? Bébete la Poderosa o te crujo ahí mismo.
Acepté la autóctona sin protestar y, sentado como estaba en el ya mencionado taburete, pivoté sobre mi trasero para ver alrededor. Nadie, niente. Volví a girarme hacia la barra.
—Oí que no queda ya nadie de los del Sándwich.
—Niente. No quedaron ni las migajas.
—¿Y qué hay de Señorjuan, se deja ver?
—¿De verdad piensas que conozco los nombres de alguno de ustedes?
—Vaya, Poli, llevo… llevamos años cayéndonos muertos por tu alfombra en diagonal. No lo sé. Sí, tal vez deberías.
—Yo no debo nada de nada, niente. Tú me debes cien y seis rixdales.
—¿Por una cerveza? ¡Si ni siquiera me has puesto la que te pedí!
—La cerveza son catorce rixdales, los otros noventa son de phianza.
Asumí la cuota quejándome entre dientes y, con los codos en posición b-38, y bebí mi cerveza en silencio.
—Oye, camarero. Oye, ¿desde cuándo dices esa charada de niente?
—¿A qué te referir?
—Nada, eso de niente, que justo lo venía pensando ahora antes y me pareció curioso que precisamente hoy te diera por usarla.
Carraspeó y subió el volumen de la teúve. Yo bebí mi cerveza en silencio y no dije ya más nada. Nada de nada. No. Niente.

22.9.18

Phábula de Esquilo y Quelonio | canto primero: El oráculo de Delfos.


Delfos, julio de 490 a.C.

                Un joven eleusino de reluciente cocorota llega a las faldas del monte Parnaso, morada por antonomasia de Apolo y su harem de nueve musas, tras seis, qué digo seis; dieciséis días de periplo, nada menos, y con toda la calor.

                Este joven de treinta y cinco años responde al antropónimo de Esquilo, y viene a pierna desde el Ática para consultar al oráculo acerca de su alopecia incipiente, también por su futuro y el de su familia; una añeja estirpe de terratenientes afincados en un bonito chalé adosado en los no poco acomodados y pudientes suburbios de Eleusis.

                Lo cierto era que, en aquel verano, caluroso, pero no tanto, la prensa de medio Egeo alertaba sobre el pneuma revanchista de Darío Palito, rey de los aqueménidas, y difundía rumores de lo más propagandísticos acerca de las ganas que éste le tenía a Atenas por el apoyo que ofreció a las polis jonias durante las revueltas del lustro pasado. Y claro, imperaba un temor generalizado hacia una inminente invasión de suelo griego por parte de esos medos morenos.

                Así que también por ello Esquilo viajó hasta Delfos para entrevistarse con la Pitia. Para saber dónde y cuándo atacarían; pues se había dejado una musaca en el horno y temía que justo llegaran los persas y se echara a perder.

                Total, que se llega a las taquillas del santuario y, una vez allí, un hombrecillo tras un cristal perforado le hace pagar dos dracmas y cuatro óbolos a cambio de dejarle entrar. “¡Dos dracmas y cuatro óbolos!”, exclamó Esquilo entonces, “Cuando era chico, con apenas diez calcos tenías tu futuro hasta solucionado”.

                Una vez dentro del complejo, se colocó al final de una larga cola de gente, que resultó ser la entrada a la tienda de regalos. “¿Suvenires?”, preguntó a otro tipo, “Pero si yo buscaba el templo de Apolo, daimones”. Le indicaron otra fila, si bien no tan larga, desde luego que más gorda, y le recomendaron que, si no traía un sacrificio de casa, pasara primero por el emporio de mascotas y pillara algo, no sé, cualquier cosa. “Aquí te sacan los dineros hasta por cagar”, vehemencionó Esquilo, y añadió: “¿Y por dónde?”. Y un índice erecto y dáctilo señaló: “Por ahí”.

CORO:                  Sucede ahora que Esquilo transpirado accede al emporio de mascotas, y ahí mismo se encuentra con una mujercilla con aires de Artemisa y suelo pélvico. El eleusino pregunta en prosa por alguna bestia que mortificar, a lo cual ella responde recitando las tarifas: ¡Liebres y felinos a seis óbolos el cuarto de kilo, lo que viene siendo un dracma, vaya! ¡Cinocéfalos enteros a dracma y medio, y los gansos por nueve óbolos, que es lo mismo! ¡Aries por cincuenta dracmas! ¡Sólo media mina! ¡Ternera a noventa! ¡Vaca ciento tres! ¡Buey por mina con cuarenta! ¡Uros a dos con diez! ¡Y justo nos queda un hipo semialado cual Pegaso que está de oferta por un talento o sesenta minas! ¡Por todos es bien sabido que cuanto más gordo y costoso sea el sacrificio, más precisas serán las predicciones de la Pitia!

                Esquilo pregunta ahora si no tendrán, por casualidad, algo más pequeño y económico, como un roedor, tal vez, o alguna suerte de lagarto, y la dependienta le responde: “Por un ratón, que por cierto son seis calcos, te predice, como mucho, el clima que hará a la tarde; y por un lagarto, a lo sumo, la hora que será en un rato… el lagarto te lo regalo”. Esquilo miró alrededor, dubitativo, meditabundo, indeciso, vacilante. Se rascó la coronilla y se mordió la uña del dedo flaco. Y, tal que así, dijo: “Ponme perro”.

                Finiquitada la transacción, nuestro joven protagonista de treinta y cinco años se presentó de nuevo al final de una larga cola de gente. “¿Suvenires?” “No, por ahí” “¡Ah!” Y, para cuando quiso darse cuenta, había pisado una elipsis y se encontró de bruces con la mismísima Mega Pitia de Delfos.

                Que pase el siguiente”, dijo la Pitia. “Ya estoy aquí”, confirmó Esquilo. “Vienes a hacerme una pregunta”, dijo la Pitia. “De hecho, vengo a hacerte tres”Tres preguntas son tres dracmas, las respuestas, como imaginarás, serán acorde al sacrificio ofrecido al dios que a usted mismo le venga en gana”, informó la Pitia. Esquilo aflojó la plata y dijo: “Traigo perro” “¿De qué raza?” “No sé, un chucho cinocéfalo, un mil leches” “¿Y cómo se llama?” “Creo que Juan” “Está bien, puso a Juan sobre el ónfalo, Consulta pues”.

                Volvió Esquilo a llevarse la garra a la coronilla, vacilante y dubitativo, indeciso y meditabundo, pestañeó varias veces y dijo: “¿Seré calvo?”. La Pitia agarró un cuchillo terrible, susurró unas palabras en griego antiguo, pero antiguo antiguo, y apuñaló a Juan en la garganta. A continuación, recogió la sangre en una crátera de bronce, se la llevó a los labios y bebió y bebió y luego escupió un chorro rojo a la cara de Esquilo estupefacto, se limpió después la boca con el himatión, sonrió, y dijo, con voz ronca y profunda: “Guau”. Esquilo se enjugó los párpados y preguntó, confuso: “¿Eso es que sí?”, a lo que la Pitia, acariciando el cadáver, contestó: “En el pelo pone eso: más calvo que un arenque”, y, mientras examinaba las entrañas de Juan, añadió: “Ya has formulado dos preguntas, ¿Cuál será última?” “No lo sé, dímelo tú” “La cuestión que habita tus adentros y que mora tus humores es mucho más sencilla y tanto más primaria, pues es la más muy antiquísima que se recuerda y que inquieta a la raza humana, y esta es cómo y cuándo moriré, y qué me espera cuando me vaya. Y a ti en verdad te digo, joven de treinta y cinco años, que hay unas alas de plumas oropeladas haciendo círculos sobre tu cocorota pelada, pero no temas por la amenaza de los medos, pues serás maratonómaco y sobrevivirás a Salamina y a Platea, aunque no te sé decir qué fecha, y te crecerá la barba y se blanquearán tus cejas, y un buen día irás derechito al Hades, con el céfalo hecho salsiki, aplastado por un oikos en un pliki”.


30.5.18

El ulam.


Si de verdad les interesa lo que voy a contarles, lo primero que querrán saber es dónde conseguí este ulam, pero no tengo ganas de contarles nada de eso. Sólo voy a hablarles de una cosa de locos que me pasó el pasado invierno. Es una historia estupenda.
Estábamos yo, Guibo, y mis tres drugos Alfrodo, Morselo y el Varano, que realmente era un varano de Komodo, sentados en el bar Pancró, exprimiéndonos los rasudoques y decidiendo qué podríamos hacer esa noche, en un invierno tórrido y aciago, cuando por la puerta apareció el Coronel Mostaza y sus secuaces.

CORONEL MOSTAZA: ¡Ahí está!¡Prendedle!
SECUACES: ¿A cuál?
CORONEL MOSTAZA: ¡A ése!

    Los secuaces del Coronel Mostaza se abalanzaron contra nosotros armados con cimitarras y muy mala cara. Morselo dijo:

MORSELO: ¡Fuegodoro!

    Y el Varano escupió un chorro de baba flamable sobre los enemigos. Yo caí presa del pánico por no haber asistido a los ensayos y me hice el muerto, pero Alfrodo, que conocía la estrategia, arrojó un cigarro encendido y certero a los secuaces del Coronel Mostaza, y así murieron calcinados.

CORONEL MOSTAZA: ¡Maldición!

    El Coronel Mostaza sacó su pistola reglamentaria y disparó a Alfrodo, acertándole en el cuello. Alfrodo gritó:

ALFRODO: ¡Ulam!

    Y cayó muerto.

    Morselo, lleno de cólera, agarró la botella de fuegodoro y practicó con ella una espantosa herida en la cabeza del coronel, dejándolo casi muerto.

YO DIJE: ¿Qué ocurre?
MORSELO: Mató a Alfrodo.
Y YO: ¿Y ahora qué hacemos?
VARANO: Vayamos a jalar una vaca o algo.
MORSELO: No. Tenemos que esperar a que éste se despierte para interrogarle. Buscaba a Alfrodo por algo y vamos a averiguarlo. Tú, Varano, vigílale, que no se escape. Y tú, Guibo, registra a Alfrodo por si encuentras alguna pista.
YO: ¿Y tú?
MORSELO: Fuegodoro.

    Miré en los bolsillos de Alfrodo y no encontré más que un puñado de monedas y pañuelos de papel usados. Le dije a Morselo:

LE DIJE: No lleva nada encima.

    Y Morselo, con los labios sucios de fuegodoro, me dijo:

MORSELO: Pues entonces busca dentro.
Y YO EN PLAN: ¿Cómo dentro? ¿Dentro?
MORSELO: Mira en su culo.

    Y efectivamente, en su culo, Alfrodo escondía un ulam.

MORSELO: ¡Por todos los yarboclos! ¡Un ulam nuevecito!
YO: Bueno, más bien semiusado.
MORSELO: ¡Con razón lo querían muerto! ¡Un ulam! ¿Te das cuenta? ¡Por un ulam yo mataba hasta a mi padre!
Y YO: Ya, pero… ¿Cómo se usa?

    En eso que el Coronel Mostaza despierta y grita:

CORONEL MOSTAZA: ¡Soltadme, hijos de puta!

    Y el Varano le da una dentellada de lo más infecciosa y bacteriana en toda la garganta que lo deja muerto.

MORSELO: ¡Varano idiota! ¡Queríamos que nos dijera por qué buscaban a Alfrodo!
VARANO: ¿No le buscaba por el ulam?
Y MORSELO: Ay, pues es verdad.
ENTONCES YO: ¿Y ahora qué hacemos?
VARANO: ¿Vamos a jalarnos el cadáver de éste o qué?
MORSELO: No. Antes tenemos que determinar quién se queda con el ulam.
YO PROPUSE: ¿Lo compartimos?
MORSELO: ¡Es un ulam, maldita sea! ¡No se puede partir en tres partes! ¡Ni siquiera se puede partir en una parte!
VARANO: Yo me quedo con el cadáver, que está fresco.
MORSELO: Entonces sólo quedamos tú y yo.
Y YO: ¿Quién, yo?
MORSELO: Sí, tú. Nos lo jugaremos a muerte.
YO DIJE: ¡Qué me dices!
MORSELO: Te lo digo. Y agradece que te doy una oportunidad. Yo maté al Coronel Mostaza y debería ser el que se quedara con el ulam por derecho.
Y YO: ¡Tú sólo lo noqueaste! ¡Fui yo quien sacó el ulam del culo de Alfrodo! ¡Me lo quedo yo!
MORSELO: ¡Pero si ni siquiera sabes lo que es!
VARANO: ¡Este páncreas es delicioso!
Y YO: Si no quieres compartirlo o me lo quedo yo o lo rompo.
MORSELO: No te atreves.

    Agité el ulam sobre la cabeza de Morselo y le reté a cogerlo.

LE DIJE: ¡Agárralo si llegas, cabezahueca!

    Y Morselo me tiró un puntapié a los yarboclos, dejándome casi muerto. Dijo:

MORSELO: Pues te quedas sin ulam, idiota.

    Me quitó el ulam, lo metió en su culo y huyó para siempre.

Ralph Steadman

 

18.5.18

El último trago de Benjamin Franklin.


 Diapasón. interior. noche.

Benjamin Franklin irrumpe en silencio con aires decimonónicos y un gabán medio nuevo que gasta un parche del sándwich eléctrico en la solapa. Geraldino, a ese lado de la barra, dormita abrazado a una botella de vidrio despojada de mistela y Policarpo, a ese otro, gobierna la taberna con mano de sebo —lo cual resulta una paradoja, pues su gobierno se basa en servir a su misma vez—. Nadie sonríe.

Bosse-de-Nage, por el contrario, acecha todo oculto en las entrañas de la máquina de tabaco. Pero esto no lo sabe nadie, si acaso Policarpo, tal vez sospeche.

Benjamin Franklin se acerca a la barra y la golpea con su índice erecto, varias veces. A continuación, abre la bocota y se lleva dicho dedo a sendas fauces; apuntando directamente a un gorlo sediento, histórico, y enrarecido. Policarpo le observa y atiende; sirve una jarra de cerveza de lúpulo y podreínas, y se aparta de nuevo sin hacer ruido. Benjamin Franklin (de ahora en adelante, Benjamin Franklin) se bebe aquello de medio trago, hace una mueca sorda, como de eructo, y vuelve a salir por la puerta, con paso torcido y redoblado.

Afuera sucede un relámpago.

Voz de Morselo, desde la calle: ¡Ay, caramba!

Por la puerta entran Longaelisa y sus piernas piernas piernas, seguidas de Morselo e, inmediatamente, el resto de Morselo. Piden copas de jarabe de perla con drencrom y Policarpo provee. También solicitan unos chupitos de fuegodoro, Policarpo abastece. ¿Un poco de sal? Policarpo surte ¿Qué tal unas rodajas de lima? Policarpo suministra.

Morselo: ¿Has visto cómo de chamuscado quedó aquel tipo?
Longaelisa: ¡Uh, qué asco, qué asco!
Morselo: ¡Y cómo le implotó la golová!
Longaelisa: Me cago en la leche, Morselo. Como no te calles ya con eso cojo y me marcho y san si te he visto ni me acuerdo. 
Morselo: ¡Vamos, vamos, Longa Longaelisa! Dame un beso y no te enfades. Me divirtió, eso es todo. Anda, dame un beso, dámelo.
Longaelisa: Aparta, nudibranquio, o te practico un octavo orificio en la quijotera.
Morselo: Sólo era una guasa.
Longaelisa: Pues yo me voy a casa.
Morselo: ¿Me llamarás?
Longaelisa: ¿Eh?
Morselo: ¿Eh, qué?
Longaelisa: Que si te llamaré.
Morselo: ¿Mañana?
Policarpo: Venga, Morselo, no seas tan tan y deja marcharse a la muchacha.
Longaelisa: Buenas noches, Policarpo. (sale)
Morselo: ¿Me llamará?
Policarpo: No tengo ni la menor idea de qué yarboclos hablas.

     *Nótese aquí un ligero anacronismo: Los episodios acá representados se sucedieron más o menos en la segunda quincena de abril de 1854, y Morselo hace reiteradas referencias al teletrófono, dispositivo de comunicación que no se inventaría hasta 1854, pero a finales de año. De ahí que ni Policarpo ni Longaelisa comprendan lo que quisiera decir Morselo, el cual, el pobre, por ser analfabeto y no escuchar la radio, ni leer las gasetas, no se había enterado todavía de que tal artefacto aún ni existía.

(ELIPSIS)

Por la puerta ahora hace aparición un abigarrado cuarteto de hoplitas: Caecio y Argestes y Libis. Caecio, con pantalones de cuero negro y bufanda del Poli Ejido, solicita un granizado de níspero y que corra el aire. Argestes, rubio y ario y lleno de gracia, deposita una cornucopia rebosante de frutas y gramíneas sobre la barra y pregunta por quizá un licor dulce o, si no lo hubiere, una copichuela de vino para hacer un bodegón. Y Libis pide un cenicero. Recogen la comanda y se apartan al rincón, con viento fresco.

Policarpo (a Morselo): ¿Por dónde iba?
Morselo: Fuegodoro.

Policarpo abastece.

Policarpo: Total, que el tal Juleo y la tal Rumieta eran dos y locos y enamorados. La una, era hemofílica y el otro, por su parte, padecía de tensión baja. Ésto no lo sabía ninguno. Y sucedió que, de mutuo acuerdo y por motivos familiares que no recuerdo, decidieron acompañarse hasta la muerte y, tal que así, un buen día, abriéronse las venas.
Morselo: ¡Uy, qué disgusto!
Policarpo: Sí, sí, pero ahí no termina.
Morselo: ¿Y cómo termina?
Policarpo: Pues con la desgracia de que a ella el crobo le borbotó en un santiamén, y espiró en un suspiro.
Morselo: ¡Oh, Rumieta! ¿Y qué fue de Juleo?
Policarpo: Juleo tardó bien lo suyo en ficarla, agonizó cosa de tres noches o así, y se aburrió sin remedio.
Morselo: Vaya, Policarpo. Desde luego que todos somos contingentes, pero tú eres necesario.
Policarpo: Lo que tú necesitas es un buen corte de pelo.
Morselo: Al menos me queda este medio gabán medio nuevo.
Policarpo: Sí, no está mal.

Mientras tanto, en el rincón, unos hoplitas desarraigados discuten sobre el tiempo.

Argestes: ¡Otra vez lloviendo! ¿Te lo puedes creer?
Libis, fumando: ¿Quién, yo?
Argestes: No, digo a Caecio.
Caecio: ¿Eh?
Argestes: Que si te lo puedes creer.
Caecio: Yo creo que hace calor calor calor y me pesa la mandíbula.
Argestes: Eso es cierto, ¡qué mandíbula tan enorme!
Libis, viejo: A mí lo que me molesta es que no paréis de moveros.
Caecio: Incluso si te da por pensar en cualquier cosa, fíjate.
Argestes: ¿Qué dices?
Caecio: Que a mí se me antoja inimaginable un mundo en el que nunca se hubieran inventado los relojes, fíjate. ¿No crees?
Argestes: Ya, pero no estaba hablando de esa clase de tiempo.
Caecio: Bueno, incluso si te da por pensar en cualquier cosa.
Libis: ¿Y Juan?
Argestes: Murió. Pero el mes pasado.
Caecio: Ya era hora.
Libis, viejísimo, tose y se hace viejo: Supongo que, después de todo, decimos buen tiempo a esos ratos en los que no pasa nada.
Caecio: Ni una nube, nada.
Argestes: Pues por eso digo, que a ver si escampa.

Ahora sucede que un vidrio se hace añicos contra el suelo provocando tremendo alboroto.

Morselo: Uy, se me cayó.
Geraldino, lleno de cólera y eructando moscas: ¿Cómo has dicho?
Morselo: Que se me cayó, uy.
Policarpo: Está trompa.
Geraldino: De ninguna manera. Aquí no toleramos esas creencias de pacotilla, esos rollos neotonianos de la tiranía gravitacional. Me enferma.
Moselo: ¿Y con qué se comulga entonces?
Policarpo: Verás.
Geraldino: Aquí comulgamos exclusiva y pluscuamperfectamente con la ley de fuga de vacío hacia la periferia; esto es hacia arriba.
Morselo: Tomo nota.
Geraldino: Más te vale.

El espectro de Benjamin Franklin irrumpe en silencio con aires de ectoplasma y chamusquina. No viste ningún gabán, sino un halo fantasmagórico y terrible. Así, de esa guisa, se acerca a la barra. Pero nadie puede verle. “Olvidé pagar la birra”, le susurra a Policarpo en sueños, con acento de psicofonías. “Lo sé”, responderá éste, más tarde, en su cama, bien durmiendo, “Que sea la última vez”. Y el otro contesta, con esa misma voz: “Pero por supuesto”.

FUNDIDO A AMARILLO

9.5.18

Ejercicios de Estilo: Breve.



Hoy sucedió que iba en bus, para ver a mi tío, y un tipo estornudó y se le salió un ojo. Después, cuando llegué a donde mi tío, descubrí no más que un hoyo. Eso hoy. Y ya.


9.1.18

Lemniscata.

La única diferencia entre realidad y ficción, es que esta última ha de tener sentido.
 —Tomasso Leonardo Clancini


En esta época del año, las pareidolias reverdecen y estiran sus ancas al nadir, lo cual es un espectáculo, y yo aprovecho para darme paseos anónimos con mi vieja pipa Dr. Plumb y mis katiuskas color burdeos, intentando no pisar los romanescus en flor que brotan a ambos lados de estos senderos. Paseo como un gato embotado y sin sombrero en la cabeza. Paseo como un pantocrátor desdibujado y mohíno, con los calcetines de distintas cromalidades por encima de estas destartaladas alpargatas bizantinas. Paseo sin mirar nada en concreto y, como ya dije, anónimo del todo; pues no dediqué tiempo a soñar en las agrietadas y últimas estaciones, y, con esas, lo que pasa es que se me olvida mi nombre y mi rostro y hasta mi talla de copa y jarra, y entonces sólo se me ocurre inventarme lo que sea o, en cambio, verme culpablo frente al espejo, que me señala.

Yo en mi casa no tengo ningún pájaro enjaulado, pero sí que tengo ciento, mil, miento, volando. Volando alrededor y van y vienen, cuando quieren, acá, acullá, y ellos mismos se procuran su alimento y su cobijo. Me brindan la compañía de sus trinos y yo, a cambio, les doy miedo. Por eso luzco esta aureola obscura de dios del limo. Porque soy de veras un dios del limo, aunque sea sólo para aquellos pájaros.

Tal vez sólo sea un vago. Y de tales lodos esta barba.

Conque farfullo y continúo con mi paseo anónimo, así en zigzag; para que el camino resulte más largo.

En un cruce de carreteras fui a encontrarme con mi sombra. Después de tanto tiempo, apenas nos reconocimos. Le pregunté por mi eco, pues le perdí la pista en el segundo volumen, y me contestó con mímica que tampoco él me echaba de menos, me echaba de menos. Así que nos dimos la mano con un ademán de falso desdén y cada cual siguió su camino.  Una situación torpe e incómoda, ya que ambos fuimos a tomar la misma dirección; pero sólo hasta caer la noche.

Esa noche no dormí; me tumbé panza arriba entre los romanescus y conté estrellas en el cielo negro: Ninguna.

Por la mañana encendí la pipa Dr. Plumb y me sacudí la escarcha de las pestañas. Solté una vaharada de humo gris sin toser, y después ejercité unos cuantos aros de vapor gris mostaza humedecido. Por último, exhalé una cascada ascendente de gas violáceo de la boca a la nariz. Volqué la pipa Dr. Plumb, y dejé que las brasas se consumieran en el suelo.

—Cómo has cambiado —recalcó un charco que había cerca y que yo no había visto nunca.
—No es que yo haya cambiado —repliqué—, es tu mirada la que no lo hizo.

Y es cierto; yo no conocía de nada a ese charco, ni jamás lo había visto antes, pero desde luego que pude reconocer esa mirada mate. La misma mirada mate de siempre.

Al fondo, se adivinaba una torre; pero no era más que la cofa de una balandra que naufragó hará cosa de un mes en la bahía y que, nadie sabe cómo ni con qué propósito, continuó su travesía tierra adentro sumergida por el fango, entre piedras y pantanos, para ir a dar justamente a ese punto del horizonte, al fondo, casi lejos. Pero si bien es cierto que un buen día nos morimos, también lo es que los demás días no.

Después se hizo de noche.

Esa noche no dormí; me tumbé panza arriba entre los romanescus y calculé cuántas caras tiene la luna: Una.

A continuación, sucedió un estruendo y un temblor sacudió la tierra y parte de esos cirros que no se alejan, y me levanté de súbito y malhumorado. Una grieta se abrió en el fondo de un charco (pero no el charco de antes, sino otro charco distinto, aunque bien parecido), y el charco se derramó a las profundidades practicando una espiral y la grieta siguió avanzando y me atravesó por el meridiano, dejándome hecho dos feas mitades; la una, medio deshecha, y aquella otra, a medio hacer.

Por la mañana encendí la pipa Dr. Plumb y me organicé de nuevo. Esto es recomponerme, aunque con lo izquierdo al derecho y lo derecho al revés.

Esta vez fue a hablarme una rama aguada que se había quebrado bajo el peso de mis hígados.

—Anda y lárgate de aquí —me dijo la muy—, llevas dos noches aplastándome con tus orinocos.

Y yo fui a responderle “Tú te lo pierdes”, pero en su lugar pensé: “Tú te lo vas a perder”.
Entonces me mordió. Aquí, en la pierna. Y me fui con la tibia tibia y un escozor inasumible. El mismo escozor mate e inasumible de siempre.

Y me tropecé con uno de esos bucles de los que sólo te salva un lunes.

Pero no hay lunes en esta época del año.

En esta época del año las pareidolias reverdecen y estiran sus ancas al nadir y yo deambulo nadie y amarillo y luzco un eclipse en la chimenea como un dios del limo, que tampoco es que sea un demonio, pero que, desde luego, es poco santo.

Y esa noche no dormí. Tampoco hice más preguntas.

Saqué mi vieja pipa Dr. Plumb y observé las cenizas y las manchas de hollín de mis katiuskas color burdeos.

Después, una tormenta apagada y en silencio.

A continuación, vino a hablarme a mí un suéter sin adulterar, pero en un dialecto extravagante y, por ende, no supe qué discutir, y me callé.

Yo sólo quiero protestar, y que nunca más amanezca.

Tal vez no sea más que un brécol.

Perseguí el sol un rato más, o una Era básica, y tan pronto se ocultó tras la cofa de aquella balandra, allá, casi cerca, fue a despuntar por mi nuca, a mis espaldas, y volví a encontrarme con mi sombra. Apenas me reconoció, pero me preguntó que cómo estaba.


Entonces fue cuando encendí de nuevo mi vieja pipa Dr. Plumb y, con una vaharada de humo mate, le dije: Infinito.

Daniel Johnston