16.5.19

Las aventuras de Panocchio: Escena primera.



Teofrasto Paracelso (no confundir con Teofrasto Paracelso, alquimista, médico y astrólogo suizo) es un tipo normal y amalfitano que pasa las noches laborando en la cocina del Casino Felice, un lupanar obscuro, mancebía por excelencia de la angosta aldea de Estrómboli, en Estrómboli.

                Teofrasto no es conocido por sus platos, pues nunca firmó ninguno, pero él mismo se enorgullece de preparar un kalanchoe e funghi con salsa de cilantro para quitarse el sombrero, aunque no lo pida nadie, y el bomodojopo de alcapárragos también le queda de rechupete, los mejores alcapárragos del archipiélago, dice él a menudo, pero esto apenas aparece en las comandas. Lo que más se solicita en el Casino Felice, olvidando los licores y los orificios, es pez con papas y mazorcas de maíz.

                 Esta noche, la noche del veintipico de setiembre, Teofrasto Paracelso se encuentra sentado en un taburete de madera de olmo, frente a un cubo de plástico, pelando panoyas.

TEOFRASTO PARACELSO: ¡Ay de mí, otra vez pelando panoyas! ¡Yo, amalfitano como el que más, pelando panoyas! ¿Para qué? ¡Para un atajo de depravados! ¡Ingratos!  ¡Yo, que tuve que cruzar el Tirreno oculto en un barril sin lavabo propio, perseguido por la Inquisición Española como consecuencia de mis descubrimientos y avances en la ciencia gastronómica! ¿Así me lo pagan? ¡Así me lo pagan! ¡Necios! ¡Pelando panoyas en un burdel!

                Por el ventanuco de la cocina, a espaldas de Teofrasto, aparece el busto ecuestre de Juan Hunyadi, alias Azote de los turcos, que regenta la taberna del Casino Felice, sobre todo esporádicamente y para fastidiar a Paracelso, en opinión de este último.

BUSTO ECUESTRE DE JUAN HUNYADI: ¡Oye tú, amalfitano! ¡Deja de quejarte y pela esas panoyas, que esta noche viene el condeduque de Filicudi!

TEOFRASTO PARACELSO: ¡Ya va, ya va! (Aparte, entre dientes, como un amago de susurro, perfectamente oíble) Será idiota, por mí como si viene a cenar con su puta vieja.

BUSTO ECUESTRE DE JUAN HUNYADI: ¡Tú pela esas panoyas! Que al seboso le pirra el maíz en manteca y los perineos.

TEOFRASTO PARACELSO: ¿Qué seboso dices?

BUSTO ECUESTRE DE JUAN HUNYADI: ¡El condeduque de Filicudi!

TEOFRASTO PARACELSO: ¡Por mí como si viene con su puta vieja!

BUSTO ECUESTRE DE JUAN HUNYADI: ¡Por todos los húsares de Hungría, tú pela esas panoyas!

                Y siguió Teofrasto Paracelso cogiendo panoyas del cesto (o del saco, en su defecto), pelándolas, y dejándolas en otro cesto (éste sí que tiene que ser un cesto de todas todas), listas para cocinar. Panoya tras panoya hasta que alguien se aburra y se largue. (Pasa una concubina con un cartel con el palabro ELIPSIS inscrito, al estilo de las azafatas de los combates de boxeo). Coge otra panoya, la pela, y al cesto, y otra panoya, y la pela, y así.

                De pronto, una panoya en particular se revuelve en el cesto (o el saco).

PANOYA: ¡Espera, no me peles! ¡Soy una panoya que habla!

TEOFRASTO PARACELSO: ¡Lo que me faltaba! ¡Ahora una panoya que habla!

PANOYA: Y no sólo eso; también recito y tarareo. Perdóname la vida, hazme el favor, anda. Y te concederé tres deseos.

Teofrasto hundió la manaza en el saco (o en el cesto) y, a tientas, agarró la panoya parlante (que era, en efecto, la única que palpitaba) y la sacó del mismo (lo que fuere). La examinó. Se trataba de una panoya vulgar y corriente a ojos vista, pero si cualquiera se fijara en ella detenidamente, podría localizar unos grandes ojos de panoya en uno de sus costados, que bien podrían ser sus ojos, e, inmediatamente debajo, una boca enorme de amarillas muelas por la que, definitivamente, podía hablar, recitar e incluso tararear, aun siendo, a fin de cuentas, una simple panoya.

TEOFRASTO PARACELSO: ¿De verdad que concedes deseos?

PANOYA: ¡Pues claro!

                En ese instante, el grano de maíz de la punta de esta panoya en particular, conocido en los círculos agrimensores como cariópside zero, lo que es el picacho del olote, vaya, pues ese grano justo estalla y se metamorfosea en palomita de almidón, dejando a la panoya una calvicie incipiente en plena cocorota, apenas flanqueada por un par de lacias espigas.

                Y así fue cómo Teofrasto Paracelso indultó a la panoya de ser pelada y la adoptó como su vástago, pupilo y heredero, otorgándole el humilde, gentil, democrático y desinteresado sobrenombre de Panocchio.