26.1.20

Una de piratas.

ilustración: Rubén Padrón


A mediados de abril de 1691, el buque La Chalagne zarpó del puerto de Marsella rumbo a las Indias Orientales bajo el mando del capitán Connard, cuya misión era introducir en el mercado mogol la devoción por los quesos franceses, para después regresar con copiosos cargamentos de seda sedosa y calicó y, ya puestos, un buen puñado de esclavos. Además, se pretendía llevar a cabo el ambicioso cometido de establecer una ruta comercial más rápida atravesando el canal de Suez, el cual, por aquel entonces, no estaba aún construido y se le decía Suez a secas, literalmente.

Tras una calmosa y más bien aburrida travesía por el Mediterráneo, con escala en Palermo para aprovisionarse de vino, La Chalagne arribó a la costa norte de Egipto y atracó en el lago Bardarwil. El objetivo era varar el navío en aquella ensenada, sacarlo a tierra mediante un intrincado sistema de poleas de lo más complicado, auparlo sobre unos troncos que hicieran de fulcros rodantes, y así desplazarlo con discutible facilidad a través de las arenas del Sinaí hasta alcanzar el mar Rojo. Pero tuvieron problemas a la hora de negociar el salvoconducto con el sultán otomano, un tal Suleimán palito-palito, que les exigió el pago de doce pipas de vino, justo lo que llevaban consigo, ni más, ni menos. Connard asumió la cuota a regañadientes, temeroso de enfrentarse a semejante empresa por el desierto sin gota de alcohol, pero sobre todo por el riesgo de un amotinamiento de la tripulación perfectamente justificable.

El trayecto por Suez a secas fue de lo más fatigoso y abstemio. Sucedió una trifulca provocada por una discusión entre dos oficiales acerca de si las bestias jorobadas que les salían al paso tratábanse de camellos o más bien de dromedarios, con resultado de varios muertos por apuñalamiento. Además, habían olvidado en Marsella el protector solar y sufrieron numerosas bajas añadidas, a causa de las quemaduras y los inevitables síndromes de abstinencia.

Finalmente, alcanzaron el mar Rojo (que resultó ser, para decepción de todos, azul) en un glorioso catorce de mayo, pero, por desgracia, descuidaron comprobar el estado de la quilla, desgastada por la fricción con los troncos, y La Chalagne se fue a pique sin remedio nada más ser rebotada al agua, dejando únicamente un par de supervivientes cuya historia, a partir de aquí, es la que nos ocupa.

Pier y Fransuá, grumetes de poca monta y nada instruidos, sobrevivieron por pura casualidad al encontrarse sesteando en la cofa en el momento del naufragio, con tal fortuna que ésta fue la única pieza de La Chalagne que se mantuvo a flote. Despertaron una semana después, navegando a la deriva, ya cercanos a Bab el-Mandeb, en compañía de un balón de playa Nivea que resultó no ser para nada locuaz.

“¿Falta mucho?”, preguntó Pier. “Te he dicho ya mil veces que sí”, respondió Fransuá, mientras redactaba una epístola a su madre querida. “Joder, me muero de hambre”, dijo entonces Pier, “¿No tendrás un poco de queso?”. “¡Merde, Pier!”, contestó Fransuá, ofuscado de veras, “¿Es que no puede uno escribirle una epístola a su madre querida con un poco de silencio?”. “Pero si tú no sabes escribir”, objetó Pier. “Ni mi madre leer”, dijo Fransuá, “Pero eso no es excusa”. “¿Y cómo pretendes hacérsela llegar, eh?”, inquirió el primero. “Con esta botella de aquí”, resolvió el otro.

                Pasaron los días y la situación de Pier, Fransuá y el balón de Nivea no mejoró demasiado; extraviados bajo un sol tropical abrasador, bañándose de vez en cuando en las aguas del Índico para refrescarse, subsistiendo a base de los percebes que se iban adhiriendo al casco sumergido de la cofa… lo cierto es que ni tan mal. Fransuá terminó su epístola satisfecho con la elegancia de sus garabatos y arrojó la botella al designio de las corrientes. Pier dijo: “¿Falta mucho?”. Y Fransuá volvió a responder: “Que sí”. Y para cuando quisieron darse cuenta habían llegado a esa inhóspita región señalada en las cartas de navegación con el inquietante lema de “Aquí hay dragones”.

                “Por cierto”, comenzó a decir Pier, “¿A dónde vamos?”. Fransuá, ya carente de paciencia y francamente deshidratado, contestó: “No sé cuántas veces tengo que decirte que a Madagascar”. A lo que Pier respondió: “¿Y eso? ¿Es que no volvemos a Marsella?”. Y Fransuá soltó su perorata: “Ni por asomo. Nos dirigimos a Libertalia, la tierra de los hombres libres comandados por el electo capitán Misson. Donde todo es de todos y el sudor de la frente de cada uno tiene su justa retribución. Donde no hay más ley que la que beneficia a la hermandad al completo y donde uno puede tirarse a la bartola fumando hierba mientras escucha a los Maytals en paz sin que ningún rey de pacotilla se meta con nadie. ¡La utopía, amigo mío! Vamos allá donde nuestros cuerpos nos pertenezcan sin ser explotados por ningún poder superior”. “Vaya”, respondió el otro, “Suena de lujo”. “Y tanto que sí”, confirmó Fransuá. “¿Y falta mucho?”, preguntó de nuevo Pier. “Ya casi estamos”, dijo Fransuá, con los ojos brillantes, “Mira, por babor ya se adivina la costa”. “¿Eso que es, a la izquierda o a la derecha?”. “¡Ahí mismo!”, señaló Fransuá. “¡Es verdad! ¡Hurra!”.

                Pero el regocijo les duró lo justo, pues enseguida el balón de Nivea exclamó: “¡Ojo cuidao!”, y una panga terrible, de unas diecisiete toneladas, nada menos, emergió fugazmente de entre las olas y los engulló a todos, cofa incluida, en un bocado atroz.

                Sin embargo, la botella de Fransuá llegó felizmente a su destino, pero con una demora de trescientos años, en 1987, y se descubrió que la epístola que contenía era una traducción al portugués casi literal del octavo capítulo de Luz de agosto, de Faulkner. Lo cual no deja de ser un auténtico misterio cuya solución jamás obtendrá respuesta.

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