He tomado por costumbre refugiarme en el Sol Naciente cuando
no consigo escribir nada, cuando no se me ocurren historias y empiezo a dudar
de mi capacidad para tratar con ellas. La primera vez que oí hablar de este
sitio fue en una vieja canción que hablaba de todos aquellos que se habían
perdido entre dados y tragos; por aquel entonces me interesaba realmente todo
aquello, todos esos falsos héroes de barra de bar que siempre tenían historias
que contar, ese espíritu de la decadencia que busca redención en sitios
equivocados, ese fondo de cada botella que quema la garganta y ese “dame de
beber, bestia, ¿no ves que me divierte?”
Me fui sumergiendo poco a poco, dejando casi siempre buenas
propinas y despertándome tarde al día siguiente con mala cara y la vieja náusea
de ojos rojos. Así me gané el pálido triángulo en la muñeca, señal de los que
suspiran a menudo con la mirada perdida en un universo de burbujas y cavilan
lánguidos y deshechos por entre las espirales de un cuaderno garrapateado.
He probado a meditar, y creo que funcionó un rato de veras,
pero enseguida se me olvidó cómo respirar y abrí los ojos en otra pieza que era
la misma otra pieza de siempre. Preparé algo de café y lié un cigarro de
hachís, entonces pensé que hacía tiempo que no me dejaba caer por aquel tugurio
del barrio francés donde el suelo está pegajoso por el bourbon y las moscas
practican sus bailoteos brownoideos que nos matan de risa.
La anarquía de los pequeños ruidos en la quijotera y el
celofán. Canicas, cajas de cerillas, tonterías. He fabricado un escritorio de
madera inventada y joroschó con un montón de cajones donde guardaré todas las
páginas sinceras que a mí me gusta llamar calcetines. En otro rincón he puesto
un cordel donde Alonzo tiende la ropa con pinzas de muchos colores para cuando
consiga concentrarme, y es que aquí en el Sol Naciente se me permite hacer de
todo mientras me emborrache y deje propinas.
—Recuerdo hace unas noches —le dije al mozo tras la barra—
pensé en un tipo llamado Franz Flanagan que cierto día se despertó hecho un
flan. No le dio mucha importancia y se quedó tumbado blando y fofo. Así de esta
forma. Por la tarde ya no era más que una suerte de natilla de carne y seso y
al caer la noche se escurrió por entre las rendijas y se diluyó en la humedad de
la atmósfera. Supongo que la moraleja es —bebí un trago de algo— que cuando uno
se siente como un total pusilánime lo único que puede hacer es levantarse de la
cama. Aunque sea para ir al bar.
* * *
Ha pasado tanto tiempo desde que atravesé por vez primera
aquella puerta, calado hasta los huesos y lleno de frío. Perdí mi brújula un
día de esos y ni con este o este sol me oriento. Esa casa junto al río fue la
ruina de muchos otros antes y ahora yo soy uno. Soy mi propia bola con cadena y
alguien o yo mismo ha cambiado la cerradura. Me han enseñado que toda esta
oscuridad es necesaria para que nos obliguemos a encender las lámparas y por
eso empiezo a aceptarla. También a veces enciendo las teas equivocadas, pero
procuro estar atento, o al menos intento intentarlo. Me he prometido prometerme
que no voy a volver a volver a sentir que me siento solo. También me he
prometido dejar de repetirme y dejar de repetirme.
Ahora hay una voz que canturrea.
Ché, cebá el mate y a la ventana
asomate.