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28.2.22

Phábula de Esquilo y Quelonio | canto decisorio: El asunto quelonio (Parte II)

(Parte I)

              Hermes, el heraldo de los dioses, desciende de los cielos sostenido por sus deportivas Niké aladas, sacude su caduceo engalanado con guirnaldas y anuncia:

HERMES:             ¡APUESTA, APUESTA, APUESTA!

ESOPO:                ¡Estupendo! Ya está todo dispuesto para el pistoletazo de salida, honor que corresponde al semicentauro Antónios, el único centauro de la ecúmene que carece de cuartos traseros equinos.

ZENÓN:               Pues a mí me parece un tipo normal.

               En ese precioso instante, Antonios levanta sobre su cabeza una Smith & Wesson reglamentaria y dispara al aire, acertándole entre los ojos a un meteco de entre el público, y da comienzo la espantada.

ESOPO:                ¡Y ahí van! ¡La cierva de Cerinea se coloca rápidamente en primera posición, seguida de cerca por la liebre! La nube de polvo en suspensión apenas nos deja percibir lo que ocurre… ¡Oh! ¿Qué es lo que veo? ¡Parece que el catoblepas ha aplastado con sus pesuños a la mantícora enana! ¡Primera baja de la jornada!

ZENÓN:               Ha quedado convertida en un auténtico despojo, desde luego.

PORFIRIO:           ¡Qué infortunio!              

ESOPO:                ¡Atención ahora porque se acercan a la ribera del Glafkos! ¡La cierva lo salta con la elegancia de un gamo, la liebre hace lo propio y les siguen todos los demás haciendo gala de las más diversas técnicas de natación, brinco y/o planeo! ¡Pero qué ven mis ojos! ¡Parece que el hipocampo está teniendo problemas en su propio elemento y…! ¡Sí! ¡Se va a pique sin remedio! ¡Hipocampo fuera!

PORFIRIO:           ¡No! ¡Era mi favorito!

ZENÓN:               ¡Pasto para las anguilas electrónicas! ¡Guau!

ESOPO:                ¡Ojo, que aquí no hay pausa! ¡Un tartesio emperifollado de luces irrumpe en el camino con mucho arte y apuñala al ofiotauro en todo el lomo con un estoque de Damocles! ¡Otro menos!

ZENÓN:               ¡Olé!

PORFIRIO:           ¡Desde luego, no hay derecho!

ESOPO:                ¡Se aproximan ahora a la encrucijada de Clarksdale, Misisipi, donde deberán tomar el camino de la izquierda para no salirse de la ruta! ¡Pero qué le pasa a la esfinge, por Hécate!

PORFIRIO:           ¡Parece que duda!

ZENÓN:               ¡Efectivamente! ¡No sabe qué camino escoger!

ESOPO:                ¡Me cago en el lacto! ¡Se acaba de desgarrar la garganta con sus propias zarpas, presa de la desesperación catatónica!

ZENÓN:               ¡Fíjate cuánta sangre!

PORFIRIO:           ¡Vaya chasco!

ESOPO:                ¡Y esto no para! ¡Quien tiene problemas en este momento es el catoblepas, que parece estar sufriendo un ataque de asma neumática por el esfuerzo! ¡Vaya! ¡Ha caído rendido entre estertores agoreros!

PORFIRIO:           Una hiperventilación alveolar de libro.

ZENÓN:               Sí, está muerto.

ESOPO:                Repasemos la clasificación; En el céfalo de la carrera la preciosísima cierva de Cerinea, seguida de cerca por la liebre, con varios cuerpos de ventaja sobre el pelotón compuesto por el resto de supervivientes de la hecatombe. Y atrás, más atrás, muy atrás, por detrás del todo, el pobre pobre quelonio, que por lo menos sigue a su ritmo lánguido, pero sin pausa. ¿Cómo lo ves, Z?

ZENÓN:               Pues te diría que, según la paradoja de la flecha y a efectos cuánticos, en este preciso instante no se está produciendo movimiento alguno, oigan.

PORFIRIO:           ¿Cuánto de cuántico?

ZENÓN:               ¡Cuantiquísimo!

ESOPO:                Hablando de flechas, ¿Habéis visto esa saeta silbando por los aires?

PORFIRIO:           ¡Ay, mi madre! ¡Es Heracles! ¡Parece que trata de dar caza a la cierva con su arco, el muy canalla!

ZENÓN:               Pues no es temporada…

ESOPO:                Tranquis, por muy semidiós que sea, jamás alcanzará con sus flechas a la divina divina cierva de Cerinea… Uf…     

ZENÓN:               ¡En toda la cabeza!

PORFIRIO:           ¡Menuda carnecería, rezeus!

ESOPO:                Pues, así las cosas, tenemos a la liebre en primera posición. Pero vaya…

ZENÓN:               ¿Es que no van a dejar de ocurrir cosas?

ESOPO:                ¡Ya te digo! Resulta que, confiada por su ventaja y haciendo gala de una petulante soberbia que jamás habríamos imaginado, ha decidido acostarse bajo un olmo y echarse una reconfortante siesta, ¡menuda es la liebre!

PORFIRIO:           ¡Es que es íbera!

ESOPO:                ¡Pues ahora es la pérfida quimera quien se coloca en cabeza! ¡Mosquis! ¿Qué daimones es eso?

               De entre los peñascos asoma una bestia extraña, una suerte de perro mitad lobo, mitad zorro, mitad perro, mitad cartún; conocido en las ignotas y bastas mesetas de Arizona como coyote (Carnivorous Vulgaris). De detrás de su lomo se saca un lanzacohetes homologado de la marca ACME y lo dispara sin contemplaciones. El proyectil ejecuta una parábola brownoidea con doble tirabuzón y carpado horizontal, impactando de pleno en la susodicha quimera y haciendo bum.

ZENÓN:               ¡Bum!

PORFIRIO:           ¡Por todos mis aliños! ¡La ha dejado hecha un yogur!

ESOPO:                ¡Ojo, porque ahí regresa Heracles a paso raudo! ¡Parece que aún le queda algún recado pendiente! ¡Sí, en efecto! ¡Alcanza sin despeinarse al jabalí de Erimanto y lo decapita usando sus propios pulgares!

ZENÓN:               ¡Qué pelazo!

PORFIRIO:           La verdad es que sí…

ESOPO:                ¡Bueno, bueno, bueno! ¡No nos distraigamos ahora, los contendientes se aproximan al último tramo del dólico, el decisorio! ¡Sortear el despeñadero del Afrodiso! Una insondable garganta más profunda que el mismo Hades, aunque también menos interesante, por no ser más que un boquete en el hueco de un hoyo en un agujero.

ZENÓN:               Eso es así.

ESOPO:                ¡El dodo llega primero, perseguido por el coyote, sacude sus ridículas alitas y…! ¡Sí! ¡Parece que, después todo, vuela! ¡Por detrás, el coyote, galopa varios metros por el vano hasta que repara en que está incumpliendo, como poco, diecisiete leyes de la física gravitacional newtoniana, muestra un letrero que reza “Oh-oh”, y cae, cae, cae al abismo dejando tras de sí la caricatura de un chistoso nimbo de pantomima con su figura!

PORFIRIO:           Y no se supo más.

ESOPO:                ¡Atención ahora porque ahí llega el cinocéfalo papión! ¡Se prepara para el salto y…! ¡Por Zeus! ¡El semisimio infla una especie de vejiga natatoria monstruosa en su abdomen y cruza flotando! ¡Lo veo y no lo creo!

ZENÓN:               ¡Joder, qué ascazo!

ESOPO:                ¡Y así, sin más, alcanza al dodo en pleno planeo y lo devora de una dentellada certera! ¿¡Pero qué!? ¡El peso del dodo en los mondongos provoca que el papión también se precipite al fondo de la fosa! ¡Qué final!

PORFIRIO:           Ya sólo quedan la liebre y la tortuga…

ESOPO:                ¡Justamente! Pero eso, como bien dijera Heráclito al meter los pies en el río, es otra historia.

CORO:                 Y tal que así fue como el célebre dólico de los aqueos llegó a su terminación como la misma vida; dejando un majestuoso reguero de sangre y ni un solo vencedor. El quelonio, sin embargo, prosiguió con su periplo a paso lento y desacompasado; y por ello imploramos a las musas que sean inspiradoras de este canto (que prometemos será el ultimisimísimo). Anduvo dilatados días a través del Ática, Beocia y Tesalia, y entre medias el dorado Apolo le afanó al bueno de Helios su esplendoroso carromato. Cruzó Macedonia entera y buena parte de la Tracia, y siguió, y siguió con eternizada parsimonia y se llegó después de eso hasta las lejanas tierras de Polonia, donde fue vilmente capturado por las broncíneas y oropeladas garras de un pajarraco de Estínfalo perverso y hitchcockiano. Este se lo fue a llevar por los aires de Céfiro, desvolando el camino practicado rumbo sur y doblando hacia occidente, pasando por la anhelada Ítaca donde Penélope tejía que te tejía una bufanda requetelarga para el rey Laertes. Atajaron por el mar jónico, que nada, pero nada, tiene que ver con los jonios, y, en una tierna mañana, alcanzaron por fin la trigonal y humeante ínsula de Sikelia. De esto que al avechucho de plumas de oro peladas le aguza un hambre atroz, y otea desde lo alto en busca de una buena piedra, aunque no fuera precisamente preciosa, contra la que arrojar su presa, destrozar el cascarón, y así dar comienzo a tal banquete. Y resultó que por allí mismo pasaba, en rutinario pindongueo matutino, un viejo carcamal eleusino y de reluciente cocorota, conocido en sus tiempos entre los hombres por el humilde y sobrevalorado antropónimo de Esquilo. Sucedió en un pliki, y de esto no hubo testigo alguno, que el quelonio, libertado por fin de las garras de su volante captor, fue a estrellarse de canto contra el cráneo del dramaturgo, resultando del todo incólume, pero dejando a este último metamorfoseado en una auténtica ruina minoica y perfectamente difunto, consumándose así el vaticinio profetizado por la Pitia allá en Delfos un puñado de años atrás. Después de esto, el tortugo se fue por ancas a paso sanguinolento y concluyó sus días quizá por Cabo Verde, o Madagascar, por ahí o por cualquier otro archipiélago similar de clima tropical y habla portuguesa. Heracles, sin en cambio, dio muerte al pájaro con otra de sus puntiagudas flechas y le llevó los despojos desplumados a su adorado Euristeo a la sombra de las pétreas columnas de la Argólida, que le obsequió con un amablemente con un cálido besito. Y ya como epílogo hay que decir que la altanera liebre jamás nunca volvió a despertar, y que cuando cayó el invierno se murió de frío.

13.6.19

Phábula de Esquilo y Quelonio | canto segundo (y penúltimo): El caso del dramaturgo acéfalo.

Gela, 456 a.C.

            Un jinete amazón de rumiante rocín y coraza bronceada se llega a la aldea de Gela, en Sikelia, con cara de llevar varios días sin probar ni gota de vino. Calza un casco de latón incomodísimo con una cresta de crines azules muy chula, y sobre el lomo carga con un aspis koilè bien redondo como la cáscara de un quelonio, pero con una cabeza de Medusa seccionada muy grotesca pintada en el centro. En el mismo sendero aguarda un aldeano robusto y bien hermoso, que prefiere mantener el anonimato.

            “¡Kalimera!”, dice el forastero. “Será más bien kalispera”, responde, agrio, el agricultor. “Sí, eso, como se diga. Yo es que soy de fuera y estoy exhausto y sediento. ¿Por casualidad no tendrás un poco de vino?”. El aldeano le alcanza una vejiga rebosante y dice: “Menuda yegua guapa que te gastas, colega”, y, tras un largo trago, contesta el otro: “Ya te digo, pero no veas lo que consume”. Y añadió: “Por cierto, ¿no será usted Abel?”. “No, ese es mi hermano, ¿por?”. “Soy Hipólito Papadopoulos, hoplita del cuerpo de perípolos de Siracusa, sección Krypteia, y vengo a investigar un crimen”. El campesino, algo inquieto, responde: “¿Qué me dices? ¿De la secreta? Pero si yo no sé nada de nada acerca de ningún crimen”. Hipólito no se deja amilanar y continúa: “Eso es lo que trato de averiguar. Un tal Abel envió a un mensajero a pierna para informar de que un cadáver célebre había aparecido en los confines de la aldea de Gela, y heme aquí, vengo a encontrar al culpable y a ejecutarlo”. El campesino agarra la vejiga de las manos de Hipólito, bebe, bebe, bebe y dice: “¡Ah, te refieres a Esquilo! Sí, lo encontramos muerto la semana pasada, ahí en el campo con la cabeza rota”. “¿Y qué habéis hecho con el cuerpo?”, inquirió Hipólito. “Pues es que a Abel le da mucho asco la sangre y se desmaya nada más verla, y no iba a cargar con el fiambre yo solo, así que ni lo tocamos, por lo que ahí seguirá”. “Muy bien, pues llévame a la skene del crimen”.     

            El campesino anónimo condujo a Hipólito Papadopoulos hasta un descampado yermo sembrado de colillas. “Ahí mismo lo tiene, señor agente, justo detrás de ese matojo”, dijo el aldeano, “Yo no me acerco más, que ya apesta bastante por aquí”.

            Hipólito se acercó y estudió el panorama puesto en cuclillas y apoyado en su lanza: Cuerpo de varón adulto, complexión vieja, estatura tumbada en el suelo, más bien tirada de cualquier manera, y en fecundo estado de descomposición. Cráneo parcialmente destrozado, pero parcialmente del todo, al parecer a causa de un objeto muy contundente. Se adivina la mandíbula inferior, con algunos incisivos color ocre y el resto de un tono más bien mostaza. Lo demás es un amasijo de cartílago y seso y trazas de cráneo esparcidas alrededor. El encéfalo está como del revés y al hipotálamo medio deshecho le ha brotado un cultivo de moho, por lo que se puede determinar que la víctima lleva muerta, por lo menos, un par de horas. Las extremidades están llenas de mordiscos y arañazos, pero parecen ser post mortem, debido las alimañas del campo, que se han cobrado también la lengua del sujeto y sus globos ópticos y oculares. Además, enarbola una amenazante erección, pero que probablemente sea también post mortem. Un asco. “¡Por Zeus, qué desagradable!”, exclamó Hipólito, tragándose el vómito, “¡Jamás, en diecisiete años de servicio, diecisiete digo, había visto algo tan repugnante, coño! ¿Cómo no lo habéis tapado con una manta o algo? ¿Hola?”. Pero nadie respondió; el aldeano anónimo se había esfumado.

CORO:             Sucede ahora que el agente Papadopoulos acordona el perímetro y enseguida se aúpa a los lomos de su yegua equina y cabalga de regreso a la parsimoniosa aldea de Gela a trote manido y regurgitante. Lo primero que se encuentra, llegado a la semipólis, es una tosca taberna de licores que también hace las veces de carnecería, un buen sitio, se dice el hoplita Hipólito, para empezar con las pesquisas. Allí se tropieza, por designio de los dioses o casualidades de la vida, con la parroquia al completo del asentamiento: El campesino anónimo acompañado del que resultará ser su hermano, Abel, además de un viejo troglodita que regenta el emporio que responde al antropónimo de Tú, y más nadie.

            Dice Hipólito: “¡Kalimera a todo el mundo! Me presento: soy el agente Papadopoulos, de la Krypteia de Siracusa, y vengo a hacerles unas preguntas acerca del célebre cadáver que ha aparecido en las inmediaciones de su aldea”. Abel es el primero en intervenir: “Kalispera, señor agente. Yo soy Abel, hijo de Adán, y he sido quien ha dado el aviso. Mi hermano Caín justo me contaba ahorita que le estuvo enseñando la skene del crimen”. Y Caín: “¡Idiota! ¡Te dije que prefería mantener el anonimato, pedazo de imbécil!”. Abel replica: “¡Pero cómo no le vas a decir tu nombre! ¿Y cómo te llamaría entonces? Tú ya está cogido”. E interrumpe Hipólito: “Vamos a ver, calma chicha todo el mundo. Aquí cada uno me va a contar lo que sabe de este asunto y me lo va a contar ahora. A ver, tú, empieza”. “Pues yo lo que sé es que Esquilo era tan bueno haciendo amigos como ganándose enemigos…”. “No Tú, tú”, y señala a Abel.

            Abel, cándido, comienza su relato: “Yo casi no sé nada de nada, de veras. Apenas sé leer hasta la beta y me dedico a mis ovejas, que son tan, pero tan suaves, y a poco más. Conocía a Esquilo de vista, pues solía pasear por los campos donde pastoreo, pero jamás cruzamos palabra alguna, si acaso un gesto desde lejos, como quien dice kalispera. Sé que viene de Atenas, y que vive un par de colinas más para allá, al raso, y que dedica sus horas a la contemplación, cuando no a la dramaturgia. Que fue bien celebrado en sus tiempos y gozó de tener tirón, pero Sófocles le tumbó en el certamen del 68 y a partir de entonces no afina. Oí que la Orestíada está bien, pero aún no la he visto. La verdad es que apenas tengo tiempo de ir al teatro, con el rebaño y tal. Y eso, que el otro día, el martes pasado, si no recuerdo mal, pasaba por el campo con mis ovejitas y me topé con aquello, ya lo has visto, y me desmayé del todo por completo. Cuando me repuse corrí a la mensajería y envié a Nikopolidis para que os diera la noticia. Por cierto, aún no ha vuelto, ¿sabe algo de él?”. “Murió de agotamiento nada más llegar a Siracusa”, respondió Hipólito. “Vaya… lo amaba”, musitó Abel, entre sollozos. “Sí, tenía cara de buen chaval, pero ya te digo, le dio un asma neumática súbita y murió inmediatamente sin despedirse siquiera”, sentenció Papadopoulos.

                Abel rompió a llorar, agarró su jarra y bebió sin consuelo hasta que la leche se le derramó por el pecho. Hipólito rompió la tensión: “Vale, tú, ¿qué más sabes?”. Y Tú prosiguió: “Es bien conocida la encarnizada rivalidad que mantenía Esquilo con sus coetáneos en los agones anuales de dramaturgia como fueran Eurípides y Sófocl…”. Pero Papadopoulos le cortó enseguida: “No Tú, tú”, esta vez señalando a Caín.

            Y Caín, limpiándose la bocaza de vino, inicia su testimonio tal que así: “A mí de Esquilo lo que más me gustaba eran las tragedias belicosas. Los siete contra Tebas, Los Persas y tal. Sobre todo las primeras, cuando le daban filo de bronce a esos medos de mierda. Un auténtico héroe de guerra: Maratón, Salamina, Platea... y conservando todos los miembros. Una vez lo vi recitando en voz alta por los cultivos de gramíneas, pero estaba lejos y no lo oí. También tengo entendido que hizo buenas migas con el tirano Hierón en Siracusa, quien le permitió habitar esta ínsula. No tengo ni idea de por qué le condenaron al ostracismo en Atenas, ni mucho menos quién lo mató, puede creerme, señor agente, pero una cosa le digo: esto con Hierón no pasaba”. 

            Hipólito meditó unos instantes, tratando de encajar las piezas de algún modo para establecer, por lo menos, una suerte de hipótesis. Se rascó la cocorota bajo el casco y resolvió: “Vale, Tú”.

            Y dijo Tú: “Todos sabemos que Esquilo era un poco facha y racista con el tema de los aqueménidas, pero no hay que olvidar…”, y Caín interrumpió: “¿Aqueménidas? ¿Te refieres a los medos?”. Sigue Tú: “Sí. Decía que, aunque reciente, en su contexto histórico…”. Y Abel: “¿No eran acadios? Me he perdido”. “El temor a una invasión de suelo griego…”. Ahora Hipólito: “Creo que os referís a los persas”. “Por el cromatismo de la piel…”. Y, de nuevo, Caín: “¡Me da igual como se llamen, son unos morenos de mierda!”. Prosigue Tú: “Y se vio expulsado de Atenas cuando descubrieron que había plagiado Luz de Agosto de Faulkner”. Y Papadopoulos, despapadopoulizado: “¡Cómo se le ocurre plagiar a Faulkner! ¡Con la devoción que hay en Atenas por Faulkner! ¡Faulkner!”. Y saca su revólver reglamentario del cinto y pega dos tiros al techo. Abel se tira al suelo hecho un ovillo. Alguien grita: “¿¡Qué daimones es semejante hechicería!?”. Pero Tú continúa: “Y vivía a la intemperie debido a un vaticinio que recibió en Delfos en el que le decían explícitamente que…”. Y Caín, a Abel: “¡Oye, tu, espabila!”, y le suelta un garrotazo en el cráneo que lo deja muerto.

CORO:            Y así ocurrió que el hoplita Hipólito Papadopoulos tuvo que interrumpir el interrogatorio por defunción de uno de los testigos y abandonar toda investigación. De este homicidio poco pudo investigar, por hallarse presente en la más pura evidencia, y como la legislación vigente en aquella época remota determinaba que el dueño del establecimiento es el encargado último de impartir justicia, el asesinato de Abel estaba fuera de su jurisdicción y ajeno a sus competencias. Pero resultó que a Tú le dio un infarto esa misma noche, usando las letrinas todo lleno de caca, y Caín salió impune y libre de todo cargo. Nadie sabe qué más fue de él. Hipólito, en cambio, volvió a Siracusa, donde le reprocharon su incompetencia inoperante con respecto al caso del dramaturgo acéfalo y fue degradado a agente de tráfico, cuyas funciones, en aquellos tiempos, eran más bien escasas y las tareas de Papadopoulos se vieron reducidas, pragmáticamente, a recoger los excrementos y las inmundicias de las bestias de tiro, escoltando las carretas de los mercaderes por las cochinas calles de Siracusa.

22.9.18

Phábula de Esquilo y Quelonio | canto primero: El oráculo de Delfos.


Delfos, julio de 490 a.C.

                Un joven eleusino de reluciente cocorota llega a las faldas del monte Parnaso, morada por antonomasia de Apolo y su harem de nueve musas, tras seis, qué digo seis; dieciséis días de periplo, nada menos, y con toda la calor.

                Este joven de treinta y cinco años responde al antropónimo de Esquilo, y viene a pierna desde el Ática para consultar al oráculo acerca de su alopecia incipiente, también por su futuro y el de su familia; una añeja estirpe de terratenientes afincados en un bonito chalé adosado en los no poco acomodados y pudientes suburbios de Eleusis.

                Lo cierto era que, en aquel verano, caluroso, pero no tanto, la prensa de medio Egeo alertaba sobre el pneuma revanchista de Darío Palito, rey de los aqueménidas, y difundía rumores de lo más propagandísticos acerca de las ganas que éste le tenía a Atenas por el apoyo que ofreció a las polis jonias durante las revueltas del lustro pasado. Y claro, imperaba un temor generalizado hacia una inminente invasión de suelo griego por parte de esos medos morenos.

                Así que también por ello Esquilo viajó hasta Delfos para entrevistarse con la Pitia. Para saber dónde y cuándo atacarían; pues se había dejado una musaca en el horno y temía que justo llegaran los persas y se echara a perder.

                Total, que se llega a las taquillas del santuario y, una vez allí, un hombrecillo tras un cristal perforado le hace pagar dos dracmas y cuatro óbolos a cambio de dejarle entrar. “¡Dos dracmas y cuatro óbolos!”, exclamó Esquilo entonces, “Cuando era chico, con apenas diez calcos tenías tu futuro hasta solucionado”.

                Una vez dentro del complejo, se colocó al final de una larga cola de gente, que resultó ser la entrada a la tienda de regalos. “¿Suvenires?”, preguntó a otro tipo, “Pero si yo buscaba el templo de Apolo, daimones”. Le indicaron otra fila, si bien no tan larga, desde luego que más gorda, y le recomendaron que, si no traía un sacrificio de casa, pasara primero por el emporio de mascotas y pillara algo, no sé, cualquier cosa. “Aquí te sacan los dineros hasta por cagar”, vehemencionó Esquilo, y añadió: “¿Y por dónde?”. Y un índice erecto y dáctilo señaló: “Por ahí”.

CORO:                  Sucede ahora que Esquilo transpirado accede al emporio de mascotas, y ahí mismo se encuentra con una mujercilla con aires de Artemisa y suelo pélvico. El eleusino pregunta en prosa por alguna bestia que mortificar, a lo cual ella responde recitando las tarifas: ¡Liebres y felinos a seis óbolos el cuarto de kilo, lo que viene siendo un dracma, vaya! ¡Cinocéfalos enteros a dracma y medio, y los gansos por nueve óbolos, que es lo mismo! ¡Aries por cincuenta dracmas! ¡Sólo media mina! ¡Ternera a noventa! ¡Vaca ciento tres! ¡Buey por mina con cuarenta! ¡Uros a dos con diez! ¡Y justo nos queda un hipo semialado cual Pegaso que está de oferta por un talento o sesenta minas! ¡Por todos es bien sabido que cuanto más gordo y costoso sea el sacrificio, más precisas serán las predicciones de la Pitia!

                Esquilo pregunta ahora si no tendrán, por casualidad, algo más pequeño y económico, como un roedor, tal vez, o alguna suerte de lagarto, y la dependienta le responde: “Por un ratón, que por cierto son seis calcos, te predice, como mucho, el clima que hará a la tarde; y por un lagarto, a lo sumo, la hora que será en un rato… el lagarto te lo regalo”. Esquilo miró alrededor, dubitativo, meditabundo, indeciso, vacilante. Se rascó la coronilla y se mordió la uña del dedo flaco. Y, tal que así, dijo: “Ponme perro”.

                Finiquitada la transacción, nuestro joven protagonista de treinta y cinco años se presentó de nuevo al final de una larga cola de gente. “¿Suvenires?” “No, por ahí” “¡Ah!” Y, para cuando quiso darse cuenta, había pisado una elipsis y se encontró de bruces con la mismísima Mega Pitia de Delfos.

                Que pase el siguiente”, dijo la Pitia. “Ya estoy aquí”, confirmó Esquilo. “Vienes a hacerme una pregunta”, dijo la Pitia. “De hecho, vengo a hacerte tres”Tres preguntas son tres dracmas, las respuestas, como imaginarás, serán acorde al sacrificio ofrecido al dios que a usted mismo le venga en gana”, informó la Pitia. Esquilo aflojó la plata y dijo: “Traigo perro” “¿De qué raza?” “No sé, un chucho cinocéfalo, un mil leches” “¿Y cómo se llama?” “Creo que Juan” “Está bien, puso a Juan sobre el ónfalo, Consulta pues”.

                Volvió Esquilo a llevarse la garra a la coronilla, vacilante y dubitativo, indeciso y meditabundo, pestañeó varias veces y dijo: “¿Seré calvo?”. La Pitia agarró un cuchillo terrible, susurró unas palabras en griego antiguo, pero antiguo antiguo, y apuñaló a Juan en la garganta. A continuación, recogió la sangre en una crátera de bronce, se la llevó a los labios y bebió y bebió y luego escupió un chorro rojo a la cara de Esquilo estupefacto, se limpió después la boca con el himatión, sonrió, y dijo, con voz ronca y profunda: “Guau”. Esquilo se enjugó los párpados y preguntó, confuso: “¿Eso es que sí?”, a lo que la Pitia, acariciando el cadáver, contestó: “En el pelo pone eso: más calvo que un arenque”, y, mientras examinaba las entrañas de Juan, añadió: “Ya has formulado dos preguntas, ¿Cuál será última?” “No lo sé, dímelo tú” “La cuestión que habita tus adentros y que mora tus humores es mucho más sencilla y tanto más primaria, pues es la más muy antiquísima que se recuerda y que inquieta a la raza humana, y esta es cómo y cuándo moriré, y qué me espera cuando me vaya. Y a ti en verdad te digo, joven de treinta y cinco años, que hay unas alas de plumas oropeladas haciendo círculos sobre tu cocorota pelada, pero no temas por la amenaza de los medos, pues serás maratonómaco y sobrevivirás a Salamina y a Platea, aunque no te sé decir qué fecha, y te crecerá la barba y se blanquearán tus cejas, y un buen día irás derechito al Hades, con el céfalo hecho salsiki, aplastado por un oikos en un pliki”.