No hacen falta más que tres ingredientes. Al primer vistazo
pueden parecer sencillos, pero, visto con los ojos brillantes, nada lo es.
Necesitamos en primer lugar un buen puñado de fina arena,
tal vez dos. Con todas sus pequeñas partículas relucientes y sus conchas
abandonadas. Un buen manto del color de las páginas viejas donde enterrar los
pies y sentir el latido de la Tierra al rodas. Un sitio donde sentarse con las
piernas cruzadas y observar el resto.
Después es necesario un buen cubo de agua salada, tal vez
dos. Con todas sus espumosas olas y sus secretos olvidados. Un vasto desierto líquido
del color de la tinta —azul en el día y negro en la noche— donde empaparse el
cuerpo y bañar el espíritu para limpiar lo malo. Un sitio donde dejarse llevar
con el cuerpo relajado y dejarse mecer por el rumor de las olas.
A todo esto falta aún una gran cucharada de cielo, tal vez
dos. Con todas sus pequeñas estrellas titilantes y sus vaporosas nubes
conversando en secreto a merced del viento. Una infinita cúpula ora celeste ora
azabache donde fijar la mirada perdida y dejar la mente volar. Un sitio donde
sentirse tan pequeño como un grano de arena o una gota de agua o una estrella
diminuta y, aún así, parte del mismo todo.
Pues todo, hasta el encuentro de cielo y mar, está formado
por cosas muy muy pequeñas. Y desde luego, caben muchas.