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10.10.12

Pensar en voz alta y otros cuentos.


         Es difícil pensar en voz alta a estas alturas. Tal vez debería de haber cenado algo. Me asomé por una alcantarilla algo oxidada a una roída habitación de hotel de mala muerte con el papel de la pared pendiendo de girones. Me miré en el pequeño y sucio espejo de la pared. Sigo pareciéndome –pensé-. Tengo que salir de estas cuatro paredes, aquí la música está muy alta y el aire está empapado de humo negro y más ruido.

         Los coches se pararon en seco en cuanto me asomé por la puerta, así como todos los transeúntes. Todo en silencio, y viendo la hierba crecer sobre el asfalto. Me quité los zapatos y los calcetines sudados, descalzo se piensa mejor. Paseé un poco escuchando el trino de los pájaros y el leve chasquido de los semáforos cambiando de color, aunque no hubiese nadie que quisiera cruzar. El cielo era verde y amarillo y los árboles con tronco azul y hojas naranjas. Más allá, un pequeño pub al que se entraba bajando unas escaleras que lo situaban un nivel por debajo del prado.

         El camarero era un ciempiés sirviendo cientos de copas distintas a una velocidad increíble y sin pausa, tan sólo se advertía el fugaz destello de vasos y botellas bailando en torno a él. En una mesa del fondo un escarabajo pelotero perdía su bola de mierda a las cartas, y junto a la máquina de tabaco una cigarra tocaba un melancólico blues acerca de cierta cigarra que había muerto un invierno cualquiera. Una mariquita se paseaba con un contoneo junto a la barra esperando que cualquier mosca le invitase a un trago. Pero no me gusta mucho este bar, además el guardarropa está lleno de polillas.

         Salí de aquel hormiguero y caminé un par de manzanas hasta el parque. Un desfile de patos y ocas y cisnes y patos más pequeños y patos de otro color cruzaron delante de mí en dirección al pequeño lago, con fuentes y esculturas y todo, que los humanos habían puesto allí. Los columpios se ven algo tristes, pues las ardillas no saben columpiarse, sólo se sientan y mastican algo. Empieza ahora la danza sobre el estanque. Y los patos hacen círculos y figuras y sumergen su cabeza para dejar a la vista nada más que sus membranosos pies. Y una bandada de palomas en formación cruza velozmente por encima. Ahí está un pelícano viejo tocando el bajo. Los peces de colores también hacen su música a base de glu-glus, pero yo no consigo oírla. Es bonito este espectáculo, al menos un rato, pues pronto se convierte en un sinsentido de graznidos y aleteos y zambullidas, pero así todo ¿no?

         Cruzo la calle de los palacios dorados, que no conozco, pero tampoco me interesan. Galopo junto a las cebras y los antílopes y algún ñu, y pronto llego al mercado. Es divertido ir corriendo y pararse en seco cuando llegas a un buen sitio, como lo era este mercado de especias y variedades que llenaba de color y explosiones graciosas y sonidos raros aquella pequeña plaza de la parte antigua. En el mercado te podías encontrar con cosas normales, como una vajilla, un televisor nuevo de muchas pulgadas, juegos de mesa, muebles restaurados, ropa de mujer, ropa de hombre, ropa de niño, ropa de niña, ropa militar, relojes y el resto de cosas normales y fruta y verduras. Todo era normal de hecho, pero puesto así, es otra cosa, pero así todo ¿no?

         El paseo por el centro neurálgico del mercado es largo pero en ningún momento tedioso. Sin darme cuenta, paseando descalzo como estaba, llegué al restaurante chino. Pero este era un restaurante chino particular, en él servían todo tipo de comidas excepto la china, los camareros y cocineros eran de todos los lugares del mundo excepto de china, y la decoración era una masa ecléctica de todas las culturas habidas excepto, una vez más, de china. Me senté en una mesa que emulaba un iglú, sentado sobre grandes cubitos de hielo sorprendentemente confortables, se me acercó un camarero hawaiano y me presentó el menú del día. –De primero –dijo con una sonrisa-, tenemos sopa de ornitorrinco con muslo de canguro enano; de segundo, carrillada de elefante; y de postre, flan.

         Me encanta de veras el flan, pero la sopa de ornitorrinco me sabe rara. Le di las gracias al hawaiano y le di una propina de dos globos de colores, uno amarillo y otro azul; me despedí y salí del restaurante chino. Llegué a la gran avenida, con sus cines porno (sólo para menores de dieciocho años), sus tiendas de zapatos de payaso, sus carnicerías vegetarianas, sus embriagadoras perfumerías, sus tiendas de gnomos de jardín, y la sala de descanso.

         Esta sala de descanso, como cualquier establecimiento de este mundo, puede pareceros un 
sitio extraño, pero si lo pensáis un poco, no deja de ser un lugar tan normal como el bar de bichos y el restaurante chino. La sala de descanso no era más que un pequeño parque cubierto en el que el techo y las paredes estaban pintados de manera que pareciese un eterno y perfecto atardecer en una verde campiña, además el suelo estaba cubierto con un suave manto de fina hierba. Es un buen sitio para echarse una siesta, pero ahora no tengo tiempo, ¿ves lo rápido que gira el reloj?

         Me apetece ahora ir a la pista de patinaje sin patines (enceran un gran suelo de parqué y la gente se desliza en calcetines), pero lo cierto es que tengo algo de hambre. Cruzo la calle y llego a la heladería del espantapájaros. Es divertido ese tipo, se queda ahí, detrás del mostrador de helados de mil sabores, quieto, con los brazos en cruz y unos botones por ojos y una zanahoria por nariz. Le dices el helado que quieres, y unos cuervos que están sobre sus hombros te lo sirven en un aleteo o dos. Aquí no se puede pagar con billetes, sólo con monedas, porque a los cuervos les gustan las cosas brillantes. Yo pedí un helado de lasaña.

         Decidí despertar, esto es volver a casa. Cogí una bicicleta roja con las ruedas blancas que tengo aparcada siempre donde la necesito con una bonita pata de cabra de las que ya no se fabrican. Cruzo las colinas urbanas llenas de plantas a toda velocidad y adelanto a los ratones y a las chicas que encajan en mi mundo y llego a la última habitación llena de relojes y cachivaches y me apetece ponerlo todo a funcionar.

25.8.10

¡Qué mundo tan maravilloso!

No lo conocía antes, y como yo seguro que mucha gente, pero hoy ha muerto la mano escritora de una de las más bellas canciones del siglo pasado...



Veo los árboles verdes,
rojas rosas también
las veo florecer
para tí y para mí.

Y me digo a mi mismo:
¡Qué mundo tan maravilloso!

Veo el cielo azul
y las nubes blancas,
el bendito brillo del día,

la sagrada oscuridad de la noche

Y me digo a mi mismo:
¡Qué mundo tan maravilloso!
Los colores del arcoiris
tan bonitos en el cielo
están también en las caras

de la gente que pasa.
Veo amigos dándose la mano
diciendo "¿Qué tal estás?"
en realidad están diciendo:
"Te quiero"
Oigo a los bebés llorando,
los veo crecer
ellos aprenderán mucho más
de lo que yo nunca sabré.

Y me digo a mi mismo:
¡Qué mundo tan maravilloso!
Sí, y me digo a mi mismo:
¡Qué mundo tan maravilloso!
George David Weiss, 9.4.21-23.8.10