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19.12.12

Capítulo XXX (Parte II).

(...)


Me desperté con dolor de cabeza y la lengua pastosa, aún algo mareado, me levanté para abrir la ventana, y cuando la fresca brisa inundó el cuarto limpiándome los pulmones y despertándome, me di cuenta de que tras de mí había dejado unas huellas moradas. —¡Igual da! —solté en una carcajada.

Y agarré mis zapatos y mis calcetines y bajé corriendo las escaleras para ir a dar un paseo, feliz por fin, feliz de estar vivo y de vivir sobre un suelo que he pintado con mis propias manos.

Hacía una tarde realmente maravillosa, aunque quizás la perciba ahora así por la gran alegría que se agita en mi estómago como un pez en una pecera. Nunca había apreciado la belleza de un cielo cubierto de un manto de marfil y motas de cielo abierto aquí y allá, tampoco había caminado nunca porque sí, así, sin destino. Aunque, ahora que lo pienso, en la vida que llevaba antes tan sólo creía caminar a un destino, pues en verdad iba desnudo y a ciegas por un camino de resbaladizo cristal.

—Esta alegría habrá que celebrarla —pensé.

Y enfilé hacia el primer tugurio que encontré. Era un sitio pequeño, con aspecto de servir comida rápida y copas, también un expositor lleno de helado. Detrás de la barra estaba un tipo moreno, tal vez indio —pero no indio americano, indio de la India—, que tenía un bigote que le tapaba toda la boca, incluso pensé que carecía de ella, porque enseguida me atendió una bonita camarera con la cara oculta por una densa capa de maquillaje y la cintura de avispa.

—¡Buenas tardes! —saludó con una estridente voz mientras mascaba chicle— ¿Va a comer o sólo quiere tomar whisky de castaña?
—¡Hola! —respondí— Pues lo cierto es que tengo algo de hambre, ¿Qué tienen, aparte de helado?
—Pues hoy tenemos caviar de beluga.
—¿Pero qué dice? —pregunté extrañado— Las belugas son mamíferos, no ponen huevas —aclaré.
—Éstas sí —contestó mascando chicle.
—Muy bien —dije entonces—, pues tomaré eso.
—¿Para beber? —mascando chicle.
—¿Qué tienen que no sea whisky de castaña?
—Aquí solo servimos whisky de castaña —mascando chicle.
—Muy bien, pues tomaré eso.
—Marchando —hizo una gran pompa y fue a llevarle la nota al cocinero con bigote y sin boca.

Aquel plato presentaba un aspecto confuso, asqueroso y apetitoso al mismo tiempo, una especie de pasta color perla, densa y grumosa. Cogí una buena cucharada y me la tragué sin respirar, aquello me dejó un sabor delicioso en la boca, pero unas insoportables ganas de vomitar.

—¡Beba ahora el whisky de castaña, rápido! —me gritó entusiasmada la camarera de cintura de avispa mientras el chicle bailaba entre sus mandíbulas de carmín.

Agarré el vaso y le pegué dos tragos, e inmediatamente las náuseas cesaron, dejándome el mismo sabor, pero con un toque dulzón bastante agradable.

Repetí el proceso hasta que el plato se hubo terminado y, aunque estaba bien satisfecho, me pedí una tarrina de helado de mantequilla.

Después de pagar las cinco dracmas por el almuerzo, salí del diminuto restaurante con una sonrisa mientras saboreaba mi helado. Tan alegremente iba, que sin querer me topé con un hombre de hojalata. A decir verdad no estoy muy seguro de si se trataba de un hombre de hojalata o un hombre normal, porque pensando en mi percepción de las cosas no sé si es que tengo poderes o me estoy volviendo majareta.

El caso es que me disculpé de aquel hombre de hojalata, pues parecía muy asustado por el incidente, tan nervioso lo vi, que le propuse invitarle a una copa.

—De-de acuerdo —tartamudeó él con una voz metálica—, ju-justo ahora iba a-al bar de Ot-tón. Otón.
—Perfecto —respondí lleno de entusiasmo—, pues allá entonces.

Caminamos un par de manzanas, repito que no estoy seguro de si era realmente un hombre de hojalata, pero juraría que se escuchaba un ruido de engranajes a cada paso que daba.

El bar de ese tal Otón era lo más parecido a una madriguera que había visto nunca —si bien nunca he estado en ninguna—, incluso me pareció que las paredes eran terrosas y que en algunos sitios surgían fuertes raíces que se dirigían hacia abajo. Otón era un hombre gordo y de tez oscura, con ojos pequeños, parecido a un topo. Llevaba una camiseta de tirantes blanca muy sucia, y su mirada no reflejaba más que cansancio y tristeza. Los anaqueles estaban repletos de decenas de garrafas de barro con tres grandes equis negras pintadas, de las que Otón nos sirvió sendos vasos de un líquido negro y algo espeso.

—¿Qué es esto que vamos a tomar? —pregunté, inquieto, a mi compañero de hojalata.
—Bi-bilis negra —respondió en un chasquido.

Olisqueé un poco aquel brebaje y el olor a hojas resecas me apenó. Olía a toda la tristeza de Otón y del hombre de hojalata, olía a todo lo que añoran, y a todo por lo que suspiran. Dejé otra vez el vaso sobre la barra.

—¿Sabes? —le dije al hombre de hojalata— Acabo de recordar que tengo prisa, puedes tomarte mi bilis si quieres. Disculpa por el choque. Adiós.

Tal vez hubiera podido ayudarle algo más, aunque fuera hacerle compañía. Lo cierto es que últimamente no me comprendo, así que me dirigí de vuelta a mi habitación, mientras un sol rosa o cian se ponía el horizonte.



(...)