26.3.15

El hoyo del viejo Tom (II).

Flipábamos en colores con los pies colgando de un columpio entre dos chimeneas que parecían palmeras. Íbamos descalzos, y los tejados y las azoteas eran como islotes de roca y bancos de arena. El mar, abajo, todo lleno de peces nadando las corrientes y haciendo así con la boca.

Me gusta observar el perpetuo desgaste cósmico, quedarme delante de un cubo de hielo que se derrite y ver cómo se me cae la baba, prender la mecha de una vela y ser testigo del paulatino baile de la cera derramándose, eso y los guijarros arrastrado por el río; son placeres.

Soñé que pescaba en un hoyo muy profundo, como el del viejo Tom, y el sedal de mi caña eran cordeles que había ido encontrado por ahí, y que había enlazado por los extremos. En mi sueño el anzuelo al final del hilo colgaba detrás de mi nuca y, sin darme yo cuenta, se enganchaba en el cuello de mi camisa.

Tiré de la caña hacia arriba, pensando que por fin algo había picado, y salí volando por los aires. Cuanto más tiraba, más alto subía y mayor esfuerzo tenía que hacer para mantener la caña de pescar entre mis manos. Mi casa se veía detrás de unas montañas, alrededor era un océano.

Esperé y esperé, unas veces más arriba y algunas otras más abajo, y no fue hasta bien pasado un rato cuando me percaté de que estaba tirando de mí mismo. ¿Y cómo bajo ahora de aquí? —pensé. Y esperé y esperé y me salió pelusa en el ombligo.


Así estuve hasta que desperté, y es que no era más que un sueño, pero algo me pica en la nariz y es que en el fondo de ese agujero no lo fue, y recuerdo que era tan profundo que llegaba hasta la punta de mi cabeza. Pocas cosas tan hondas se me vienen a la mente y en cuanto a las ondas, mantienen su oscilar, pero eso es otro menester.

16.3.15

La puta picardía

         (...)

         Ayer cogí el autobús de medianoche, ya sabes, para dormir por el camino o conversar con los espíritus del aire acondicionado mientras los demás roncan. El caso es que me asusta dormirme, por si luego amanezco en la isla de Battle Royale con sólo esta pinza de tender y los cordones desatados, así que no pego ojo.

         Las horas pasan realmente despacio en un autobús nocturno, créeme. El único paisaje que se ofrece es un negro sólido, y si tienes suerte quizás puedas ver las estrellas, pero vamos, que eso termina aburriéndote en poco rato. Esta vez me tocó asiento de pasillo, y eso dificulta de veras el encontrar una postura decente, no digamos ya cómoda.

         Una de las cosas que más me repatean de los autobuses es toda esa gente que reclina el respaldo de su asiento sin ni siquiera preguntar. En serio, si el tío que va delante me dice: Oye, ¿te importa que me eche un poco para atrás?, yo le digo: Claro, por supuesto. Y ya está. Pero cuando lo hacen sin pedir permiso, mama. Entonces sí que me toca los cojones.

         Ayer mismo me tocó una señora mayor. Ya había inclinado un poco su asiento cuando yo llegué, pero no me importó. Yo qué sé, se la veía bien entrada en años, y yo, siendo un niño, podía permitirme cederle unos centímetros de mi espacio vital de alquiler, digo yo.

         Lo de siempre, siete horas de trayecto, demasiado despierto para dormir, demasiado dormido para estar despierto; el coco cavila. Pronto uno descubre que no sólo una única mente habita su cráneo, y que si se queda lo suficientemente quieto y está atento, puede percibir cómo estos pedazos de la propia personalidad dialogan entre sí, a veces con halagos, a veces con insultos.

         Y mientras tanto, 6:33… 6:33… ¿6:31?

         Parece que no llegas nunca y te da la sensación de que cuando vuelvas a hablar con alguien no vas a ser capaz de reconocer tu propia voz. Yo pensaba en todo esto cuando la jodida vieja decidió que la inclinación de su respaldo no era del todo satisfactoria y, sin más miramientos, alargó una arrugada y decrépita garra y tiró de la palanca hacia atrás, así.

         Y yo, claro, flipando. ¿Qué le digo? “Señora, le importaría volver a poner el asiento como estaba?” Yo qué sé, no quedaba nada para llegar a la estación y la gente me vería como un cascarrabias así que resoplé hiperbólicamente para manifestar mi descontento, pero la vieja pasando.

         Hinqué las rodillas en el ínfimo hueco como buenamente pude y entonces se me ocurrió darle empujones para ver si le daba por inmutarse, pero una vocecilla aquí arriba me dijo que eso estaba feo, que yo no era así. Esa clase de persona. Ya sabes cómo soy yo, joder. De todas formas aproveché un bache en la carretera y aumenté sus efectos con un impulso de las rótulas. Seguí haciendo esto el resto del camino con una sonrisa maligna dibujada en la cara, sabiendo que nadie, ni siquiera la vieja cabrona, se daría cuenta de lo que estaba maquinando. Me sentí bien entonces, joder, me sentí de puta madre haciendo justicia con un castigo tan sutil. Me dolían las rodillas, pero yo seguí dándole caña hasta que llegamos a la estación.

         Me apeé victorioso con mi cara de júbilo y nadie sospechaba nada con tales legañas en los ojos. Cogí la mochila y me fui directo al metro. Y entonces pensé en que yo siempre me he considerado buena gente, al menos un tipo amable por la calle, el típico que te sujeta la puerta y deja salir antes de entrar, el típico tipo amable. Amable e invisible. Y esta vez, siendo un capullo, me he sentido. Así, sin más. Me he sentido. He sentido que existo. Que estoy.

         Y no sabes cuánto me jode haber llegado a esto. La puta picardía de que si la gente ahí fuera es mala, entonces voy a ser el más cabrón. Odio eso. Odio eso. Odio que parezca que el mundo sólo puede girar así.

       (…)

7.3.15

El turista.

         Si alguien me preguntara por esos locos del sándwich eléctrico me haría el sueco un buen rato antes de confesar que sí que los conozco. Una noche salí a ver el partido con un amigo, hacía tiempo que no iba por ahí y al sentarme junto al grifo empecé a sentirme como un apócrifo ambulante y no moderé ni lo más mínimo el consumo. Seguro que hice el ridículo montones de veces, pero entonces no me importaba un carajo. Conocí conocí al amigo de un amigo y, cuando quise darme cuenta, alguien me había puesto un peta entre los labios y unas gafotas enormes con lentes verde pistacho. Estaba en un antro que debía de ser su club. Alguien disfrazado de gorila bailaba tango con una lámpara y otro tipo con los ojos inyectados en sangre y ampliados ridículamente tras unos cristales de culo de vaso vaciaba un frasco de paté en la pecera sucia y los muiles lo engullían todo en una orgía de escamas y aleteos. La música era un galimatías indescifrable que aun así tiraba de nosotros como si fuéramos marionetas arrítmicas a las que se le cae la baba por las comisuras de los labios. Alguien ha puesto azúcar en mi ginebra de la victoria y se sabe amarga. Hubo una sacudida sutil. Busqué caras conocidas. Aquello parecía un baile de máscaras de carne empapadas en sudor. Rostros ebrios. Contoneos embriagados. Me sentí extrañamente sumergido en una salsa. Los pavos arrastraban un barril sobre la alfombra y las pavas libaban tequila y limas apostadas en la barra de la esquina. Vi mis manos de reojo y no parecían las mismas. Se abrían latas con llaves, espuma por las camisas, el suelo una película pegajosa y fría. Un gordo se había quedado dormido en el sofá y el hombre simio saltaba sobre su barriga. Una tía maúlla en el rincón con los dorados rizos resbalándose por su espalda. Otra mastica un palo con los dientes y ni esta boca es mía. Me acerco a la nevera y busco una gaseosa. Otro tipo me rodea con un brazo, y echándome el humo en la cara, me recita en verso algo que no entiendo y me alcanza el vino tinto y nos ponemos a beber. A partir de entonces se diluyen los recuerdos, y se posan al fondo que es como un disco mojado que nunca se llega a colmar. Miradas derretidas. Olor a sal y alcohol. La constante sensación de estar bajo el vuelo de los cuervos negros. Hilaridad desencajada. Euforia embebida por la autodestrucción compartida. No me sentía feliz, me sentía liberado de todo. Gozando del terror de quien baila junto a un precipicio. Sin alas para volar, sabiendo que para caer no las necesito.

Ralph Steadman

1.3.15

Lo plácido.

Me gusta el negro de los surcos. Me gustan las curvas y cómo nos las vamos amasando. Me gusta palpar algo con los ojos abiertos e imaginar que es la primera vez. Y me gusta demasiado que tú (…). Me gusta ser testigo del desorden en mi escritorio, me gusta sentarme a no hacer nada mientras ocurre y se escurre por el tablero para acabar cayendo al suelo. Me gusta oír interferencias en la radio y la última voluta jónica del cigarrillo que se apaga. Me gusta cuando entre los dedos y los adentros no hay más que dos finas capas de papel higiénico decorado porque me percibo real, aun esclavo de los procesos de un cuerpo. Me gusta el café y el dulce fósil al fondo de la taza al día siguiente. Me gusta que se me arruguen las yemas cuando pienso en la ducha. Me gusta lo blanco del huevo. Me gusta la luna cuando esboza una sonrisa. Me gusta tener frío en la cara por la mañana. Me gusta cuando me descubro un nuevo síndrome y el espejo se ríe. Me gusta buscarme en el fondo de mis pupilas aunque no me encuentre nunca. Me gustan esos pliegues en tu rostro. Me gusta el magnetismo de la mímica cuando te miro y tú me miras y estas miradas se reflejan entre sí dejando sólo un gesto y un lazo sin nudo. Me gusta entonces quedarme mudo. Me gusta mirarte sin que te des cuenta. Me gusta que me veas cuando no estoy. Me gusta soñarme contigo y que en mi sueño me cuentes los tuyos y que en tus vacíos estén los míos. Me gusta el sonido de las cucharillas al bailar. Me gusta mirarme los cordones cuando camino. Me gusta el rubor del que no se atreve a, o no está seguro de, o del que, de pronto, se ve observado. Me gusta subir los escalones de tres en tres y bajar deslizándome por el pasamanos. Me gusta lo que empiezo y nunca termino y me gusta cuando termino lo que hago. Me gusta encontrar tesoros que no buscaba. También me gusta perder tesoros para darme cuenta de que no lo eran tanto. Me gusta quedarme sin palabras. Me gusta encontrarlas cuando ya se ha hecho tarde. Me gusta cuando hablo y no me entiendes. Me gusta mirar a un sitio y que ocurra algo. Me gusta tumbarme panza arriba y que vuelen los pájaros. Me gusta la elegancia de los peces, la torpeza con la que me levanto, la alegría del verano cuando llueve, la tristeza del silencio mudo que se apaga. Me gustan las farolas. Me gustan las señales. Me gusta el distraído tacto de nuestras manos cuando no llegan a rozarse. Me gusta el polvo de los anaqueles y los vistazos al pasar. Me gusta ese lunar. Me gustan los círculos, las serpientes que se devoran. Me gusta cuando los caracoles se asoman sin saber que habrá detrás. Me gusta un perro con la lengua fuera, me gusta ver crecer las plantas. Me gusta el agua en un vaivén y los pies descalzos. Este oscilar. Me gusta la canica que me regalaste. Me gusta cuando me siento fuerte. Me gusta ser pequeño y me cuelo por las rendijas y también cuando soy grande y alcanzo el cielo con las orejas. Me gusta el silencio y que sólo hable tu pecho. Me gusta guiñar un ojo y que el universo se desplace. Me gusta a veces estar conmigo y otras veces abandonarme. Me gusta no saber qué, no saber cuándo. Me gusta que lo que me asusta se asuste de mí y nos demos un abrazo. Me gustan los abrazos. Tus abrazos. Me gusta gustarme, cuando lo consigo, y cuando estando contigo nos gustamos. Me gusta el sabor de los recuerdos. Me gusta olvidarme de lo malo. Me gusta irme a dormir sin tener sueño, tener sueños despierto, soñar que sueño que es invierno y al despertar sea verano. Me gusta el susurro de un lápiz, las páginas en blanco. Me gusta abrir un libro, olerlo, y al terminar, posarlo. Me gusta la paciencia con la que me ves caer y cómo me tiendes la mano cuando me levanto. Me gusta cuando me siento sin peso. Cuando no pienso. Cuando me callo.