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21.1.21

La mierdamorfosis (II).

>Parte I

               —¡Vengo a cortarme los pelos! —exclamó el extraño de bata beige con un aliento de sarro funesto.

               —Lo primero, buenos días —respondió Fer iracundo—, lo segundo, ¿qué pelos? Eso no posible es.

               —Pues estos cuatro y medio que me crecieron por esta parte de aquí —señalándose la cocorota deslucida—, fruto de un experimento de fertilidad en el cual trabajo.

—¿Y por qué no se los corta Ud. mismo?

—Pues porque soy doctor, maldita sea, no peloquero. No entiendo una sola palabra en lo que respecta a rasurar cabezas.

—Vale, siéntatese justo aquí —apuntó a la butaca agarrando unas tijeras de níquel—, ahora mismo se los liquido en un periquete.

Ferpudo se puso zarpas a la obra con evidente fascinación. Hacía años que no veía un solo pelo, ni la más leve pelusa, desde antes de la calamidad de la central de Estramonia.

—Vaya, hacía años que no veía un solo pelo —mencionó entonces, acariciando la barbilampiña cabellera—, ni la más leve pelusa. ¡Qué maravilla! Debe de ser vosted un genio.

—¡No, qué va! —dijo humilde el doctor— Eso no es nada. Deberías ver mis avances en materia fecal. Estoy desarrollando un procedimiento alternativo de permuta de masa gástrica que revolucionará la Ciencia y me arrojará de lleno a los anales.

—¿Qué es eso de permuta de masa gástrica? —preguntó Fer.

—Fundamentalmente un trasplante de heces normal y corriente, pero dicho de un modo más ciencioso —aclaró el doctor, atusándose el pelambre.

—Vaya, eso me interesa —interrumpió de pronto Regorio, interesado—, ¿y por cuánto me saldría someterme a ese procedimiento tan alternativo?

Al doctor se le afiló el rostro y un viso maloso refulgió en su estrábica mirada.

—Bueno —masculló entre muelas—, aún está en fase experimental, ya sabes, primero tendría que comprobar una serie de datos, realizar los ajustes pertinentes…

—¿Experimental? —inquirió Regorio—, eso suena a peligroso de cojones.

—¡No, qué va! —respondió el doctor—, suena a experiencia. Y a mental; cosas buenas —aclaró.

—Pues aquí tengo diecisiete rixdales, diecisiete, no más —pujó Regorio, convencidísimo.

—Venga, dale —aceptó el otro.

—¿Y te vas a ir así, sin más, con un completo desconocido que ni siquiera es calvo del todo? —espetó Ferpudo, advirtiendo que se le escapaba el primer cliente en décadas.

—Soy el doctor Phulanus, coloproctólogo forense de la Universidad de Mariboro, en la Actual Antigua Yugoslavia; a su servicio de caballeros —se presentó Phulanus.

—A mí me vale —dijo Regorio.

—¡Pues coge tu sombrero, póntelo, y fuímonos a mi laboratorio secreto pero tal que ya mismo! —apremió Phulanus.

Y tal que así se fueron Regorio y el doctor Puhulanus, mientras Ferpudo García les despedía desde el umbral agitando en alto su puño enfurecido.

Caminaron largamente por las retorcidas calles del epiperímetro de Koboldo y no se llegaron hasta bien pasada la hora de la merienda. El laboratorio ocupaba un decaído garaje situado entre sendos solares humeantes y una ciénaga pantanorrorosa.

—Vaya, aquí huele a mierda, pero mal —declaró Regorio.

—Pues espera a olerlo por dentro —respondió Phulanus.

El doctor levantó la persiana galvanizada y del interior emanó una vaharada inmunda y masticable que parecía provenir de las mismísimas letrinas del infierno, una mezcla entre sulfuro de mierda y lo que cagaría un oso hormiguero de cloaca con paperas cebado con durianes podridos. Regorio se oyó gritando: “¡Qué son esos malditos animales!”. Y cayó desmayado por la peste.

Se despertó un rato después con un dolor de cabeza feísimo y amarrado a una camilla mugrienta en posición de litotomía. Miró a su alrededor: El laboratorio del doctor Phulanus parecía una mazmorra de serie B, húmeda, oscura y repleta de trastos y cachivaches ordenados de forma aleatoria. En los estantes había tarros con fetos en formol, instrumental diverso, más tarros con glándulas y úlceras también en formol, un primoroso repertorio de cánceres, una más que encantadora colección de cuchillos bien filosos y un abanico multicolor de enjundias, substancias y productos.

De esto que aparece el doctor Phulanus.

—Vaya, no pensé que fueras a despertarte —dijo—. Pues ya es mala suerte, porque se acaba de terminar el sedante —confesó, relamiéndose los labios y dejando sobre la mesa una botella vacía de anestesia Romanova.

—¡Suéltame, hijo de puta! —gritó Regorio.

—Me temo que no puedo hacer eso —agarró una manguera hedionda y la conectó a una válvula hidráulica—. Verás, yo siempre fui un chico enfermo. De niño tenía paperas como dieciséis veces al año, de adolescente padecí una macedonia de síndromes y fimosis múltiple, y ya de adulto tuve que lidiar con la terrible alopecia y el pie de atleta —pulsó una serie de botones y las agujas de los indicadores se menearon tal que así—.  Por eso dediqué décadas al estudio y a la investigación, a veces haciendo uso de métodos un poco censurables, para, finalmente dar con el color natural de la resolución: Un organismo cualquiera que detentara un cóctel de bacterias escogidas en perfecto y ario equilibro dentro de su sistema gastrointestinal podría desarrollar una serie de cualidades como son la inmunidad frente a cualquier patología, el incremento de las capacidades físicas y psíquicas, e incluso la inmortalidad perpetua —aumentó la presión del aparato haciendo girar una ruedecilla de plástico, un silbido espantoso anegó la hedionda atmósfera del laboratorio y la máquina expulsó un hongo de vapor marronáceo verdoso.

—¡Estás majareta, fulano! —exclamó Regorio, intentando zafarse de sus ataduras.

—¡Y tanto que sí! —carcajeó Phulanus, haciendo una mueca rara.

Blandió el doctor el otro extremo de la manguera y, sin más, se la incrustó a Regorio por el gaznate hasta el píloro.

—¡Alégrate, compinche! —dijo— ¡Pronto serás el primer Übermacht de toda la Historia! Pero antes he de practicarte un lavado bacteriológico de la cavidad abdominal, esto es bombearte agua con enzimas por lo que viene siendo tu tracto digestivo, ¡Bon appétit! —y accionó una palanca con pinta de importante.

El poderoso chorrazo de agua con aditivos atravesó los intestinos de Regorio, que se revolvía impotente y lleno de dolor en la camilla, sin poder gritar, ni hacer nada de nada. Tras unos segundos en los que la tripa de éste fue hinchándose de manera calamitosa y poco sana a ojos vista, hasta desbordarse, y otro chorro parecido, pero en marrón mostaza, salió despedido como un géiser fangoso por el mismísimo culo de Regorio.

Phulanus volvió a trastear con los comandos de la consola y redujo la presión, como bien señaló la aguja del manómetro, hasta que el manantial anal de Regorio cesó.

—Estupendo —notificó—. Ahora viene la parte complicada— alcanzó otra manguera conectada a un tanque descomunal y se la enchufó a Regorio entre las nalgas—. Como ya dije, para un sistema inmunitario óptimo se necesita una macedonia de bacterias de lo más variada. Este tanque de aquí está anexionado a la red de alcantarillado de la ciudad. La mayor mezcolanza de mierdas imaginable justo debajo de nuestros pinreles; una mina. Estás a punto de convertirte en un auténtico dios entre los hombres.

Regorio pensó entonces en lo feliz que hubiera sido cagando acuarelas y bodegones o incluso defecando dados de uómbat meramente por echarse unas risas, y entonces el doctor Phulanus apretó el botón más terrible de todos: el de color chocolate.

Sucedió un estruendo, como un borboteo pastoso, y el vientre de Regorio volvió a inflarse de manera desproporcionada. Las tripas se le apretujaron entre sí con terribles sacudidas peristálticas, las petequias de sus ojos se le tiñeron de la tonalidad del barro y tal que así se le salieron de las cuencas con sendos chasquidos sordos, plop-plop, y de sus orejas salieron disparados perdigones de cerumen manchados de caca en todas direcciones. Un espectáculo francamente desagradable.

El doctor Phulanus fue a apagar la maquinaria, pero ocurrió una suerte de cortocircuito y aquello empezó a soltar un humo nefasto al tiempo que seguía bombeando batido de cagarrutas en los adentros del desdichado Regorio hasta que, por fin, éste explosionó en una millonada de pestíferos pedazos, manchándolo todo de inmundicia sanguinolenta y dejando el laboratorio hecho un completo desastre, un auténtico ascazo.

—Vaya, pues se hizo mierda —lamentó Phulanus, enjugándose la cara con la manga de la bata.

Y marchó a la fierrotería a por una manguera nueva con la que limpiar aquel estropicio.

Rubén Padrón