Era una noche tórrida y aciaga,
plagada de moscas, cuando un joven lampiño y harapiento se llegó ante las
puertas de mi parroquia con la camisa teñida de sangre y el macilento rostro de
un ocre funesto. Arrastróse por el polvo pidiendo clemencia con la voz hecha un
haz de agujas, así de áspera y filosa.The Hunter
Puse mi mano sobre su cabeza.
“¿Qué te aflige, hijo mío?”, le dije. El muchacho se deshizo en llanto y las
lágrimas esbozaron surcos de lodo por sus desoladas mejillas. “Anda, ven”, le
ayudé a levantarse, “Pasa dentro, toma algo de sombra y agua”.
Lo acompañé al interior y le
ofrecí de beber. Al preguntar por su nombre, su mirada se perdió en el vacío y
en sus ojos refulgió un viso nocturno, como de alimaña. Calló largo rato sin
probar el agua y, tras una breve eternidad muda, me contó su historia:
«Mi nombre poco importa, pues,
aunque bien respiro y camino sobre el suelo, en más de un modo ya estoy muerto.
Vengo de lejanas tierras, al norte, allá por las Colinas Negras, donde vivía
con mi hermano, errando por las yermas y vastas llanuras donde cazábamos
liebres y berrendos bajo el constante acecho del viejo puma y los salvajes lakotas.
»Años atrás, mi hermano, en su
afición por la taxidermia, tuvo la extravagante ocurrencia de injertar los
cuernos de un berrendo en el cráneo de una liebre, y este trofeo se lo vendimos
a un colono francés por medio dólar de plata con la patraña de que tratábase de
un lebrílope, un raro espécimen desconocido para la ciencia con propiedades
mágicas, que traía la buena fortuna a todo aquel que estuviera en posesión de uno
de sus cuernos, no digamos ya de una cabeza entera.
»El negocio nos fue realmente
bien un tiempo, vendimos decenas de aquellas testas a los ingenuos y adinerados
que viajaban al oeste en busca de más riquezas. Con la plata que estafamos
pudimos comprar una mula y un pequeño carromato con el que transportar todas
las piezas que íbamos armando. Nuestro plan era hacer algo más de dinero en los
caminos y llegar a San Francisco, donde abriríamos un emporio de lebrílopes y
artefactos de superchería.
»Sucedió hará unas semanas. Era
una noche sin luna, más fría que de costumbre. Mi hermano dormitaba junto a la
hoguera abrazado a una botella de bourbon, como era habitual, y yo hacía
guardia. Oí pasos entre los guijarros, no muy lejos, en lo oscuro. Temí que
fueran unos coyotes, merodeándonos, y fui a ahuyentarlos con una tea encendida.
»De súbito, un gélido soplo, como
sacado del noveno círculo del Infierno, apagó la lumbre y me vi envuelto en la
negrura más insondable. Traté de regresar, el vaho que exhalaba iba dejando en
mi rostro un velo de escarcha, el silencio de la noche se fue haciendo más
denso y arisco, y así, de entre la tenebrosa bruma emergió ante mí una figura espantosa;
una suerte de liebre atroz, de al menos seis pies de alto, con largas orejas
enhiestas y una horrorosa calavera humana por rostro.
»Sentí su voz en mi cabeza,
hablaba en lengua extraña, como una barahúnda de susurros y chirriar de
dientes. Dejé de temer, y un crótalo negro salió de la cuenca vacía de su ojo y
se enroscó en mi brazo.
»Gïorrïa se desvaneció entonces
entre las sombras y yo volví donde mi hermano, me agaché junto a él, y dejé que
la serpiente le mordiera en la garganta. Y ahí mismo lo abandoné a la mañana;
rígido y frío como un cadáver.
»Seguido me vine aquí, a confesar
mi crimen, pues Gïorrïa me dijo que así lo hiciera, que viniera precisamente a
ti, Dugan, pues tú debías conocer mi historia, y en estas semanas de camino por
la gran llanura temo que el conjuro que guió mi mano hacia el pescuezo de mi
hermano se haya ido disipando, pues empiezo a arrepentirme de aquello. ¿He
obrado bien, padre?»
“Has hecho bien, hijo”, le dije,
posando de nuevo mi mano sobre su cabeza, “Tú no eres el guardián de tu
hermano”.
Aquel joven se colgó en el granero esa misma noche, cuando El Perdido aún dormía. Y las moscas, coléricas, zumbando en su frenética y macabra danza, se dieron un auténtico festín.