Me
froté los párpados hasta no ver más que un lucero refulgente y multicolor que
centelleaba con el viejo zumbido chumchum indoloro entre el entrecejo. Se me
derramó la noche entonces y, en esas, se observa todo como con un no-ojo desde
el cenit.
—¿Quién
se ha muerto ahora? —masculló Abulio.
—El
bueno de Panmuphle; así, sin más —respondió un quídam cualquiera.
—Tan
molodo...
—¿Qué
le vas a hacer? Así funciona esto; espero que ahora visite sitios más
interesantes.
—Eso
sí.
Soñé
desierto a la deriva. Dormí despierto con la marea del cemento en plano
arrobado. Me vi como el que se ve que mengua. Cambió el viento al cabo de un
rato, y fui a despertarme con los dedos llenos de arena, los ojos como hornos
huecos en el fuego y un sabor como a óbolo o a dupondio bajo la lengua.
En la mano un
membrillo dorado y piloso que debía regalar a quien yo más quisiera y en la
mano raíces de cydonia, una amapola; la duda eterna como muelas del juicio.
—Recuerdo una
vez —recordó un quídam cualquiera—, seguro que ya te lo habré contado, que
cogimos un racimo de musa paradisiaca y nos quedamos con la gidouille mirando
las nubes deslizarse por sendas escleróticas. Pan se vio envejecer en un
segundo y al otro ya se trataba de un cráneo desnudo, no más. Y al tercero
resultó ser un dodo de catorce kilos, después una cuchara, un lémur, un tambor,
mero cúmulo, y así.
—Era un tipo
curioso.
Ahí estaba. Desde
fuera. Como un sórdido dios en la costa lúgubre. Por debajo, una larga barba
desciende sucia y despeinada. Una mano que me agarra, una mano que me sostiene.
Ahí estaba. Desde dentro. Como un ovillo descosido y enredado. Por encima, una
negra e infinita noche se eleva infinita y negra hasta su mirada. Y luego,
después, cuando miré, ya no estaba.
Entre dientes,
decisiones. Elegir es nuestra suerte puñetera y yo estoy paralizado de hueso
para arriba y por abajo estoy descalzo. El barquero fue a dejarme en la ínsula
de los cinocéfalos y desde entonces visto un viso canino en las pupilas y el
cinismo cinético esdrújulo de todos los años.
Regresé a mi
orilla transitando por el fondo, donde todo cuanto pisas es un charco. Tras tropecientos
tropiezos y traspiés, atravesé el transparente transcurrir del río, triste,
transpuesto, hecho trizas.
—¡Oye tú,
cabeza de perro! —oí que exclamaba un quídam cualquiera— ¡Levanta de ahí!
—Deja que
duerma un poco —dijo Abulio—; se le ve contento con esa baba.
—Ahora estoy
con vosotros —dijo Panmuphle—, que aún no decidí a quién le regalo este
membrillo.
—¿Eso es todo?
—No; escuchad
aún.
Amanecí con
pies de quelonio y el estómago de un galápago preguntándome por la vertical y palpitando
como el viejo parénklesis que nos mata de risa. A mi izquierda, así de cerca,
una de mimbre y hecha a mano de las que a mí tanto me gustan. A mi derecha, un
poco más allá, una hecha a mano toda de mimbre como aquella que soñé. Con la
una me tiemblan las rodillas y con la otra el vértigo lo tengo aquí.
Prefiero no
decir nada.
—¿Sigues vivo?
—Acércame el
taburete.
Apreté el puño
hasta empalidecer y aplasté el membrillo contra el fondo de la acera.
—Ya parece que
refresca.
Me oprime el límpido
triángulo en el brazo. Rechinan mis coronas como el viejo chirrido de pizarra y
cal.
—¿Un poco de
agua? Es del grifo.
—Me apetece
más un cigarro.
—Y ni tan mal.
Con este
cráneo de cemento y toda esta arena hasta las ramas lo único que de verdad
deseo es dormir.
Aparté los caracoles hasta enmudecer y arrojé los restos lejos, bien lejos. Elijo sus ojos, los profundos; elijo lo recóndito y sencillo del sosegado silencio neumático. Dije: Elijo el pliegue de su mejilla, la esbelta línea de su espalda, cada una de las oblongas volutas de calma y tranquilidad que emana. La espiral en su sonrisa; quisiera no necesitarla.
—Huele a
purpúrea mañana.
—¿Sabes? Algún
día, todo esto será campo.