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14.6.16

Un viaje a la ínsula de los cinocéfalos.


                Me froté los párpados hasta no ver más que un lucero refulgente y multicolor que centelleaba con el viejo zumbido chumchum indoloro entre el entrecejo. Se me derramó la noche entonces y, en esas, se observa todo como con un no-ojo desde el cenit.

                —¿Quién se ha muerto ahora? —masculló Abulio.
                —El bueno de Panmuphle; así, sin más —respondió un quídam cualquiera.
                —Tan molodo...
                —¿Qué le vas a hacer? Así funciona esto; espero que ahora visite sitios más interesantes.
                —Eso sí.

                Soñé desierto a la deriva. Dormí despierto con la marea del cemento en plano arrobado. Me vi como el que se ve que mengua. Cambió el viento al cabo de un rato, y fui a despertarme con los dedos llenos de arena, los ojos como hornos huecos en el fuego y un sabor como a óbolo o a dupondio bajo la lengua.

En la mano un membrillo dorado y piloso que debía regalar a quien yo más quisiera y en la mano raíces de cydonia, una amapola; la duda eterna como muelas del juicio.

—Recuerdo una vez —recordó un quídam cualquiera—, seguro que ya te lo habré contado, que cogimos un racimo de musa paradisiaca y nos quedamos con la gidouille mirando las nubes deslizarse por sendas escleróticas. Pan se vio envejecer en un segundo y al otro ya se trataba de un cráneo desnudo, no más. Y al tercero resultó ser un dodo de catorce kilos, después una cuchara, un lémur, un tambor, mero cúmulo, y así.
—Era un tipo curioso.

Ahí estaba. Desde fuera. Como un sórdido dios en la costa lúgubre. Por debajo, una larga barba desciende sucia y despeinada. Una mano que me agarra, una mano que me sostiene. Ahí estaba. Desde dentro. Como un ovillo descosido y enredado. Por encima, una negra e infinita noche se eleva infinita y negra hasta su mirada. Y luego, después, cuando miré, ya no estaba.

Entre dientes, decisiones. Elegir es nuestra suerte puñetera y yo estoy paralizado de hueso para arriba y por abajo estoy descalzo. El barquero fue a dejarme en la ínsula de los cinocéfalos y desde entonces visto un viso canino en las pupilas y el cinismo cinético esdrújulo de todos los años.

Regresé a mi orilla transitando por el fondo, donde todo cuanto pisas es un charco. Tras tropecientos tropiezos y traspiés, atravesé el transparente transcurrir del río, triste, transpuesto, hecho trizas.

—¡Oye tú, cabeza de perro! —oí que exclamaba un quídam cualquiera— ¡Levanta de ahí!
—Deja que duerma un poco —dijo Abulio—; se le ve contento con esa baba.
—Ahora estoy con vosotros —dijo Panmuphle—, que aún no decidí a quién le regalo este membrillo.
—¿Eso es todo?
—No; escuchad aún.

Amanecí con pies de quelonio y el estómago de un galápago preguntándome por la vertical y palpitando como el viejo parénklesis que nos mata de risa. A mi izquierda, así de cerca, una de mimbre y hecha a mano de las que a mí tanto me gustan. A mi derecha, un poco más allá, una hecha a mano toda de mimbre como aquella que soñé. Con la una me tiemblan las rodillas y con la otra el vértigo lo tengo aquí.

Prefiero no decir nada.

—¿Sigues vivo?
—Acércame el taburete.

Apreté el puño hasta empalidecer y aplasté el membrillo contra el fondo de la acera.

—Ya parece que refresca.

Me oprime el límpido triángulo en el brazo. Rechinan mis coronas como el viejo chirrido de pizarra y cal.

—¿Un poco de agua? Es del grifo.
—Me apetece más un cigarro.
—Y ni tan mal.

Con este cráneo de cemento y toda esta arena hasta las ramas lo único que de verdad deseo es dormir.

Aparté los caracoles hasta enmudecer y arrojé los restos lejos, bien lejos. Elijo sus ojos, los profundos; elijo lo recóndito y sencillo del sosegado silencio neumático. Dije: Elijo el pliegue de su mejilla, la esbelta línea de su espalda, cada una de las oblongas volutas de calma y tranquilidad que emana. La espiral en su sonrisa; quisiera no necesitarla.

—Huele a purpúrea mañana.
—¿Sabes? Algún día, todo esto será campo.

22.1.16

'Odneiviv.

                “Todo aquello no fue más que chai con moloco; el viejo juego de caer lovetado en una merienda desnuda donde cada cual queda helado al descubrir lo que hay emparedado en su sándwich”.


                Al principio la novedad eran unos cascabeles de latón púrpura colgados de las orejas y una sonrisa hunyadi y joroschó garrapateada en la frente de sien a sien. Después esporas y vistazos y la imagen de dos caballos amarillos y descapotables levantando estelas de polvo bronceado con sendas amapolas por sombrero ornamentadas con espigas. Bajo nuestras cabezas una espiral logarítmica de pipas de girasol y sobre nuestros pies la remanencia de la tiza en el asfalto dibujando una rayuela. Y respirar, el respirar en casa otra vez; eso también estaba.

                Como siempre, llegué tarde, pero antes de que fuera nunca, así que… Y luego las farmacias apagaron sus cruces verdes y mi ventana se quedó encendida con el susurro del frío condensándosele en las mejillas. Pero no estoy aquí, es sólo un decorado. Estoy aquí, y a veces, roto en el suelo, con la cáscara derramándoseme y la duda éterna palpitándome el hipotálamo, solo, con este esguince de cerebelo y este tiritar ontológico, a veces, digo, me salgo y me olvido y me escucho hablándome de no sé qué relojes y cuando miro la hora ya pasó y me arranco un pelo marrón y se va el tren y ya no busco; me encuentro perdido.

                Ha habido un momento… y luego ocurrió otra cosa: Un silencio límpido y tranquilo, esa nota desnuda que despunta sobre el vano y que se oye con los ventrículos como el blanco de las páginas en las que escribo sobre ti. Y eso.

                Y La porcelana formaba un perfecto loxodromo elíptico y el agua al fondo reflectaba los tubos fosforescentes. Y pensé: “A pesar del permamoho de la esquina, ¡Qué buen baño para desmayarse!” Y así pasé media primavera varado en un bar con el fantasma de Patsy Cline revolcándose en el cáterin del Cabaret Lenin con extra de anchoas; un desastre.

                En fin, terminé con un hemisferio y un meselo a cada lado, y cada polo derretido y, en vez de palo, un cucurucho, y, con la macedonia más idónea en un bol, que era medio coco hueco, perdí la cabeza, es decir, perdí el sombrero, y ya me di por vencido.

                ¿Que cómo salí de aquella, me dices? ¡Que cómo entré! Y así sigo. Columpiándome con los pies colgando y las manos en los bolsillos. Culpándome de cada uno de esos vacíos. Armando barcos de papel que se hunden en los párrafos que nunca escribo. 'Odneiviv, le dicen, viviendo al revés. Yo qué sé. Y es que todos los días se parecen a todos los días y, por tanto, eadem mutata resurgo. No sé si premio o castigo.


                Apuro una cerilla hasta la yema y me curo con saliva. Aboclo la ceniza de mis calcetines. La luna se esconde detrás de los semáforos y se quiebra mi lápiz y estoy despierto, en un desierto, sin minas de grafito. Un desierto de todo, un desierto de… ¿qué es desierto? ¿Vacío de qué o repleto de arena? Un desierto de todo, lleno de todo, un desierto de. Despierto.  

4.10.15

Iguana.

Al salir por la portezuela del rellano cerré los párpados e imaginé que daba vueltas sobre mí mismo y que el fingido hilo que dibujaba el eje sobre el que giraba configuraba el profundo ojo del remolino en que me había transformado. Hice esto para evitar marearme.

Levanté la mirada y ya nada estaba del derecho. Por ejemplo, la calle Lampo debería estar a mi izquierda y sin embargo se encontraba justo debajo de mí. Algo parecido ocurría con la pajarería de la señora Levono, que acostumbraba a ocupar el local del chaflán de rúa Testudo con Pachydermes, dos cuadras a mano derecha, y esta vez se había instalado junto a mí, justo a tres palmos de la manga de mi chaqueta.

Pasé, al menos, un buen rato sin moverme del sitio. Meciéndome acompasadamente con el respirar de los adoquines. En cada bar exquisito se bebía vino joven y las farolas lucían ramos de flores amarillas cada doce pasos, más o menos. De las alcantarillas pude apreciar que emanaban todas las meteduras de pata de la semana pasada, según qué edificios anduvieran cerca.

Algo llamó mi atención por un flanco y, al volverme, lo demás se vino conmigo y tuve que estirar bien la espalda para que no me molestara tanto peso. Cargué con todo, lo viejo, lo nuevo y también esos enchufes resfriados que se visten con el polvo y que tosen esputos eléctricos cuando se les hace cosquillas con alguna clavija bien afilada. No por nada, más bien por si acaso algún día los necesito.

Deambulé por las orillas de cemento desoyendo las fachadas y procurando escuchar algo en cada pieza, como quien juega con la rueda de una radio y se desplaza resbalando entre diales sin saber qué día es ni si tras la persiana se esconde una luna, una persona, o si se trata tan sólo de una piedra perdida en el firmamento o tal vez un níscalo pisoteado en el asfalto.

Se oye un ruido blanco que envejece y se hace gris, se enmudece, se asesina; hay una vieja canción que entorna sus brillantes pupilas al verme así, tan sentado y con los pies colgando de una página, y acaricia en silencio mi contorno, que se embelesa acurrucado.

No logro recordar esa palabra, esa que es blanda como un trozo de domingo un octubre por la tarde. No consigo acordarme de aquel verbo, aquel verbo cálido que nos esculpía arrugas de alegría en cada poro. He olvidado esta sílaba, y la otra, y se me aprietan los labios bajo los dientes con las cortinas echadas y la tetera rebosando, vacía.

Y yo que quería escribir sobre los cordones de unos zapatos.

Trepé erguido por la calzada y pateé una lata vieja que se cruzó a mi paso. Busqué respuestas y no hallé más que mentiras. Indagué para ver si encontraba, al menos, alguna pregunta y me vi solo y con la duda, atiborrado de pragmatismo y jarabe de eucalipto para la tos.

Al final supe deslizarme como un lagarto por los canalones y ya se sabe: desde arriba se ve todo como subido a algo. Y todo es más pequeño pero uno no es necesariamente más grande. Y a todo se le adivina la incipiente calva en la coronilla desde esta perspectiva. Y con la lengua silbando entre unos dientes de reptil uno no oye verdaderamente lo que se dice por ahí, sino que palpa las atmósferas y se escabulle cuando es lo más útil.

Así pues, me deshice. Aparté las escamas que me sobraban y las dejé bajo el escaño de la cocina, junto a las macetas secas y las bombillas derretidas. Apuré un último aliento, magullado, y cubrí de cenefas las bisagras de mis sienes. Hay que ser más líquido, tener algo de vapor —leí escrito en cada quicio—, un tanto menos de carne y, sin duda, menos de superficie.
 
Lynnette Shelley

25.1.15

Un grillo en las bisagras.

Los cristales de las ventanas están sucios de polvo y marcas de dedos. No creo ser el primero que se percata, pero me pareció importante apuntarlo. La esquina del techo que señala hacia el norte luce una telaraña desahuciada, de esto me di cuenta cuando una mosca o una suerte de insecto molesto revoloteó a mi alrededor y yo sacudí una mano frente a mi cara con un aspaviento para zafarme.

Es pronto aún, y no hay nadie tras la barra. Aún así, a menudo vengo aquí cuando todos duermen para decir las cosas que nunca digo o para sencillamente sentarme en un rincón a pensar las cosas que siempre pienso con la pupila perdida en algún punto que se me haya quedado apolillado entre los pliegues.

Esta vez me senté junto a la ventana. Se ve opaca por la porquería y apenas adivino mi reflejo. Ante mí sujeto un vaso de vidrio desgastado por el uso, donde aprovecho para escupir de vez en cuando. Parece que nieva ahí fuera pero seguro que sólo es de noche. Por lo demás, todos duermen.

Se oye un crujido entonces y yo me incorporo de pronto. ¿He sido yo? ¿O lo he soñado? ¿Estaba durmiendo? Juraría que estaba dudando. No contentos con llevárselo casi todo, lo que dejan lo cambian de sitio; y así no hay quien cierre un párpado, maldita sea.

¡Otra vez! Deben de ser las humedades. Sucede continuamente con edificios como éste, que te descuidas y en seguida está todo lleno de moho hasta los cimientos y con un estornudo se viene todo abajo en un santiamén. Encima, con todas esas capas de pintura científica anunciada en televisión que ponen últimamente por todos lados, uno no es capaz de averiguar por dónde diantres van a salir y te quedas como un tonto palpando como un ciego cada ángulo y cada palmo.

Sospecho que se trata de un insólito híbrido entre duende casero común y un espíritu de los candados; con un solo ojo entre las orejas puntiagudas y un agujero purulento en su mano izquierda que relame todo el rato para impedir que coagule y cicatrice. Claro que esto es algo que digo ahora, cuando no  hay nadie. Supongo que por tranquilizarme. Porque imaginándomelo así me creo que no puede tocarme.

Pero no es el daño que pueda hacerme lo que temo. Es su presencia. Me atormenta entre las horas y,  cuando estoy haciendo algo y me distraigo un solo instante, cambia de escondrijo como un relámpago; y esto apenas se ve por el rabillo del ojo pero te deja en el cuerpo una sensación de como cuando te encuentras un botón perdido, tirado en medio de la calle, y al cogerlo te das cuenta de que no era más que una triste moneda.

Oigo pasos en la planta de arriba, y yo sigo mirando la mugre en la ventana. Afuera debe de estar todo lo demás, pero desde aquí apenas lo distingo. Todo está oscuro, pues otra vez olvidé encender las luces y ya me encuentro demasiado sentado como para levantarme. Allá, tras el cristal, uno se puede imaginar que está amaneciendo, o que lo hará pronto. Sin embargo es un fantasma, en el viejo faro, el que centellea mudo bajo las nubes.

Escupo otra vez en el vaso y busco en vano a la araña. Se habrá agazapado tras un marco, acurrucada. Tejiendo tejiendo la mortaja de todo aquello que elucubro como un tapiz de lo quimérico. Deshilándome con paciencia en mi propia vida ajena y colmando mis ojos hinchados de otros ojos que no son mis ojos y que nunca serán mis ojos y con los que nunca me veré.

Nadie ha bajado aún, así que miro el reloj, pero no funciona. De todas formas, cuando alguien llegue, yo ya estaré bien cansado y no querré hablar de nada, nada, nada, y seguiré escrutando la ventana sucia hasta que me entre el sueño y vea otra cosa.

Por aquí hay un sótano singular, digno de mención. Pues es en este sótano donde se amontonan todas las cosas que uno va perdiendo y por eso nadie quiere hablar de él, porque le recuerda a uno cada palabra que no ha sabido decir, cada beso que no ha sabido dar. Es un cuarto lleno de fantasmas, algo habitual en construcciones como ésta.

Supongo que ahora yo soy un fantasma también. Mirando esta ventana sucia. Que no soy mucho más que el polvo que se acumula. Que todos esos ruidos los hago yo mismo, sonriéndole a mis sollozos baldíos, desgajado como un trozo de madera con tanto silencio.

Entonces volvió el insecto y, con él, mi resquebrajado aroma se tornó soplo de aire y lo aparté de un manotazo como hago siempre que me doy cuenta de algo y esparcí el polvo del cristal hacia los bordes y miré hacia arriba, al óculo de la pecera, y después abajo, donde se posa la tierra; y me vi de nuevo, como tantas veces, dormido entre los juncos. Con una escafandra reluciente, pasada de moda y joroschó. Lubilubando  feliz con una farsa de sonrisa andrógina y  pupilas brillantes.  Respirando a través del cariño de lo ficticio y lo meramente grato y sosegado.

Mas, otra vez, fue el viejo engaño, al que uno nunca llega a acostumbrarse del todo. Un pellizco más de polvo para las ventanas que tiña el sol naciente de cada página con una pizca más de aislamiento y ostracismo.


Todos se fueron y no me di cuenta. No oí nada. El último en salir dejó la puerta abierta oscilando indecisa sobre sus goznes y chirría como una cigarra. Tal vez debería cerrarla y quedarme dentro, pero a ver si se han ido sin llaves. Quizá lo mejor sea dejarla abierta. Quizá, lo mejor, sea tirarme fuera.


4.6.14

213.

Martes, más bien domingo.


Nada se rompió estos días, he movido algunas cosas de sitio pero poco a poco y casi sin darme yo cuenta han vuelto a su hábitat natural. Mi único deseo durante un tiempo ha sido que mejorara el tiempo y no sé muy bien qué significa eso. Sin ir más lejos, la otra noche soñé que debía caminar entre la hierba alta bien despacio y encogido, pues mal rayo partía a aquel que se atreviera a tener algo de prisa. Después conté unas cuantas ovejas y así desperté, o eso creo. ¿Qué dijo el espejo? Que estaba harto de la gente. Tenía algo entre los dientes, parecía un trozo de lechuga o algo así de verde. Tiré y tiré y una enorme anguila de un metro se revolvió entre mis labios como un apéndice empapado de mala baba. Seguí tirando y resultó que aquella anguila no era más que la manga de un jersey que creía haber perdido unos días antes en la lavandería. Supongo que me distraje otra vez masticando frutos secos mientras cinco piezas de fruta se desinflaban en el cesto que hay en la cocina. No han dejado de brotar amapolas acá y acullá, mas no soy demasiado buen jardinero y, como tal, pago mis dudas. 

21.11.09

Incluso en mis horas más bajas.

Incluso en mis horas más bajas siento las palabras burbujeando dentro de mí, no como algo vanidoso, sino como algo necesario… tengo que volcarlas sobre el papel o se apodera de mí algo peor que la muerte. Cuando empiezo a dudar de mi capacidad para trabajar con palabras, sencillamente leo a otro escritor y entonce sé que no tengo de qué preocuparme, compito solamente contra mí mismo.
Charles Bukowski