Corre el tristísimo
año de Nuestro Señor de 1812 en la encapotada aldea de Chesterfield, en el
condado de Derbyshire. Dos lugareños de horrorosa dentadura juegan al bridge en
el poco pomposo pub del pueblo, conocido por aquellos entonces como el Cuervo
Blanco, embriagados desde hace rato por los efluvios de la brown ale de la casa
y ataviados con sendas chaquetas de tweed desgastadas y andrajosas.
“¿Te has
enterado?”, dice el primero. “¿De lo qué?”, responde el otro, ajustándose un
bombín anacrónico para tratar de ocultar su incipiente calvorota. “De las
revueltas del otro día en Nottingham”. “Ah, pues ni papa. ¿Qué pasó?”. “Al
parecer unos exaltados reventaron los telares mecánicos de la textilería local
y redujeron la factoría a escombros. No sin antes destrozarle la jeta al patrón
a base de patazos y puñetadas tras una deliciosa sesión de la vieja
ultraviolencia”. “Vaya”, dice el disminuido capilar, “Desde luego que no se
andan con mindundeces en Nottingham”. “Y tanto que no”. “¿Y eso debido a?”,
cuestiona el alopécico. “Pues que dicen que esos cacharros del demonio les
están quitando el curro. Que antes sí, la brega era más chunga y tal, más
farragosa, pero claro, por lo menos tenían trabajo. Aunque estuvieran doblando
el lomo de sol a sol (me refiero a esa exótica cosa pálida que se adivina tras
los nubarrones) podían, como poco, alimentar a sus familias, y en cambio ahora
más de la mitad del pueblo se aburre de lo lindo y fenece de apetito. Vamos,
que ni tanto, ni tan calvo”. “¡Qué me vas a contar!”.
Ambos
beben de sus pintas y otro dipsoda al fondo de la tasca comienza a canturrear: “En
la bella ciudad de Dublín, las muchachas hermosas son como un jazmín…”,
pero un eructo inmundo seguido del tradicional vómito termina con el lamentable
espectáculo antes incluso de que nadie llegara a protestar por la nefasta
entonación.
“Hazte así”, dice el calvo.
“¿Así, cómo?”, pregunta el otro. “Tienes el mostacho lleno de espuma”. “Me la
guardo para el final”. “Tipo listo”. Y vuelven a beber.
“Pero aún no te he contado lo
mejor”, dice el del bigote. “Cuenta, cuenta”, apremia el otro. “Pues, mira”,
saca un recorte de The Sun del mohíno bolsillo de su chaqueta de tweed y
lo menea ante la mirada estrábica del calvo. “No sé leer”, dice éste, lánguido.
“Yo tampoco”, contesta el otro, “Pero el chaval de las gacetas me lo leyó a
cambio de dos peniques y me contó que más o menos pone algo tal que así”, y
empieza a recitar:
«(…) Tras los
terribles sucesos acontecidos en la irrevocablemente nublada Nottingham la
pasada madrugada, a esta misma redacción nos llegan reportes que apuntan a un
agente provocador de los mismos. Al parecer, un tal Ned Ludd, pronunciado Ned
Ludd, autoproclamado capitán del insurgente Ejército de Justicieros, es el
instigador de tales viles actos de destrucción de la propiedad privadísima de
Sir John Johnson, dedicada a la lana lanosa y a derivados de diversas urdimbres;
ahora, por descontado, en la ruina más ruinosa. Resulta que, el mismo Ned Ludd,
un bastardo maleante, subversivo e insubordinado, acezó a sus secuaces a
desmantelar las maquinarias factoriales como respuesta a lo que estos macarras
bolcheviques y bolivarianos consideran como una usurpación tácita e inmoral del
esfuerzo proletario y, por consiguiente, y también por extensión, del beneficio
natural del fruto del mismo. Charadas, desde luego, para la época que nos
atañe, en plena expansión industrial y tal, y contrarias a esta por definición,
vaya. Cabe resaltar las epístolas amenazadoras y perversas que anticipaban tan
lamentable actuación por parte del vulgo, en las que se exigía al divino-divino
Sir John Johnson que se desprendiera de su preciosa y bien cara maquinaria
antes de que, no solo la mano de obra, sino el cuerpo de obra por entero,
tomara represalias; advirtiendo incluso de que no se contentarían únicamente
con cobrarse propiamente el desbarajuste de los aparatos pertinentes, sino que
también se llevarían por delante, por detrás, y por el mismo medio a la
descendencia y equipolencia del tal Sir John Johnson con cuantas armas blancas,
arrojadizas y punzantes fueran necesarias. Deja su rúbrica este tal Ludd, bajo
el amparo y salvaguarda de la gentuza de su calaña, con remitente en el
frondoso y no menos célebre bosque de Sherwood, lugar en el que, en estos
instantes, una somanta de patrulleros orquestados por el mismísimo sheriff del
condado de Nottinghamshire trata de darle caza».
“¡Pamplinas!”,
dice entonces un viejo del que, sinceramente, el humilde narrador que esto
relata no se había ni pispado. El viejo es un viejo inglés y estándar, común y
corriente. Y lleva una larga barba blanca, pero no tan larga, y manchada de
ocre nicotinesco a la altura del alto labio, y también calza una andrajosa
chaqueta de tweed y un bombín decimoctávico. Pues eso, el viejales dice:
“¡Pamplinas!”, y eructa birra ale, “Yo conocí (hipo) conocí (hipo)
conocí (hipo) a ese tal Ned Ludd y ni de coña (hipo), vamos, que
ni de coña digo se refieren (hipo) al mismo Ludlam que yo conocí
(hip-hip-hipo)”.
Y, sin que
nadie le preguntara nada de nada, comenzó su relato, esta vez ya sin hipo y con
inusitada sobriedad:
«Galopaba por
San Jorge el año de 1779, hace como treinta y pico de años, y una serie de procesos
y cambios económicos, estructurales, industriales y blablablá acechaban apremiantes
como pegajosos tentáculos invisibles e inminentes a la sociedad británica y no
menos pecaminosa del momento. El vapor que antes no servía para nada de nada
empezaba a mover ferrocarriles enteros y empezó a salirnos pelo donde antes no
lo había.
ȃramos
felices antes todo aquello. Bueno, digo felices y me vais a permitir semejante
término, pues todos sabemos que la felicidad no sería patentada hasta
que Mr. Pemberton sintetizara la Coca-Cola allá en Atlanta en la aún no
celebrada añada de 1886. Éramos felices, digo, cultivando lo que fuera y
tuviera forma de semilla o similar, y mezclando lo que quisiera que brotara con
gachas y pastaza de pantano. ¿Qué más puede pedir un hombre, pensábamos, más
que alimentarse del producto de su esfuerzo regado con el sudor de su frente
despoblada?
»Entonces,
tú verás, llegaron Watts y Kay, y hasta el puto Mr. Hargreaves con sus
voluptuosos ingenios y artefactos y nos vimos de pronto llenos de grasa y
hollín y betún y reducidos a la escoria del escombro chamuscado por el ruido de
las máquinas y una deformación profesionalizada. Una mierda.
»De
agasajar los campos con nuestras hoces esplendorosas pasamos a apretujar las oxidadas
tuercas y tornáculos de cachivaches que ni de coña comprendíamos.
»Y ahí
estaba el pobre-pobre Ned. Más tonto que un arenque. Calzando unos botines de
cartón y unos tirantes de felpa barata y sin sombrero. Ajustando las bielas,
manivelas, poleas y mecanismos de los cuales no conocía ni su nombre. Un poco
al tuntún, como todos, vaya. Pero aquello funcionaba. Y la máquina hacía
chú-chú soltando bataholas de vapor y del orificio salían requetesalían
suéteres y jerséis de Jersey a tercios pelados y sin sonrisa».
El viejo
vomita un poquito. Sigue:
«La cosa es
que Neddy era un poco burro, ya sabéis, en todos los sentidos y acepciones del
vocablo, incluso en su certera traducción. Y, pues eso, que en un momento dado
por la Divina Providencia o vete tú a saber por qué coño o yo qué hostias sé
por qué, estornudó o hizo una especie de aspaviento raro, como alguien que se
va a cagar encima sin remedio y, para tratar de evitarlo, se mete un dedo en el
ojo propio sin necesidad alguna, y, pues tal que así, una palanca se desplazó
cuando no debía, un botón fue pulsado en el instante menos oportuno, un comando
fue programado en parámetros incongruentes en sí mismos con un código
indescifrable hasta para el desindescifrador que se desenfibrile, y todo el
armatroste mecanicoso se fue a la mierda en un periquete dejando no más que una
nube de humo alrededor y un insondable cráter en el suelo, manchándolo todo».
El viejo
eructa, el calvo pota, el del bigote está dormido, el dipsoda pelicorinto clama
trompa por Molly Malone y el tabernero anónimo yace muerto sobre la barra con
un vidrio roto incrustado en el gaznate y ensuciando de escarlata sangre su
camisa y el resto demás. Todos con su chaqueta de tweed impoluta y sucia, a la
mismísima hora del té.
“Y nada”,
sigue el viejo, “Eso fue lo que pasó. ¿A qué venía esto?” Y soltó un hipido
incólume.