13.9.21

Jinetes en el páramo.


Hace como una milenta de años, en la yerma estepa mongólica, una esplendorosa caravana se llega a paso campanudo y no poco pomposo al tosco asentamiento de Karakórum, recientemente establecido como campamento permanente por el mismísimo Gengis Kan como base capital para su vasto imperio aún en ciernes.

A la cabeza de la comitiva viene Xuan, emisario del Imperio tangut, vestido a la moda china con un pijama Hanfu muy colorido y abigarrado, ornamentado con guirnaldas y cascabeles y con una trencita de lo más graciosa saliéndole de la cocorota. Su séquito iba más o menos por el estilo, pero un tanto más sobrio y menos ilustre, tratando de disimular la insoportable sed que les acuciaba tras una fastidiosa marcha por el Gobi.

               Sale a recibirles un jinete mongol con cara de no haber tenido un solo amigo en toda su vida, escoltado por dos Mangudai, uno a cada lado, armados con sendos arcos compuestos.

               —¡Saludos! —saluda Xuan, con un agudo tembleque en la voz. El jinete mongol responde con un gruñido gutural.

               —Mi nombre es Xuan —continuó Xuan—, emisario del fabuloso y fantástico Imperio tangut. Vengo aquí desde lejanas tierras allende el desierto para presentar mis más sinceros respetos a vuestro Kan en nombre de mi honorable nación, y también para hacerle entrega de este juego de porcelana nuevecito y a estrenar como obsequio y gesto de buena voluntad —tosió un poco, tapándose la boca con la manga del pijama—. Bueno, y, ejem, para que no arrase nuestros dominios y tal.

               El jinete mongol hace una seña con la cabeza a uno de sus compinches y este sale a trote hacia una de las yurtas, la más pequeña y andrajosa de Karakórum. Vuelve al rato, tras un silencio de lo más incómodo, acompañado por un venerable anciano con pintas de monje tibetano que se apoya en un bastón de palo y que calza en el lomo una chepa muy, pero que muy parabólica.

               —¡Wololó, forasteros! —saludó el monje (así saludaban los monjes por aquel entonces)—. Mi nombre es Pinipong, y haré las veces de humilde intérprete durante vuestra estancia en Karakórum. Sean bienvenidos —hizo una leve reverencia con la cabeza y el espantoso crujido de varias de sus vértebras hizo que unos cuantos cuervos levantaran el vuelo—. Adelante, pasen a la yurta de invitados y descansen un poco. Ahora mismo les agasajaré con un poco de té de matojo.

               Xuan y compañía se apretujaron como bien pudieron en la angosta yurta y aprovecharon para descalzarse las sandalias de sus doloridos y diminutos pies. Enseguida apareció Pinipong con el apestoso té y lo sorbieron a regañadientes y quemándose los labios.

               —¿Y bien? —dijo entonces Pinipong— ¿Qué les trae por esta estepa, si se puede saber?

               —Pues lo típico —masculló Xuan, con la lengua abrasada—, movidas diplomáticas y todo ese rollo. Venimos a charlar con vuestro líder, Gengis Kan, ya sabes, para que no se nos lleve por delante con su horda y nos parta al medio.

               —Ya veo —dijo Pinipong—. Pues me temo que el Gran Kan no podrá recibirles por el momento. Justo ayer marchó a Samarcanda a luchar contra los jorezmitas, esos mamelucos del demonio, y supongo que tardará un rato en regresar.

               —Vaya —respondió Xuan—, pues sí que es una jodienda.

               —Y tanto que sí —sentenció Pinipong.

               —¿Entonces? —preguntó Xuan, contrariado.

               —Pues podéis volver por donde habéis venido, y, si tal, regresáis para el otoño o así —dijo Pinipong—. A ver si tenéis mejor fortuna.

               —Pero no podemos marcharnos así, sin más —protestó Xuan—, venimos francamente agotados y apenas sin provisiones —un par de lágrimas resecas manaron de sus rasgados ojos—. ¿No podríais convidarnos, aunque sea, a una pequeña merendola antes de que emprendamos la marcha a Yinchuan?

               —Tampoco nosotros tenemos gran cosa —contestó Pinipong—. Como ya os dije, el Gran Kan partió ayer con su horda; y se llevó consigo todos los víveres.

               —¡Qué jodienda! —se quejó Xuan.

               —Pero se me ocurre una cosa —dijo Pinipong.

               —¿Qué cosa? —preguntó Xuan.

               —Podemos escribir a Yami-Yam, y encargar algo de picoteo —aclaró el monje.

               —¿Yami-qué?

               —Yami-Yam —reiteró Pinipong—. El servicio de comida a domicilio más eficiente del mundo mundial. Verás, aquí en Mongolia contamos con un sistema postal de lo más práctico. Una ruta de correos que atraviesa toda la estepa y que consiste en un ciento de estaciones de repostaje y relevo de los mensajeros, una larga, larga, larga cadena desde el lago Baljash hasta el mojado mar oriental. Nuestros jinetes son capaces de cubrir toda la anchura del territorio en apenas unos días, si es que no les alcanza un rayo por el camino —explicó—. Podríamos pedir la manduca al mismo macizo de Altái y tenerla aquí en un periquete. Solo hace falta contar con palomas mensajeras para encargar los pedidos.

               —¿Mensajeras?

               —No, no te ensajero.

               —¡Pues no se hable más! —exclamó Xuan agitando los brazos y haciendo tintinear cuantos cascabeles colgaban de sus ropajes— ¡Pidamos, pero tal que ya mismo, un auténtico banquete! ¡Arroz tres delicias! ¡Pollo Kung Pao! ¡Cerdo agridulce! ¡Pato a la pekinesa! ¡Un tonel de ramen! ¡Y rollitos de primavera para todos!

               El séquito al completo hizo una ovación exageradísima y salivaron como salivan los salivanes.

               —¡Hurra, hurra, hurra! —vitorearon todos, excepto uno, que estaba afónico y además era mudo.

               —No tan rápido —apaciguó Pinipong—. Aquí no tenemos nada de eso —y le alcanzó a Xuan un mustio folleto de menú escrito con letras raras—. En Mongolia tenemos únicamente dos tipos de platos; los blancos, que son queso o yogur de yegua, y los marrones, que básicamente son salchichas de caballo con salsa de caballo y sin patatas. Y de beber, airag.

               —¿Y eso es…? —inquirió Xuan.

               —Leche de yegua fermentadísima —respondió el otro.

               Los tangutos se aguantaron una arcada colectiva, tratando de disimular el asco diplomáticamente, y, al poco, aceptaron aun reacios.

               Y así fue que el monje Pinipong agarró una de las palomas mensajeras, ató la comanda a una de sus mutiladas patas y, sin más preámbulos ni ceremonias ni nada de nada, la arrojó de cuajo a los vientos de la estepa.

 

*   *   *

 

               Al oeste, en el Altái, crecía y vivía un joven mongoloide llamado Glovuyín. Glovuyín se ganaba el parné pastoreando los rebaños de su tribu, cazando alguna que otra liebre despistada que le pudiera salir al paso, y también haciendo las veces de correo de la Yam cuando llegaba algún recado.

Pero aquella mañana, aquella fría mañana de agosto, Glovuyín no tenía más tarea que vigilar que las ovejas, las cuatro ovejas y media que aún les quedaban tras los ataques de la jauría del temible lobo Ornlu, no se fueran demasiado lejos del campamento. Así que se tumbó en una ladera cercana y se lio un tremendo canuto de cardo uzbekistaní para pasar el día.

                Apenas había pegado dos largas caladas humeantes cuando advirtió que su mamá, Qulan, la de los fornidos muslos, le hacía gestos y ademanes con los brazos desde la lontananza.

               —¡Glovuyín! —oyó que le gritaba.

               —¿Qué? —aulló Glovuyín.

               —¡Baja aquí! —vociferó Qulan.

               —¡Ahora después! —regateó Glovuyín.

               —¡Como no bajes ahora mismo te arranco la cabeza!

               Glovuyín corrió a toda prisa colina abajo temiendo de veras por su integridad física y se encontró con su mamá Qulan esperándole con un papelajo en la mano gruesa, la de los tortazos.

               —¿Eso qué es lo que es? —preguntó Glovuyín, hiperventilado.

               —Pedido de la Yami-Yam —aclaró Qulan, entregándole la comanda—, agarra un penco y sal para Karakórum cagando hostias.

               —¿¡Karakórum!? —exclamó Glovuyín— ¡Pero si eso está a tomar por el mismo culo! ¡Además, todos los jinetes de la Yam están en la horda del tío Gengis, allá por Jorasmia! ¡Tendría que hacer todo el trayecto yo solito!

               —¡Mal rayo te parta como no marches para allá tal que ya mismo! —amenazó Qulan, y ambos esbozaron una mueca de pavor en sus rasgados párpados, mirando al cielo. Por todos es bien conocido que lo único que acobarda, amilana y, en paráfrasis, acojona a los mongoles es un buen relámpago certero y fulminante.

               —¡Vale, vale! —accedió Glovuyín—, pero al menos dime qué pone en este papelucho; yo no sé leer.

               —¡Ni yo, pedazo de idiota! —le propina un coscorrón en la chola con la mano gruesa—, ¡Tú lleva un puñado de todo y regresas con lo que sobre!

               —¡Está bien, está bien! —dijo Glovuyín, rascándose el cacumen.

               Glovuyín llenó su ambarina mochila cúbica con salchichas rancias, queso pestoso y algo de airag maloliente y a medio cuajar, se encaramó a horcajadas de su viejo jamelgo, al que nunca se les ocurrió ponerle nombre alguno, y partió raudo como una diarrea hacia el oriente.

               Galopaba Glovuyín por la llanura, y el galopar del viejo jamelgo resonaba bajo su trasero como las dos mitades de un mismo coco chocando entre sí. Galopaba Glovuyín por la planicie, mecido por el vaivén de la marcha en allegro ma non tropo. Galopaba Glovuyín por los vastos eriales de Mongolia, con la mirada fija en el remoto horizonte y sin pensar en apenas nada.

               Y, antes de darse cuenta siquiera, Glovuyín se durmió a las riendas.

               Días después, despertóse Glovuyín con un espantoso y acre regusto a cardo en la boca pastosa y con la triste novedad de que el viejo jamelgo había muerto entre sus piernas, quizás de agotamiento, o tal vez de sed, o incluso de viejo; no se podía saber. Mientras tanto, un cuervo de plumas negras se daba un estupendo festín con sus ojos.

               —¡Mosquis! —se dijo Glovuyín, mirando alrededor, donde solo había inconmensurable estepa llena de distancia. Un auténtico secarral infame y baldío en todas direcciones. La extensión por antonomasia en el mismísimo medio de la nada. Un océano de suelo.

               Y así, con una refulgencia cegadora, un rayo certero y fulminante venido de los cielos impactó de lleno en el cráneo de Glovuyín, convirtiéndolo en difunto antes de poder siquiera escuchar el propio trueno.

 

*   *   *

 

Para aquel entonces, Xuan y su comparsa ya se habían hartado de esperar por el almuerzo y, tomando eso mismo como una grave ofensa interimperial y mayúsculo agravio, habían vuelto a Yinchuan con los mondongos vacíos y huecos y lanzando toda clase de improperios y borborigmos.

A su regreso, el emperador de turno, informado de dichas vicisitudes y considerando tal afrenta, decidió declarar la guerra a los mongoles con carácter retroactivo e inmediato. Guerra que, por supuestísimo, finalmente perdieron al lustro; y el imperio Tangut fue arrasado de una vez por todas, desapareciendo para siempre, siempre, siempre. 


2.9.21

Cuentos de la taberna del Cuervo Blanco: Retales modernos.

Corre el tristísimo año de Nuestro Señor de 1812 en la encapotada aldea de Chesterfield, en el condado de Derbyshire. Dos lugareños de horrorosa dentadura juegan al bridge en el poco pomposo pub del pueblo, conocido por aquellos entonces como el Cuervo Blanco, embriagados desde hace rato por los efluvios de la brown ale de la casa y ataviados con sendas chaquetas de tweed desgastadas y andrajosas.

“¿Te has enterado?”, dice el primero. “¿De lo qué?”, responde el otro, ajustándose un bombín anacrónico para tratar de ocultar su incipiente calvorota. “De las revueltas del otro día en Nottingham”. “Ah, pues ni papa. ¿Qué pasó?”. “Al parecer unos exaltados reventaron los telares mecánicos de la textilería local y redujeron la factoría a escombros. No sin antes destrozarle la jeta al patrón a base de patazos y puñetadas tras una deliciosa sesión de la vieja ultraviolencia”. “Vaya”, dice el disminuido capilar, “Desde luego que no se andan con mindundeces en Nottingham”. “Y tanto que no”. “¿Y eso debido a?”, cuestiona el alopécico. “Pues que dicen que esos cacharros del demonio les están quitando el curro. Que antes sí, la brega era más chunga y tal, más farragosa, pero claro, por lo menos tenían trabajo. Aunque estuvieran doblando el lomo de sol a sol (me refiero a esa exótica cosa pálida que se adivina tras los nubarrones) podían, como poco, alimentar a sus familias, y en cambio ahora más de la mitad del pueblo se aburre de lo lindo y fenece de apetito. Vamos, que ni tanto, ni tan calvo”. “¡Qué me vas a contar!”.

               Ambos beben de sus pintas y otro dipsoda al fondo de la tasca comienza a canturrear: “En la bella ciudad de Dublín, las muchachas hermosas son como un jazmín…”, pero un eructo inmundo seguido del tradicional vómito termina con el lamentable espectáculo antes incluso de que nadie llegara a protestar por la nefasta entonación.

“Hazte así”, dice el calvo. “¿Así, cómo?”, pregunta el otro. “Tienes el mostacho lleno de espuma”. “Me la guardo para el final”. “Tipo listo”. Y vuelven a beber.

“Pero aún no te he contado lo mejor”, dice el del bigote. “Cuenta, cuenta”, apremia el otro. “Pues, mira”, saca un recorte de The Sun del mohíno bolsillo de su chaqueta de tweed y lo menea ante la mirada estrábica del calvo. “No sé leer”, dice éste, lánguido. “Yo tampoco”, contesta el otro, “Pero el chaval de las gacetas me lo leyó a cambio de dos peniques y me contó que más o menos pone algo tal que así”, y empieza a recitar:

«(…) Tras los terribles sucesos acontecidos en la irrevocablemente nublada Nottingham la pasada madrugada, a esta misma redacción nos llegan reportes que apuntan a un agente provocador de los mismos. Al parecer, un tal Ned Ludd, pronunciado Ned Ludd, autoproclamado capitán del insurgente Ejército de Justicieros, es el instigador de tales viles actos de destrucción de la propiedad privadísima de Sir John Johnson, dedicada a la lana lanosa y a derivados de diversas urdimbres; ahora, por descontado, en la ruina más ruinosa. Resulta que, el mismo Ned Ludd, un bastardo maleante, subversivo e insubordinado, acezó a sus secuaces a desmantelar las maquinarias factoriales como respuesta a lo que estos macarras bolcheviques y bolivarianos consideran como una usurpación tácita e inmoral del esfuerzo proletario y, por consiguiente, y también por extensión, del beneficio natural del fruto del mismo. Charadas, desde luego, para la época que nos atañe, en plena expansión industrial y tal, y contrarias a esta por definición, vaya. Cabe resaltar las epístolas amenazadoras y perversas que anticipaban tan lamentable actuación por parte del vulgo, en las que se exigía al divino-divino Sir John Johnson que se desprendiera de su preciosa y bien cara maquinaria antes de que, no solo la mano de obra, sino el cuerpo de obra por entero, tomara represalias; advirtiendo incluso de que no se contentarían únicamente con cobrarse propiamente el desbarajuste de los aparatos pertinentes, sino que también se llevarían por delante, por detrás, y por el mismo medio a la descendencia y equipolencia del tal Sir John Johnson con cuantas armas blancas, arrojadizas y punzantes fueran necesarias. Deja su rúbrica este tal Ludd, bajo el amparo y salvaguarda de la gentuza de su calaña, con remitente en el frondoso y no menos célebre bosque de Sherwood, lugar en el que, en estos instantes, una somanta de patrulleros orquestados por el mismísimo sheriff del condado de Nottinghamshire trata de darle caza».

“¡Pamplinas!”, dice entonces un viejo del que, sinceramente, el humilde narrador que esto relata no se había ni pispado. El viejo es un viejo inglés y estándar, común y corriente. Y lleva una larga barba blanca, pero no tan larga, y manchada de ocre nicotinesco a la altura del alto labio, y también calza una andrajosa chaqueta de tweed y un bombín decimoctávico. Pues eso, el viejales dice: “¡Pamplinas!”, y eructa birra ale, “Yo conocí (hipo) conocí (hipo) conocí (hipo) a ese tal Ned Ludd y ni de coña (hipo), vamos, que ni de coña digo se refieren (hipo) al mismo Ludlam que yo conocí (hip-hip-hipo)”.

Y, sin que nadie le preguntara nada de nada, comenzó su relato, esta vez ya sin hipo y con inusitada sobriedad:

«Galopaba por San Jorge el año de 1779, hace como treinta y pico de años, y una serie de procesos y cambios económicos, estructurales, industriales y blablablá acechaban apremiantes como pegajosos tentáculos invisibles e inminentes a la sociedad británica y no menos pecaminosa del momento. El vapor que antes no servía para nada de nada empezaba a mover ferrocarriles enteros y empezó a salirnos pelo donde antes no lo había.

»Éramos felices antes todo aquello. Bueno, digo felices y me vais a permitir semejante término, pues todos sabemos que la felicidad no sería patentada hasta que Mr. Pemberton sintetizara la Coca-Cola allá en Atlanta en la aún no celebrada añada de 1886. Éramos felices, digo, cultivando lo que fuera y tuviera forma de semilla o similar, y mezclando lo que quisiera que brotara con gachas y pastaza de pantano. ¿Qué más puede pedir un hombre, pensábamos, más que alimentarse del producto de su esfuerzo regado con el sudor de su frente despoblada?

»Entonces, tú verás, llegaron Watts y Kay, y hasta el puto Mr. Hargreaves con sus voluptuosos ingenios y artefactos y nos vimos de pronto llenos de grasa y hollín y betún y reducidos a la escoria del escombro chamuscado por el ruido de las máquinas y una deformación profesionalizada. Una mierda.

»De agasajar los campos con nuestras hoces esplendorosas pasamos a apretujar las oxidadas tuercas y tornáculos de cachivaches que ni de coña comprendíamos.

»Y ahí estaba el pobre-pobre Ned. Más tonto que un arenque. Calzando unos botines de cartón y unos tirantes de felpa barata y sin sombrero. Ajustando las bielas, manivelas, poleas y mecanismos de los cuales no conocía ni su nombre. Un poco al tuntún, como todos, vaya. Pero aquello funcionaba. Y la máquina hacía chú-chú soltando bataholas de vapor y del orificio salían requetesalían suéteres y jerséis de Jersey a tercios pelados y sin sonrisa».

El viejo vomita un poquito. Sigue:

«La cosa es que Neddy era un poco burro, ya sabéis, en todos los sentidos y acepciones del vocablo, incluso en su certera traducción. Y, pues eso, que en un momento dado por la Divina Providencia o vete tú a saber por qué coño o yo qué hostias sé por qué, estornudó o hizo una especie de aspaviento raro, como alguien que se va a cagar encima sin remedio y, para tratar de evitarlo, se mete un dedo en el ojo propio sin necesidad alguna, y, pues tal que así, una palanca se desplazó cuando no debía, un botón fue pulsado en el instante menos oportuno, un comando fue programado en parámetros incongruentes en sí mismos con un código indescifrable hasta para el desindescifrador que se desenfibrile, y todo el armatroste mecanicoso se fue a la mierda en un periquete dejando no más que una nube de humo alrededor y un insondable cráter en el suelo, manchándolo todo».

El viejo eructa, el calvo pota, el del bigote está dormido, el dipsoda pelicorinto clama trompa por Molly Malone y el tabernero anónimo yace muerto sobre la barra con un vidrio roto incrustado en el gaznate y ensuciando de escarlata sangre su camisa y el resto demás. Todos con su chaqueta de tweed impoluta y sucia, a la mismísima hora del té.

“Y nada”, sigue el viejo, “Eso fue lo que pasó. ¿A qué venía esto?” Y soltó un hipido incólume.

8.8.21

Pareidolia (o De cómo mirar las nubes).

La siguiente secuencia transcurre tal que así: Dos figuras antropomórficas se acuestan en un verde prado verde sin intención alguna y, ya por echar el rato, hacer o deshacer el tiempo o por lo que sea, resuelven aprovechar la incipiente tarde para observar las nubes.

Se disponen de la siguiente manera: el uno en sortes de baño y con inaugural quemazo veraniego y la otra con la sonrisa de quien viaja y se mueve como viajan y se mueven las corrientes marinas o incluso los vientos vespertinos cuando ya no les queda otra cosa mejor que hacer que soplar y hacerse patentes con el fresco de la tarde que nos mata de la risa.

Yacen encajados como un puzle de dos piezas; cabeza con hombro, por un lado, y lo mismo, pero al revés, por el otro. Ambos vista al cielo, al cénit mismo, sobre unas frentes despejadas, inmaculadas, y bañadas en sal. Un lujo, un paraíso cercano e inmediato sin alrededores.

Hay quien dice:

—¿Ves esa nube? Tiene forma de pareidolia.

Y quien contesta:

—Sí. También tiene forma de estropajo seminuevo.

—Tiene forma de uve doble torcida escrita del revés.

—Tiene forma de banco de krill.

—Tiene forma de los dos cojones de un burdégano cimarrón pardo.

—Tiene forma de medio corazón partido en ocho mitades, pero elástico y a prueba de incendios.

—Tiene forma de forma.

—Tiene forma de helado de extraña tela recalentado y a medio derretir.

—Tiene forma de cosa.

—Tiene la misma forma que una piedra aleatoria perdida.

—Tiene la forma de una diéresis escrita con tinta líquida.

—Tiene forma de antílope.

—Tiene forma de llama en llamas. Digo una llama de los Andes.

—Tiene forma de grifo que gotea por la noche cuando nadie lo está mirando.

—Tiene forma de rúbrica inventada ad hoc.

—Tiene una forma nefasta y obscura.

—Tiene forma de cubo octogonal parcialmente curvilíneo.

—Tiene forma de jornada laboral.

—Tiene forma de sexagenario que nunca se ha planteado nada en su vida y, llegado el momento climático después de comprar el pan y con los calcetines agrietados, se da cuenta de pronto de que tal vez y quizás hubiera sido un tanto más feliz con un par de críos revoloteando alrededor y con alguien al lado que le aguante y le replique sus repunancias.

—Tiene forma de chorro.

—Más bien tiene forma de charco.

—Tiene forma de ballesta compuesta.

—Tiene forma de cacofonía reiterada.

—Tiene forma de entimema.

—Tiene forma de parénklesis congénita.

—No tiene forma de nada en absoluto.

—Tiene forma de alguien que se enamora por fin, después de mucho tiempo sintiendo nada, y descubre así que tiene pelo en la cabeza.

—Tiene forma de pelo en la cabeza.

—Tiene forma de uña cortada mal.

—Tiene forma de accidente costero.

—Tiene la forma de un galimatías obtuso.

—Tiene forma de materia sólida y pringosa.

—Tiene la forma que tiene alguien cualquiera cuando finge que duerme.

—Tiene forma de u.

—Tiene forma de basura salada.

—Tiene forma nube.

—Tiene forma de cuchara doblada en parte a propósito.

—Tiene forma cartesiana.

—Tiene forma de diagonal paralela.

—Tiene forma de rombo desencadenado.

—Tiene la misma, pero la misma forma digo, que la media cucharada de cacao de más que uno le tira a la leche cuando tiene un día estupendo.

—O nefasto, que es lo mismo.

—Tiene forma de reflejo.

—Tiene la forma que tiene el cagar con hambre en el píloro, y también de la que tiene una calada fatal mal dada de las que te hacen toser y llorar y arrojar el cigarro lejos, bien bien lejos.

—¿Cómo estás?

—¿Yo? Contento y furioso, como esa nube.

—Tiene forma de cabra.

—Tiene forma de hielo.

—Tiene forma de cangrejo.

—Tiene forma de haber estudiado la cuadratura del círculo hasta el isósceles para acabar reptando entre catetos sin oler siquiera la hipotenusa.

—Huele a petricor.

—Tiene forma de mancha amarilla entre los dedos.

—Tiene forma de ente que espera mientras cantan las sirenas de la estación sin vehículo que salga.

—Tiene forma de hongo atómico.

—Tiene la forma de un ñu.

—Tiene forma de sinalefa.

—Tiene la misma forma que aquella otra.

—Tal cual.

—Tiene forma de que te acabo de ver y ya te echo de menos.

—Tiene forma de galerna.

—Tiene forma de rata ahogada en un canal que, aún con todo, conserva su belleza.

—Huele a mierda.

—Tiene la misma forma que las arrugas en torno a tus ojos cuando sonríes detrás de esa máscara.

—Tiene forma de miedo.

—Tiene forma de sombra.

—Tiene forma de llegar a casa y que te reciba un silencio.

—Tiene forma de cráter.

—Tiene forma de bol.

—Tiene forma de mirarse al espejo por la mañana después de cuánto y reconocerse por primera vez y, aun así, verse extraño y como raro.

—Tiene forma de páncreas.

—Tiene forma de Ud. no está aquí, está AHORA.

—Tiene forma de perro verde.

—Tiene forma de no.

—Tiene forma de cardumen.

—Tiene forma de sumidero de sueños frustrados.

—Tiene forma de cráneo.

—Tiene forma de espiral torcida y logarítmica.

—Tiene forma de nada.

—Tiene forma de un gas.

—Tiene forma de que va a llover.

—Tiene forma de pálpito.

—Tiene forma de molécula indivisible.

—Tiene forma de decirse las cosas usando solo las yemas de los dedos.

—Tiene forma de cirro.

—Tiene forma de final, incluso antes siquiera de haber empezado.

—Tiene gracia.

—Tiene su aquel.


21.1.21

La mierdamorfosis (II).

>Parte I

               —¡Vengo a cortarme los pelos! —exclamó el extraño de bata beige con un aliento de sarro funesto.

               —Lo primero, buenos días —respondió Fer iracundo—, lo segundo, ¿qué pelos? Eso no posible es.

               —Pues estos cuatro y medio que me crecieron por esta parte de aquí —señalándose la cocorota deslucida—, fruto de un experimento de fertilidad en el cual trabajo.

—¿Y por qué no se los corta Ud. mismo?

—Pues porque soy doctor, maldita sea, no peloquero. No entiendo una sola palabra en lo que respecta a rasurar cabezas.

—Vale, siéntatese justo aquí —apuntó a la butaca agarrando unas tijeras de níquel—, ahora mismo se los liquido en un periquete.

Ferpudo se puso zarpas a la obra con evidente fascinación. Hacía años que no veía un solo pelo, ni la más leve pelusa, desde antes de la calamidad de la central de Estramonia.

—Vaya, hacía años que no veía un solo pelo —mencionó entonces, acariciando la barbilampiña cabellera—, ni la más leve pelusa. ¡Qué maravilla! Debe de ser vosted un genio.

—¡No, qué va! —dijo humilde el doctor— Eso no es nada. Deberías ver mis avances en materia fecal. Estoy desarrollando un procedimiento alternativo de permuta de masa gástrica que revolucionará la Ciencia y me arrojará de lleno a los anales.

—¿Qué es eso de permuta de masa gástrica? —preguntó Fer.

—Fundamentalmente un trasplante de heces normal y corriente, pero dicho de un modo más ciencioso —aclaró el doctor, atusándose el pelambre.

—Vaya, eso me interesa —interrumpió de pronto Regorio, interesado—, ¿y por cuánto me saldría someterme a ese procedimiento tan alternativo?

Al doctor se le afiló el rostro y un viso maloso refulgió en su estrábica mirada.

—Bueno —masculló entre muelas—, aún está en fase experimental, ya sabes, primero tendría que comprobar una serie de datos, realizar los ajustes pertinentes…

—¿Experimental? —inquirió Regorio—, eso suena a peligroso de cojones.

—¡No, qué va! —respondió el doctor—, suena a experiencia. Y a mental; cosas buenas —aclaró.

—Pues aquí tengo diecisiete rixdales, diecisiete, no más —pujó Regorio, convencidísimo.

—Venga, dale —aceptó el otro.

—¿Y te vas a ir así, sin más, con un completo desconocido que ni siquiera es calvo del todo? —espetó Ferpudo, advirtiendo que se le escapaba el primer cliente en décadas.

—Soy el doctor Phulanus, coloproctólogo forense de la Universidad de Mariboro, en la Actual Antigua Yugoslavia; a su servicio de caballeros —se presentó Phulanus.

—A mí me vale —dijo Regorio.

—¡Pues coge tu sombrero, póntelo, y fuímonos a mi laboratorio secreto pero tal que ya mismo! —apremió Phulanus.

Y tal que así se fueron Regorio y el doctor Puhulanus, mientras Ferpudo García les despedía desde el umbral agitando en alto su puño enfurecido.

Caminaron largamente por las retorcidas calles del epiperímetro de Koboldo y no se llegaron hasta bien pasada la hora de la merienda. El laboratorio ocupaba un decaído garaje situado entre sendos solares humeantes y una ciénaga pantanorrorosa.

—Vaya, aquí huele a mierda, pero mal —declaró Regorio.

—Pues espera a olerlo por dentro —respondió Phulanus.

El doctor levantó la persiana galvanizada y del interior emanó una vaharada inmunda y masticable que parecía provenir de las mismísimas letrinas del infierno, una mezcla entre sulfuro de mierda y lo que cagaría un oso hormiguero de cloaca con paperas cebado con durianes podridos. Regorio se oyó gritando: “¡Qué son esos malditos animales!”. Y cayó desmayado por la peste.

Se despertó un rato después con un dolor de cabeza feísimo y amarrado a una camilla mugrienta en posición de litotomía. Miró a su alrededor: El laboratorio del doctor Phulanus parecía una mazmorra de serie B, húmeda, oscura y repleta de trastos y cachivaches ordenados de forma aleatoria. En los estantes había tarros con fetos en formol, instrumental diverso, más tarros con glándulas y úlceras también en formol, un primoroso repertorio de cánceres, una más que encantadora colección de cuchillos bien filosos y un abanico multicolor de enjundias, substancias y productos.

De esto que aparece el doctor Phulanus.

—Vaya, no pensé que fueras a despertarte —dijo—. Pues ya es mala suerte, porque se acaba de terminar el sedante —confesó, relamiéndose los labios y dejando sobre la mesa una botella vacía de anestesia Romanova.

—¡Suéltame, hijo de puta! —gritó Regorio.

—Me temo que no puedo hacer eso —agarró una manguera hedionda y la conectó a una válvula hidráulica—. Verás, yo siempre fui un chico enfermo. De niño tenía paperas como dieciséis veces al año, de adolescente padecí una macedonia de síndromes y fimosis múltiple, y ya de adulto tuve que lidiar con la terrible alopecia y el pie de atleta —pulsó una serie de botones y las agujas de los indicadores se menearon tal que así—.  Por eso dediqué décadas al estudio y a la investigación, a veces haciendo uso de métodos un poco censurables, para, finalmente dar con el color natural de la resolución: Un organismo cualquiera que detentara un cóctel de bacterias escogidas en perfecto y ario equilibro dentro de su sistema gastrointestinal podría desarrollar una serie de cualidades como son la inmunidad frente a cualquier patología, el incremento de las capacidades físicas y psíquicas, e incluso la inmortalidad perpetua —aumentó la presión del aparato haciendo girar una ruedecilla de plástico, un silbido espantoso anegó la hedionda atmósfera del laboratorio y la máquina expulsó un hongo de vapor marronáceo verdoso.

—¡Estás majareta, fulano! —exclamó Regorio, intentando zafarse de sus ataduras.

—¡Y tanto que sí! —carcajeó Phulanus, haciendo una mueca rara.

Blandió el doctor el otro extremo de la manguera y, sin más, se la incrustó a Regorio por el gaznate hasta el píloro.

—¡Alégrate, compinche! —dijo— ¡Pronto serás el primer Übermacht de toda la Historia! Pero antes he de practicarte un lavado bacteriológico de la cavidad abdominal, esto es bombearte agua con enzimas por lo que viene siendo tu tracto digestivo, ¡Bon appétit! —y accionó una palanca con pinta de importante.

El poderoso chorrazo de agua con aditivos atravesó los intestinos de Regorio, que se revolvía impotente y lleno de dolor en la camilla, sin poder gritar, ni hacer nada de nada. Tras unos segundos en los que la tripa de éste fue hinchándose de manera calamitosa y poco sana a ojos vista, hasta desbordarse, y otro chorro parecido, pero en marrón mostaza, salió despedido como un géiser fangoso por el mismísimo culo de Regorio.

Phulanus volvió a trastear con los comandos de la consola y redujo la presión, como bien señaló la aguja del manómetro, hasta que el manantial anal de Regorio cesó.

—Estupendo —notificó—. Ahora viene la parte complicada— alcanzó otra manguera conectada a un tanque descomunal y se la enchufó a Regorio entre las nalgas—. Como ya dije, para un sistema inmunitario óptimo se necesita una macedonia de bacterias de lo más variada. Este tanque de aquí está anexionado a la red de alcantarillado de la ciudad. La mayor mezcolanza de mierdas imaginable justo debajo de nuestros pinreles; una mina. Estás a punto de convertirte en un auténtico dios entre los hombres.

Regorio pensó entonces en lo feliz que hubiera sido cagando acuarelas y bodegones o incluso defecando dados de uómbat meramente por echarse unas risas, y entonces el doctor Phulanus apretó el botón más terrible de todos: el de color chocolate.

Sucedió un estruendo, como un borboteo pastoso, y el vientre de Regorio volvió a inflarse de manera desproporcionada. Las tripas se le apretujaron entre sí con terribles sacudidas peristálticas, las petequias de sus ojos se le tiñeron de la tonalidad del barro y tal que así se le salieron de las cuencas con sendos chasquidos sordos, plop-plop, y de sus orejas salieron disparados perdigones de cerumen manchados de caca en todas direcciones. Un espectáculo francamente desagradable.

El doctor Phulanus fue a apagar la maquinaria, pero ocurrió una suerte de cortocircuito y aquello empezó a soltar un humo nefasto al tiempo que seguía bombeando batido de cagarrutas en los adentros del desdichado Regorio hasta que, por fin, éste explosionó en una millonada de pestíferos pedazos, manchándolo todo de inmundicia sanguinolenta y dejando el laboratorio hecho un completo desastre, un auténtico ascazo.

—Vaya, pues se hizo mierda —lamentó Phulanus, enjugándose la cara con la manga de la bata.

Y marchó a la fierrotería a por una manguera nueva con la que limpiar aquel estropicio.

Rubén Padrón

12.1.21

La mierdamorfosis (I).

            Cuando Regorio Sánchez se despertó una mañana después de un sueño húmedo, se encontró sobre su cama una horrible mancha de esmegma con aspecto de meconio. En ciertas culturas translatitudinales, y en otras quizá no tan ciertas, este signo es considerado inequívocamente como el peor de los augurios, si no el peor. Pero Regorio, que era un tipo algo curioso, aunque tampoco exageradamente cultivadísimo, ignoraba estas cábalas y erudiciones y no le dio mayor importancia, ni una miaja, y se limitó a retirar la sábana bajera del colchón y a arrojarla con desdén al rincón de la ropa sucia.

Se llegó al retrete desdeñando al tipo del espejo y defecó fastuosamente, cosa de tres kilopondios de caca entre concreta y licuada. Después se echó un poco de agua del grifo por la cara, se vistió con unas prendas del montón de la ropa limpia y se fue a currar.

Regorio Sánchez se ganaba el parné barriendo pelo en la barbería de Ferpudo García, apenas a dos cuadras de su casa, pero desde que la catástrofe de la central térmica de biomasa de Estramonia dejara a toda la población rematadamente calvorota y con cabeza de rodilla apenas tenían más tarea que chismorrear con los parroquianos, ahora discapacitados capilares, que seguían pasando por allí por pura rutina y por no tener trabajo, ni nada peor que hacer.

Entró por la puerta bajo el tintineo de una campanilla oxidada.

—¿Qué tal? —saludó Fer

—Bah… ni fulastre, ni fabuloso —rezongó Regorio.

—Pues por aquí más o menos de lo mismo —dijo el otro—. De momento no hay ni medio pelo que barrer, puedes sentarte a leer las revistas, si te sale.

—¿Y me vas a pagar por ello? —replicó Regorio.

—Tampoco te voy a cobrar —sentenció Ferpudo.

Regorio se dejó caer en la bancada de plástico y agarró el primer panfleto de la cesta. Se trataba del número cuatrocientos diecisiete de la revista Hez!, de otoño del 73. Observó detenidamente la portada: Un par de odaliscas otomanas enarbolaban un cáliz como sacado de la segunda cruzada en chancletas, con un rótulo ocre parduzco que rezaba: «Los Lupanares de Bursa: Erotismo y Coprofagia en el Medievo malqueda tardío». Abrió la revista por una página al azar.

El primer artículo que se encontró fue una reseña de la novedosa Escalera de Bristol, desarrollada por el doctor en gastroenterología S. J. Lewis y el magnate coprofilántropo K. W. Heaton en la Universidad del Sudoeste de Ingleterra, en la que se detallaba escrupulosamente una clasificación en siete grados de las heces humanas en base a su consistencia de lo más didáctica; toda una maravilla de la ciencia, un avance extraordinario de suma relevancia.

El siguiente artículo, firmado por la zoóloga estrombolinesa Mónica Cafutti, describía las particularidades fisiológicas de los marsupiales de las antípodas con gran detalle. Resulta que el koala, sin irse por las ramas, se alimenta en su temprana infancia de la mierda verdosa de su mamá koala sorbiendo directamente del lanudo ojete de ésta, con el inconfundible y delicioso aroma del ocalito redigerido y excretado que eso conlleva; una delicia. Y también resulta que los uómbats pardos del sotosuelo austral tienen la pericia de esculpir sus zurullos en forma cúbica, lo cual sin duda resulta una ventaja evolutiva bastante pragmática y un interesante atractivo para adquirir sin más dilación al menos un par como mascota; por aquello de que estos dados marroncitos sean más fáciles de recoger, no caigan rodando colina abajo en caso de que la hubiere y, desde luego, por verse mucho más llamativos y exóticos que las aburridas boñigas normales. Se remataba este artículo con unas notas de la becaria adjunta Ester Colero acerca de las virtudes y bondades cosméticas de las bostas de facóquero, pero tenía una caligrafía tan mala que no se entendía apenas nada, así que Regorio pasó de largo.

De seguido, leyó un tercer y acertado ensayo metaescatológico que especulaba sobre la existencia o no del plusquamperfeckt, dado lo intangible del concepto mismo por definción. Martin Hezdegger -el autor-, parte de la premisa del perfekt, que supone la ejecución excelente de una cagada al punto que, al limpiarse uno el orificio, se encuentra con la superficie de papel higiénico absolutamente impoluta, inmaculada, incólume y tautológicamente higiénica, pudiendo entonces tirar de la cadena como único requerimiento restante para tomar la operación por consumada. Pues bien, Hezdegger va un paso más allá en la metaescatología teórica afirmando que, conocida y refutada la existencia de estos perfekt, podía inducirse, apoyándose en la Teoría de Juegos de von Neumann y Morgenstern y en los preceptos avanzados de la dinámica de fluidos, que podría practicarse un plusquamperfekt cuando el defecante en cuestión tuviera la incuestionable certeza de haber excretado un perfekt a tal nivel, que estimara del todo inútil y definitivamente innecesario el mero hecho de comprobarlo mediante la prueba del algodón o, en este caso, del papel de culo. Un genuino acto de fe por antonomasia y de suma cero. Cierra el estudio contemplando incluso la posibilidad de un plusquamperfekt que desaparezca escurriéndose por las cañerías de desagüe sin el requisito de tirar de la cadena, un plusquamperfekt plus ultra, por proponerle un calificativo; lo cual supondría quizás un progreso demasiado excesivo para la mentalidad del momento.

Por último, Regorio dio con un interesante artículo médico acerca de los trasplantes de microbiota fecal; un procedimiento mediante el cual se inyectan heces de un donante sano, previo paso por una licuadora casera, directamente en el colon del paciente por una incisión en el abdomen con una jeringa pastelera así de grande. El objetivo de esta técnica es repoblar una flora intestinal desmejorada con las bacterias, gérmenes y bacilos necesarios para su correcto funcionamiento. Algo así como con los koalas, pero por vía hipodérmica. Incluso sirve como método de adelgazamiento; todo ventajas.

—¿Has oído esto, Fer? —dijo Regorio.

—¿Lo cuálo?

—Esto que pone aquí de los implantes de caca para mejorar la fauna intraestinal.

—¡Ah, pues claro! —respondió Ferpudo con cara de sinalefa— Conozco a un tipo que se injertó mierda de artista y desde entonces caga acuarelas y bodegones.

—Pues a mí no me vendría nada mal darles un giro a mis deposiciones —declaró Regorio—. Estaba pensando en algo musical. Estilo fagot o así.

—Yo te recomendaría más bien la hez de gimnasta; aumentaría tus cualidades psicomotrices, y la elasticidad en lo menos un setenta por ciento.

 —Eso serían demasiadas moléculas para mí —replicó Regorio—, ¿qué opinas de la mierda de un uómbat?

—Uf, esa es carísima.

—Bueno, de todas formas, no gano lo suficiente para costearme el tratamiento —se lamentó Regorio— aunque se tratara de la mierda de un mendigo.

En ese mismo instante, se levantó una ventolera estupenda que abrió la puerta con tremendo escándalo y el tintineo quejumbroso de la campanilla oxidada, a la par que sendos relámpagos, fulguraron al unísono escoltados por sus respectivos tronares y la inesperada aparición de una siniestra figura en el umbral; como en una falacia de lo más patética.