Esa noche, en vez de salir corriendo para
casa inmediatamente después del trabajo, como solía hacerlo, me tendí en medio
de la praça do ninho basura y entré en una profunda ensoñación. Hacía un calor
de mil demonios y el vulturno nos llenaba la frente de sudor como si fuera el
vaho de su tórrido aliento. Las pálidas sirenas gorjeaban afónicas y endebles
más allá de la avenida y ni un pájaro se atrevía a agitar sus páginas de cera
por el puro pavor de perderlas derretidas.
Medité un tiempo incógnito y decidí que lo
más apropiado, dada semejante situación de desamparo termodinámico, era buscar
y encontrar un buen sitio donde beberse una jarra bien fría de cerveza y sendas
chaschas de cachaça.
Enfilé por la rúa sur de cerro queneau en
dirección al puerto de san antonio con las chancletas colgando de los dedos y
la pituitaria amarilla reseca y enrojecida. Miraba al suelo, cuidándome de las
cagadas, y aburrido de las ventanas ciegas de persianas veladas. Así llegué al
malecón, casi sin darme cuenta.
—Sanza —me llamaban—, ¡Sanza! —era Manu.
—Manu —dije yo—, ¡vaya un calor que hace!
—Ya te digo —dijo él—, tengo el culo como un
pantano.
Eran cosas nuestras.
—¿Y qué me dices? —preguntó— ¿Cómo te va por
la gasetta?
—Más fu que fa —respondí—, sentado en una
silla hasta pasada la medianoche, escribiendo sandeces por cuatro golis y no me
como ni un cartófilo.
—Si es que aquí nunca pasa nada de nada
—apuntilló—. Por cierto, ¿tienes fuego?
Le ofrecí una caja de cerillas de rip van
winkle y él encendió su pipa bajo una luna incandescente y abrasadora. A Manu
le encantaba fumar así, era todo un romántico.
—¿Sabes qué? —me preguntó.
—No, ¿Yo? No —dije yo.
—Lo que más me apetece en el mundo es una
jarra bien fría de cerveza aún más fría y un par de chaschas de cachaça
—aclaró.
—¡Justo iba a decir eso! —respondí,
contento y furioso.
Resolvimos cruzar el malecón hasta más allá
del faro, por la carretera de pequeña kingston, para refugiarnos en el patio
trasero de al. El patio trasero de al era una cantina donde sólo se servía
cerveza rubia, ron, y las genuinas hamburguesas de al.
Este manjar era un placer reservado
únicamente para los paladares de aquellos insomnes hombres de jengibre que
anduvieran noctámbulos y sedientos entre las dos y las cuatro de la madrugada;
a partir de entonces, al cerraba sus puertas, pero uno podía quedarse bebiendo
y comiendo el tiempo que quisiera, pues el patio trasero también tenía una
puerta trasera por la que salir.
Por el camino, Manu se lamentó de que no
hubiera cachaça, y en cambio sí pampero; pero se contentó con la posibilidad de
inflarse a plátano con chile habanero bien frito y untado de maslo de maní.
Yo opinaba lo mismo.
—Te diré lo que voy a hacer —me advirtió—;
cuando llegue al patio trasero de al, pienso quitarme estos calcetines sudados
y apestosos y los voy a tirar al tejado de al, muncharé una hamburguesa de res
de media libra con ensalada de col y cebolla verde y nuez moscada mientras
piteo una cerveza helada y, cuando termine, beberé pampero sentado al piano de
al con el ardor del habanero debajo de la lengua y marihuana por el gorlo hasta
la golová.
—Y mayonesa —le reté—, por cuatro tragos te
canto una serenata.
—Me diviertes —me espetó—; voy a beberme
hasta los cráteres de esa luna de moloco que visto de naito por sombrero.
—Eres todo un romántico —le confirmé.
Atravesamos el trecho sin farolas de la
carretera de pequeña kingston esperando no pisar ningún alacrán que anduviera
distraído. Saludamos al viejo Louie al pasar por delante de su chabola
desvencijada y nos devolvió un gesto con su muñón de estribor y un guiño de su
ojo tuerto. Louie, dorogo filibustero de las antillas estándar, más viejo que
el cagar y prestúpnico como él solo; apenas lo conocemos.
Paramos en la esquina de crimson con melmac
porque yo tenía que mear, y Manu aprovechó para recargar la pipa y consumir otra
cerilla de rip van winkle con una bocanada de humo voluptuosa. Descargué entre
unos matojos, obnubilado con el halo que se refractaba en rededor de la blanca
pupila del glaso nocturno. Fue un alivio.
Le dije a Manu que se adelantara, que debía
pensar un asunto antes de sentarme. Y fui a ocultarme en la cydonia del otro
lado del sendero. Canela y nuez moscada, respiré. El límpido rostro de cabello
verde y ojo púrpura. Una suerte de díptero se puso a practicar sus bailoteos
brownoideos a mi alrededor y al principio me sentí molesto. Pensé en esas
curvas asintóticas que trazamos sin querer y entonces lo sentí por la mosca,
por no saber tampoco a dónde ir, como yo, pero con alas de plástico y el
uchasño zumbido que rasrecea el mosco y no le deja a uno ni dormir.
Agarré un cancrillo y me lo llevé a los
labios. Absorto aún por esa luna. Busqué a rip van winkle en el fondo de mis
bolsillos sin hallar más que pelusa y restos de pañuelos descosidos. Apuré el
paso entonces, acordándome de Manu, y me tropecé con una raíz reseca y mustia
que asomaba como un asa de la tierra ya muy vieja y descuajeringada. No me
torcí el tobillo por tutatix, y por estos reflejos felinos y afilados que no sé
de dónde me vienen.
Doblé el recodo con las rodillas
renqueantes y fue entonces cuando me topé con el calcinado y humeante solar al
que se había visto reducido el patio trasero de al. Un pedazo de carne chamuscada
en medio de las brasas era todo lo que quedaba del pobre pobre viejo al, como un
lúgubre homenaje a las piezas de res molida que, a pocos metros de donde yacía,
él mismo cocinaba.
Manu estaba sentado un tanto más allá,
encogido y curvo como un coatí con la mirada desorbitada. Entre sus dedos
temblorosos, rip van winkle dormitaba con una sonrisa torpe y joroschó, y la espiga
de marzo ahí ensartada, y con orejas de liebre.
Abandoné la gasetta a la mañana siguiente y
agarré un avión a cabo plátanos, donde me albergué en el jardín de un dedón
samantino y bolnoyo con una barba plateada que me ofreció cobijo y lectura hasta
que me aburriera o se me secara el clinamen.
Y desde entonces que no me he vuelto a
quejar más que de un dolor de muelas que arrastro desde que universo garcía me
sacudió con su minutero el día del hunyadi gras, y de estas cervicales
agarrotadas de tener el codo en alto.
Ya no quedan ni las cenizas de al, y jamás he
vuelto a probar un bocado de esa hamburguesa tan de esa época como era su
hamburguesa jamaica; ni yo ni nadie, pues ya no hay chef que la ofrezca en su
carta.
Y de Manu, pues sólo sé que regresó al
sándwich sin su pipa y con un perenne antojo de potasio y anacardos. No tengo
la menor idea de qué intrigas se traerá entre manos, ese bribón de tez
rubicunda; ni de qué hará allá, en su san lundo propio, con los pulmones
transparentes como una pecera entre las costillas.
George Carlson |