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9.1.18

Lemniscata.

La única diferencia entre realidad y ficción, es que esta última ha de tener sentido.
 —Tomasso Leonardo Clancini


En esta época del año, las pareidolias reverdecen y estiran sus ancas al nadir, lo cual es un espectáculo, y yo aprovecho para darme paseos anónimos con mi vieja pipa Dr. Plumb y mis katiuskas color burdeos, intentando no pisar los romanescus en flor que brotan a ambos lados de estos senderos. Paseo como un gato embotado y sin sombrero en la cabeza. Paseo como un pantocrátor desdibujado y mohíno, con los calcetines de distintas cromalidades por encima de estas destartaladas alpargatas bizantinas. Paseo sin mirar nada en concreto y, como ya dije, anónimo del todo; pues no dediqué tiempo a soñar en las agrietadas y últimas estaciones, y, con esas, lo que pasa es que se me olvida mi nombre y mi rostro y hasta mi talla de copa y jarra, y entonces sólo se me ocurre inventarme lo que sea o, en cambio, verme culpablo frente al espejo, que me señala.

Yo en mi casa no tengo ningún pájaro enjaulado, pero sí que tengo ciento, mil, miento, volando. Volando alrededor y van y vienen, cuando quieren, acá, acullá, y ellos mismos se procuran su alimento y su cobijo. Me brindan la compañía de sus trinos y yo, a cambio, les doy miedo. Por eso luzco esta aureola obscura de dios del limo. Porque soy de veras un dios del limo, aunque sea sólo para aquellos pájaros.

Tal vez sólo sea un vago. Y de tales lodos esta barba.

Conque farfullo y continúo con mi paseo anónimo, así en zigzag; para que el camino resulte más largo.

En un cruce de carreteras fui a encontrarme con mi sombra. Después de tanto tiempo, apenas nos reconocimos. Le pregunté por mi eco, pues le perdí la pista en el segundo volumen, y me contestó con mímica que tampoco él me echaba de menos, me echaba de menos. Así que nos dimos la mano con un ademán de falso desdén y cada cual siguió su camino.  Una situación torpe e incómoda, ya que ambos fuimos a tomar la misma dirección; pero sólo hasta caer la noche.

Esa noche no dormí; me tumbé panza arriba entre los romanescus y conté estrellas en el cielo negro: Ninguna.

Por la mañana encendí la pipa Dr. Plumb y me sacudí la escarcha de las pestañas. Solté una vaharada de humo gris sin toser, y después ejercité unos cuantos aros de vapor gris mostaza humedecido. Por último, exhalé una cascada ascendente de gas violáceo de la boca a la nariz. Volqué la pipa Dr. Plumb, y dejé que las brasas se consumieran en el suelo.

—Cómo has cambiado —recalcó un charco que había cerca y que yo no había visto nunca.
—No es que yo haya cambiado —repliqué—, es tu mirada la que no lo hizo.

Y es cierto; yo no conocía de nada a ese charco, ni jamás lo había visto antes, pero desde luego que pude reconocer esa mirada mate. La misma mirada mate de siempre.

Al fondo, se adivinaba una torre; pero no era más que la cofa de una balandra que naufragó hará cosa de un mes en la bahía y que, nadie sabe cómo ni con qué propósito, continuó su travesía tierra adentro sumergida por el fango, entre piedras y pantanos, para ir a dar justamente a ese punto del horizonte, al fondo, casi lejos. Pero si bien es cierto que un buen día nos morimos, también lo es que los demás días no.

Después se hizo de noche.

Esa noche no dormí; me tumbé panza arriba entre los romanescus y calculé cuántas caras tiene la luna: Una.

A continuación, sucedió un estruendo y un temblor sacudió la tierra y parte de esos cirros que no se alejan, y me levanté de súbito y malhumorado. Una grieta se abrió en el fondo de un charco (pero no el charco de antes, sino otro charco distinto, aunque bien parecido), y el charco se derramó a las profundidades practicando una espiral y la grieta siguió avanzando y me atravesó por el meridiano, dejándome hecho dos feas mitades; la una, medio deshecha, y aquella otra, a medio hacer.

Por la mañana encendí la pipa Dr. Plumb y me organicé de nuevo. Esto es recomponerme, aunque con lo izquierdo al derecho y lo derecho al revés.

Esta vez fue a hablarme una rama aguada que se había quebrado bajo el peso de mis hígados.

—Anda y lárgate de aquí —me dijo la muy—, llevas dos noches aplastándome con tus orinocos.

Y yo fui a responderle “Tú te lo pierdes”, pero en su lugar pensé: “Tú te lo vas a perder”.
Entonces me mordió. Aquí, en la pierna. Y me fui con la tibia tibia y un escozor inasumible. El mismo escozor mate e inasumible de siempre.

Y me tropecé con uno de esos bucles de los que sólo te salva un lunes.

Pero no hay lunes en esta época del año.

En esta época del año las pareidolias reverdecen y estiran sus ancas al nadir y yo deambulo nadie y amarillo y luzco un eclipse en la chimenea como un dios del limo, que tampoco es que sea un demonio, pero que, desde luego, es poco santo.

Y esa noche no dormí. Tampoco hice más preguntas.

Saqué mi vieja pipa Dr. Plumb y observé las cenizas y las manchas de hollín de mis katiuskas color burdeos.

Después, una tormenta apagada y en silencio.

A continuación, vino a hablarme a mí un suéter sin adulterar, pero en un dialecto extravagante y, por ende, no supe qué discutir, y me callé.

Yo sólo quiero protestar, y que nunca más amanezca.

Tal vez no sea más que un brécol.

Perseguí el sol un rato más, o una Era básica, y tan pronto se ocultó tras la cofa de aquella balandra, allá, casi cerca, fue a despuntar por mi nuca, a mis espaldas, y volví a encontrarme con mi sombra. Apenas me reconoció, pero me preguntó que cómo estaba.


Entonces fue cuando encendí de nuevo mi vieja pipa Dr. Plumb y, con una vaharada de humo mate, le dije: Infinito.

Daniel Johnston

23.7.16

hamburguesa jamaica.

Esa noche, en vez de salir corriendo para casa inmediatamente después del trabajo, como solía hacerlo, me tendí en medio de la praça do ninho basura y entré en una profunda ensoñación. Hacía un calor de mil demonios y el vulturno nos llenaba la frente de sudor como si fuera el vaho de su tórrido aliento. Las pálidas sirenas gorjeaban afónicas y endebles más allá de la avenida y ni un pájaro se atrevía a agitar sus páginas de cera por el puro pavor de perderlas derretidas.
Medité un tiempo incógnito y decidí que lo más apropiado, dada semejante situación de desamparo termodinámico, era buscar y encontrar un buen sitio donde beberse una jarra bien fría de cerveza y sendas chaschas de cachaça.
Enfilé por la rúa sur de cerro queneau en dirección al puerto de san antonio con las chancletas colgando de los dedos y la pituitaria amarilla reseca y enrojecida. Miraba al suelo, cuidándome de las cagadas, y aburrido de las ventanas ciegas de persianas veladas. Así llegué al malecón, casi sin darme cuenta.
—Sanza —me llamaban—, ¡Sanza! —era Manu.
—Manu —dije yo—, ¡vaya un calor que hace!
—Ya te digo —dijo él—, tengo el culo como un pantano.
Eran cosas nuestras.
—¿Y qué me dices? —preguntó— ¿Cómo te va por la gasetta?
—Más fu que fa —respondí—, sentado en una silla hasta pasada la medianoche, escribiendo sandeces por cuatro golis y no me como ni un cartófilo.
     —Si es que aquí nunca pasa nada de nada —apuntilló—. Por cierto, ¿tienes fuego?
     Le ofrecí una caja de cerillas de rip van winkle y él encendió su pipa bajo una luna incandescente y abrasadora. A Manu le encantaba fumar así, era todo un romántico.
     —¿Sabes qué? —me preguntó.
     —No, ¿Yo? No —dije yo.
     —Lo que más me apetece en el mundo es una jarra bien fría de cerveza aún más fría y un par de chaschas de cachaça —aclaró.
     —¡Justo iba a decir eso! —respondí, contento y furioso.
     Resolvimos cruzar el malecón hasta más allá del faro, por la carretera de pequeña kingston, para refugiarnos en el patio trasero de al. El patio trasero de al era una cantina donde sólo se servía cerveza rubia, ron, y las genuinas hamburguesas de al.
     Este manjar era un placer reservado únicamente para los paladares de aquellos insomnes hombres de jengibre que anduvieran noctámbulos y sedientos entre las dos y las cuatro de la madrugada; a partir de entonces, al cerraba sus puertas, pero uno podía quedarse bebiendo y comiendo el tiempo que quisiera, pues el patio trasero también tenía una puerta trasera por la que salir.
     Por el camino, Manu se lamentó de que no hubiera cachaça, y en cambio sí pampero; pero se contentó con la posibilidad de inflarse a plátano con chile habanero bien frito y untado de maslo de maní.
     Yo opinaba lo mismo.
     —Te diré lo que voy a hacer —me advirtió—; cuando llegue al patio trasero de al, pienso quitarme estos calcetines sudados y apestosos y los voy a tirar al tejado de al, muncharé una hamburguesa de res de media libra con ensalada de col y cebolla verde y nuez moscada mientras piteo una cerveza helada y, cuando termine, beberé pampero sentado al piano de al con el ardor del habanero debajo de la lengua y marihuana por el gorlo hasta la golová.
     —Y mayonesa —le reté—, por cuatro tragos te canto una serenata.
     —Me diviertes —me espetó—; voy a beberme hasta los cráteres de esa luna de moloco que visto de naito por sombrero.
     —Eres todo un romántico —le confirmé.
     Atravesamos el trecho sin farolas de la carretera de pequeña kingston esperando no pisar ningún alacrán que anduviera distraído. Saludamos al viejo Louie al pasar por delante de su chabola desvencijada y nos devolvió un gesto con su muñón de estribor y un guiño de su ojo tuerto. Louie, dorogo filibustero de las antillas estándar, más viejo que el cagar y prestúpnico como él solo; apenas lo conocemos.
     Paramos en la esquina de crimson con melmac porque yo tenía que mear, y Manu aprovechó para recargar la pipa y consumir otra cerilla de rip van winkle con una bocanada de humo voluptuosa. Descargué entre unos matojos, obnubilado con el halo que se refractaba en rededor de la blanca pupila del glaso nocturno. Fue un alivio.
     Le dije a Manu que se adelantara, que debía pensar un asunto antes de sentarme. Y fui a ocultarme en la cydonia del otro lado del sendero. Canela y nuez moscada, respiré. El límpido rostro de cabello verde y ojo púrpura. Una suerte de díptero se puso a practicar sus bailoteos brownoideos a mi alrededor y al principio me sentí molesto. Pensé en esas curvas asintóticas que trazamos sin querer y entonces lo sentí por la mosca, por no saber tampoco a dónde ir, como yo, pero con alas de plástico y el uchasño zumbido que rasrecea el mosco y no le deja a uno ni dormir.
     Agarré un cancrillo y me lo llevé a los labios. Absorto aún por esa luna. Busqué a rip van winkle en el fondo de mis bolsillos sin hallar más que pelusa y restos de pañuelos descosidos. Apuré el paso entonces, acordándome de Manu, y me tropecé con una raíz reseca y mustia que asomaba como un asa de la tierra ya muy vieja y descuajeringada. No me torcí el tobillo por tutatix, y por estos reflejos felinos y afilados que no sé de dónde me vienen.
     Doblé el recodo con las rodillas renqueantes y fue entonces cuando me topé con el calcinado y humeante solar al que se había visto reducido el patio trasero de al. Un pedazo de carne chamuscada en medio de las brasas era todo lo que quedaba del pobre pobre viejo al, como un lúgubre homenaje a las piezas de res molida que, a pocos metros de donde yacía, él mismo cocinaba.
     Manu estaba sentado un tanto más allá, encogido y curvo como un coatí con la mirada desorbitada. Entre sus dedos temblorosos, rip van winkle dormitaba con una sonrisa torpe y joroschó, y la espiga de marzo ahí ensartada, y con orejas de liebre.

     Abandoné la gasetta a la mañana siguiente y agarré un avión a cabo plátanos, donde me albergué en el jardín de un dedón samantino y bolnoyo con una barba plateada que me ofreció cobijo y lectura hasta que me aburriera o se me secara el clinamen.
     Y desde entonces que no me he vuelto a quejar más que de un dolor de muelas que arrastro desde que universo garcía me sacudió con su minutero el día del hunyadi gras, y de estas cervicales agarrotadas de tener el codo en alto.
Ya no quedan ni las cenizas de al, y jamás he vuelto a probar un bocado de esa hamburguesa tan de esa época como era su hamburguesa jamaica; ni yo ni nadie, pues ya no hay chef que la ofrezca en su carta.
     Y de Manu, pues sólo sé que regresó al sándwich sin su pipa y con un perenne antojo de potasio y anacardos. No tengo la menor idea de qué intrigas se traerá entre manos, ese bribón de tez rubicunda; ni de qué hará allá, en su san lundo propio, con los pulmones transparentes como una pecera entre las costillas.

George Carlson


29.8.15

Noche de Alegría.

A eso de las nueve me puse unos pantalones, me enjuagué la boca y marché al Noche de Alegría. Por el camino me encontré con El Cejas, bastante desmejorado, blandiendo un chubasquero por sombrilla en plena noche y con el vulturno condensándosele por la frente calva y sin un pelo. Le hice un gesto con el mentón, pero él miró hacia otro lado como fingiendo estar investigando, buscando pistas, perdiendo el rastro. También yo me desentendí y crucé el umbral de la tasca apartando la cortina de abalorios con un brazo y saludando a las moscas que pasaban con el otro.

Cinco ojos se me clavaron, cinco; contando con el vago de Sagres, que se llevó un disgusto jugando a los dardos aquella vez. Pazzi volcaba una bolsa de hielo en el cubo del derretido y me sonrió una mueca a medio desdentar. Julio, por lo pronto, sólo me miró aferrándose al tubo medio vacío y con el ceño fruncido como una concertina. Me sequé el sudor de las manos en las perneras, hice crujir mis pulgares, y atravesé la maraña de taburetes para llegar a la barra.

—Pazzi, Pazzi —farfullé—, Pazzi, dame algo sin alcohol, que hoy me siento  enfermo.

Pazzi me enseñó otra vez su incisivo amarillo e hizo saltar la chapa de una botella de cacao con un tenaz giro de muñeca.

—Gracias —le dije—, esto voy a tomármelo ahí atrás, en el patio, con lo mío.

Salí por la puerta trasera y me senté en la silla oxidada de la esquina, junto al fresco. Encendí un canuto, me recosté un poco, así, y respiré observando a través del humo aquella blanca sonrisa blanca tumbada en medio del vacío del cielo nocturno. —¡Ay, quién durmiera así de feliz sin ni una estrella alrededor! —me pensé— ¡Quién pudiera conciliarse y ser un sueño y no un letargo!

—¿Interrumpo? —era Sagres— Estaba ahí dentro… y olí… ya sabes.
—Ya sé —mascullé, fastidiado—. No, claro, siéntate.
—Bien —dijo, acercando otra silla—. ¿Qué hacías?
—Oler —Sagres rió, yo torcí el gesto; se había sentado a mi izquierda dejándome ver sólo su parche.
—Yo llevo todo el día apestando a pescado frito —empezó a decir, hurgándose la roña bajo las uñas—. Ya sabes…
—Sí, es jodido.
—Y encima ahora no los pesco como antes ¿sabes? y se me escurren y me salpico por todos lados. Mira como tengo esta mano. Pero lo peor no es esto, ni el aceite hirviendo, ni el olor, ¿Sabes qué es lo peor?
—Escucha Sag... Joao —dije con la mirada azul—, Joao, he tenido un día raro hoy y estoy muy cansado. Sólo quiero tomarme mi cacao y embotarme un poco. ¿Qué te parece… qué te parece si me lo cuentas en otro momento?

Giró la cabeza primero para orientarse hacia la tasca y enseguida su cuerpo la siguió adentro. Yo me quedé mirando cómo la puerta se cerraba y, meditabundo, sorbí el cacao, fumé otro poco, y me lamenté por no escuchar.

Posé la colilla en la repisa del ventanuco y volví dentro. Me levanté muy rápido, pensé, me da vueltas el qué y el suelo. Esos dos me están mirando otra vez y ahora me falta el ojo del tuerto. Maldito chocolate de sucedáneo de plástico, maldita viscosidad, malditos mis pantalones. ¿De dónde sale tanto barro?

—Chico —dijo el ceño fruncido de Julio—, chico, muchacho, vaya carita que llevas, ¿Qué te has tomado?
—Lo tengo por las rodillas —musité, y me dio un calambre en el puente.

Me quedé suspendido por la tripa de una catenaria y al caer, ingrávido, fui a dar con la copa de una nube o una suerte de superficie atmosférica y justo debajo se podía respirar y la esclerótica empalidecía aliviada y no sé qué más, todo fue un número.

Las luces se extinguieron. Se oyó un grito.

—¿Quién llama? —mi voz afónica.

Ahora un chasquido. Y otro, y otro, y otro. Y se me escapó algo por un descosido del bolsillo que me rozó la mano con un tacto agrietado y frío, como un ruido sordo o un beso partido. No hay nadie alrededor, pensé en la oscuridad, no hay nadie conmigo. No encuentro qué estoy buscando. No sé ni lo que he perdido. Me he olvidado de olvidar, y ya sólo recuerdo lo que nunca fue mío.

—¿Pero a quién quieres engañar —éste era Julio, clavando su pupila azul en mi pupila—, si sólo te mientes a ti mismo?

Roland Topor

1.7.15

Recortes del Terraza.

Lo primero que pensamos al ver al Pony entrar sin zapatos fue qué coño habría hecho con ellos. —Se te ve muy ligero —dijo Pete, señalando los tobillos de éste con el dedo. —Sí, los zapatos, ya… —balbuceó el Pony mientras agarraba el whisky que le alcanzaba Teo— se los he vendido a un yonqui por un cartón de vino y tres cigarros; olvidé la cartera en casa, son cosas que pasan.

*   *   *

A la hora del cierre siempre hay un par que se quedan acá y acullá, desperdigados por la barra como las migas de otra, pero de pan, y sin olivo al que volver. Disimulan eructos con tos de pantomima y dan vueltas a sus vasos con los dedos esperando a que el hielo se derrita y les engañe la marea. Si acaso apartan los pies cuando pasa la escoba, incluso puede que se vayan pasado un rato. Pero siguen ahí siempre, junto al grifo, y esas gargantas no descansan.

*   *   *

—Yo estoy, por ejemplo, que no aguanto —mencionó—. Es un sinvivir, un tormento. Los días se me deslizan con el desasosiego del que no quiere ni mirar y sólo me sale quejarme. La culpa siempre es de los demás y en cuanto me paro un poco veo que tal vez, quizá, sea un poco mía y si me detengo del todo ya no puedo evitar culparme a mí, que no he hecho nada, y justo de eso se trata y al final, mira, no sé. Es como cuando… yo qué sé.

*   *   *

Melvin alcanzó el lavabo y cerró el pestillo soltando un resoplido. Casa, aquí nadie te mira. Se sentó sobre la taza sin mirar si estaba mojada y se apoyó de costado contra la pared con las pupilas perdidas en sí mismas. De fondo se percibía la música de las cañerías y el bullicio del bar en la sala contigua. Alguien meaba en el váter de al lado y otro más allá perdía la dignidad por la boca en el siguiente. Verás cómo vuelvo yo ahora, si no es haciendo zigzag por las esquinas y con la baba derretida en las mejillas. Verás cómo me encuentro justo con sus ojos y se me desconcha el yo al verme visto por ella. Verás cómo me olvido de todo y mañana me sonrío y me engaño y no me entero.

*   *   *

—Lo triste, después de todo —dijo con la voz rota, casi en un susurro— es que ni siquiera me acuerdo de la última vez que nos vimos, qué le dije, o cómo llevaba el pelo. No recuerdo si era de día o de noche ni si me importaba de algún modo. Ya sólo me acuerdo de mí tratando de recordarla y eso me pesa en los párpados y entonces me entra el sueño y me duermo y después nada, no los tengo.

*   *   *

Los martes y los jueves, cuando nos pilla entre semana, sacamos los trastes a pasear y las bolsas de plástico del chino repican como las campanas de San Miguel y el aire caliente del subterráneo nos embota el coco y háztelo tú, que yo tengo las manos sudadas.

*   *   *

Por detrás, bien al fondo, una oruga sin narguile hacía oes con un canuto y mascullaba entre sendas tenazas que no hay más fraude que uno mismo, cuando se sienta frente al espejo. Después el humo. Y se desvanece.

Ralph Steadman

28.10.14

Sándwich eléctrico.


         Cuando aún me faltaban tres tramos de escaleras por subir para llegar al club, ya empecé a oír el retumbar de la música a un volumen desmedido. Las noches en el Club del Sándwich Eléctrico eran así, gente de todos los colores apostada en los diversos sofás desvencijados, apoyados por cada esquina, incluso tendidos en los cajones y las rendijas, bañados en una atmósfera de cerveza y humo con el suelo pegajoso y el inventado pretexto de celebrar tertulias filosofo-culturales donde exponer la distintas expresiones artísticas de la caterva. Pero siempre nos poníamos borrachos demasiado pronto y terminábamos haciéndonos los simios por las paredes mientras unos cuantos tocaban los instrumentos con el bullicio habitual en estas mermeladas.
         Sin embargo, al cruzar el umbral después de haber hecho girar en la cerradura mis llaves con el llavero de King-Kong, descubrí que aquella noche no sería para nada parecida a las demás. Para empezar, no había nadie, y esperé un instante a que todos salieran de sus escondites de un salto y corearan al unísono “¡Feliz cumpleaños!”, aunque no fuera tal día (eran cosas nuestras). Pero, definitivamente, no había nadie. Supongo que el último en salir se habría dejado encendida la minicadena con el álbum de Can en bucle y a todo trapo.
         Cambié el disco por uno de los Maytals y me senté en una butaca roída por el espíritu de una rata que habitó aquí años atrás y que nunca hemos visto y me puse a ojear un cuaderno de recortes de Krishna Andavolu.
         —¿Qué hay de nuevo, viejo? —dijo entonces Manu, que llevaba todo el rato tumbado en un vetusto diván comiéndose un plátano mientras buscaba figuras en las manchas del techo como quien mira las nubes. Yo pegué un respingo.
         —Joder, Manu, vaya susto —le saludé.
         —No te sentí llegar.
         —Ni yo a ti —admití—, ¿qué haces?
         —No demasiado: inflarme a potasio, a ver qué pasa.
         —¿Te estás comiendo mis plátanos?
         —¿Son tuyos? —preguntó mientras palpaba la piel del último— Creía que aquí todo era de todos. Ése era el trato.
         —Sí, ya, tienes razón —titubeé—. Pero pienso que no es compartir si soy yo el que los compra siempre y tú el que se los come. Al menos podrías dejarme alguno, cabrón.
         —Bueno, no te pongas así. También soy yo el que pasa la escoba casi todos los días y a ti no te he visto nunca barrer.
         —Porque, a diferencia que tú, yo no voy dejando el piso lleno de mierda —repliqué— ¡Mira cómo está esto, todo lleno de pellejos de plátano!
         —¡Que son bananas, capullo!
          —¡Ya te daré yo a ti bananas!
         Nos enzarzamos en una pelea de dibujos animados, con una nube gris incluida de la que salían patadas y puñetazos y una silla que se hacía añicos contra una espalda y una cacerola que hizo clonk en otra cabeza y acabamos exhaustos, panza arriba, sobre la mugrienta alfombra otomana discutiendo si la mancha del techo junto a la lámpara de araña descuajeringada era un perrito o un caballo.
         —¿Por qué  demonios luchábamos? —preguntó Manu en una carcajada.
         —No eran demonios, eran bananas—contesté. Y nos echamos a reír.
         —¡Mosquis! —exclamó Manu mientras miraba un reloj que tenía garabateado en la muñeca con tinta china— ¿Has visto qué hora es? ¡Llego tarde!
         —¿Tarde a qué? —respondí, pero Manu no me escuchó porque salió disparado hacia la puerta como una suerte de conejo blanco y sin despedirse.
         Se oyó un slisshh acompañado de un “¡Mierda!” seguidos inmediatamente por un catapún catapún chispún y después silencio. Fui a ver qué pasaba y encontré en el rellano una piel de banana al borde de la escalera, con un rastro pringoso como si fuera un caracol que hubiera derrapado. Me asomé entonces por el hueco para ver la planta baja y ahí estaba Manu esparcido en una postura rarísima. Con un brazo para allá y una pierna para acá como un egipcio contorsionista y el cuello de una lechuza.
         —¡Manu! —le grité— ¿Tarde a qué? —volví a gritar, pero ya no respondió.


10.6.14

Fragmentos del libro amarillo (XVIII).

Vino blanco para los dioses del pescado cuando sufran de náuseas y arcadas arcaicas salivando entre calada y calada con la garganta hecha un pedregoso desfiladero de humo y vapores y vesches y vesches y a otra cosa. Se me ha saltado un ojo pensando y pensando y entre mis dedos un roca girando y así me duele la espalda o la cabeza y miro arriba y ¡ay, mi madre! y miro abajo y siento vértigo.

W. Kandinsky

19.12.13

Trilogía de La Rueda —2.

Cierto día cogí el tren hacia el Oeste, pues me sentía cansado y con ganas de llorar; hastiado por el esfuerzo que supone caminar paso a paso tratando de ser uno mismo en este mundo de crudo y etiquetas.

Miré por la ventanilla largo rato hasta perder la noción del tiempo. Todo se confundió entonces con cada kilómetro que se quedaba atrás y el traqueteo de la locomotora escupiendo bocanadas de humo y silbando de vez en cuando como solía hacer yo. Pensé en todas las estaciones que había pasado ya y, demonios, qué largo es el invierno.

Conté vacas y árboles y después repasé todas las veces en las que me había reído hasta desgañitarme, todas las noches que nos sentábamos frente a esa vieja estufa de hierro oxidada y cantábamos sin parar y hacíamos bromas y bebíamos hasta que salía el sol sin que nos importase nada. Deseo, deseo, deseo con todas mis fuerzas vivir de nuevo alguna de esas noches y sentir el calor otra vez en el pecho y no este descosido. Me temo que en vano.

Finalmente me apeé en una ciudad de cuyo nombre no quiero acordarme, un lugar gris donde no brillaba el sol apenas y la gente camina cabizbaja procurando sortear los charcos. Fruncí el ceño y sentí miedo de no volver a divertirme más, de acabar siendo alguien con los zapatos limpios y un buen corte de pelo, de abandonarme al viento sin agitar los brazos para intentar volar o al menos planear joroschó entre las nubes.

¿Dónde ir ahora entonces? ¿Dónde podré encontrar unos calcetines bonitos y cómodos que me vayan bien para andar por casa, si aquí todas las tiendas parecen estar cerradas? ¿Dónde habré dejado olvidada mi vieja mochila rosa?


Pero no fue más que un sueño, que me cogió distraído. El tren siguió hacia el Oeste persiguiendo a esa estrella naranja que se esconde en el horizonte y yo cerré los ojos de nuevo. No hay ciudades grises, susurré como en un estribillo para relajarme, no hay ciudades grises.

10.6.12

El flautista a las puertas del alba II —Lucifer Sam.


Las bolas de billar corrían por la mesa a la orden de tacos de cenizas de azur. Un blues rápido agitaba el humo que gobernaba la oscura sala. Mi cabeza se precipita frente a la barra, abatida. La ginebra de la victoria también lo está y no se presenta más que como triste espejo —¿Te he hablado ya del gato de mi amigo Sam, de Chesire? —le digo en un eructo al viejo vecino— Lucifer siempre estaba a su lado, siempre. Siempre estaba a su lado. Lucifer tenía algo extraño, algo raro, algo que no puedo explicar. Sí, algo que no puedo explicar. Su novia, no la de Lucifer, la de Sam. La novia de Sam era una auténtica bruja. No sé por qué, no puedo explicarlo. Tenía todo lo que tiene una novia. Tenía una bonita melena rubia o negra, unos ojos sinceros, unos ojos… verdes y sinceros. Pero ella, Ginger, así se llamaba, Ginger estaba en el lado izquierdo, en la cara oculta. Lucifer no, Lucifer estaba en el derecho. Lucifer estaba en el mar, tranquilo, como un gato-barco… como algo que no puedo explicar. No puedo explicarlo, pero también se esconde ahí, en el suelo, entre la arena… hablo de Lucifer, el gato, el gato de Sam ­—Mi viejo vecino pide otra ginebra de la victoria con sus ojos fijos en una servilleta mojada, no me importa si me escucha él o alguien, no me importa si mis palabras se pierden en la embriagada atmósfera— Cuando te acerques, viejo vecino —le digo, apuntándole con el dedo—, ese gato, Lucifer, ese que tiene algo que no puedo explicar, será encontrado, cuando estés cerca y puedas sentir su marino aliento, cuando tampoco tú puedas explicar qué tiene ese gato.

17.10.11

Uno.


por todas esas veces en las que me quedo en blanco y no sé qué más decir. por todas aquellas historias que aún están vivas en mi cabeza y no sé cómo escribirlas. busco no estar solo, pero poder estarlo. abrazar a quien YO quiero sin otras palabras. escuchar. el tic-tac de un reloj que me diga Acuéstate mientras espero que amanezca. no necesito beber. no quiero dormir ni comer. no soy triste. sólo quiero arrancar todos los post-its de mi escritorio para llenarlo de nuevos. ser un viejo en el MAR. y las olas. ceniza en los dedos por otra llamarada. silencio… no, sigue el tic-tac. Acuéstate, ya es tarde. otra línea más, por favor. perdido en la montaña. perdido para encontrarme. tierra. un jinete entre tierra roja en el horizonte. y humo. humo. esbozo una sonrisa porque mi pez se agita. baila. le gustan esas notas. no quiere ni un punto y final más. no más puntos. no más puntos. espera. ¡no esperes! es una montaña blanca, no roja. bajo el cielo azul. sobre un mar verde. ojos y dientes. pero no tengo miedo. ¿por qué? ¿para qué? ahora suenan las burbujas de un MAELSTRÖM. pero no soy yo. no soy yo. no quiero serlo. levántate mañana otra vez y juega con los rayos del sol. como el pájaro verde y azul con pico dorado. con un hacha y una flor. ¡saca tu cabeza del agua! respira. aire. aquellas luces que pululan como polvo. en la gran bahía de mi frente. las puedo ver. las puedo ver. todo es tan hermoso. y ahora recuerdo las palabras que quería. solo que no las diré ahora. seré un cactus sin espinas. tal vez porque yo soy todos ellos. todos los que salieron de aquí arriba. del trastero. ¿o ellos son yo? como el blanco cielo inmaculado. sin estrellas. porque ninguno acaba. ninguno empieza. todos son uno. todos somos UNO.

18.12.10

Desconocido cualquiera.

Una vez lo vi, en un bar ¿dónde si no? Estaba solo en la barra, yo también por cierto, se pedía una cerveza con un libro en la mano y dejaba que la espuma se fuese disipando y todas las burbujas se liberasen en el aire.


Pasaba las páginas pausadamente, nunca mojaba su dedo en saliva para ayudarse, leía y leía, y sus ojos iban de izquierda a derecha sin detenerse en algún punto vacío.

Yo, sin embargo, me limitaba a observar bebiendo una cerveza tras otra. Nada de botellas, me sentaba al lado del grifo y dejaba que el camarero practicase con vasos calientes y recién lavados.

¿Quién era? Porque hasta que no me desperté al día siguiente con mi dolor de cabeza y mis gargajos en la garganta no me di cuenta realmente de que había pasado la noche envuelto en humo de vainilla y zumos de cebada mientras ponía el ojo en un desconocido cualquiera, interesante.

No se lo dije a nadie, yo siempre he odiado que alguien me dijese que había conocido a alguien interesante, me siento mal, e infravalorado. Es normal que una persona como yo se infravalore, a veces demasiado, pero cuando alguien te dice que no llegas a ser tal como creías, realmente te cuestionas si no estás haciendo el gilipollas con tantas palabras y puntos y comas, alguna exclamación de vez en cuando, pero siempre un interrogante que te dice ¿por qué?

No le volví a ver, pasé un par de noches en la misma tasca de siempre esperando que entrase por aquella puerta, abriese su libro, pidiese una cerveza y la dejara morirse. Pero nunca apareció.

No le echaré de menos ¿por qué? Las amistades están ensalzadas, un desconocido no me va a quitar el sueño.

Pero sigo aquí, con mi cerveza y mi pluma, pensando en que ahí fuera hay más gente, y no la sé ver.

27.10.10

Barbacoa.

Mira eso… bueno, no sé si tú lo ves como lo veo yo, más bien lo imagino, porque nunca he estado.


La gente se sienta al sol tranquila y alegre, la música suena baja, no queremos que se interrumpan las conversaciones, aún triviales, que amenizan este día.

El ambiente huele a humo y cerveza… una barbacoa sin más complicaciones. No hay parejas, pero nadie se siente solo. Se oyen los pájaros y el ruido de algún que otro coche que pasa por la calle y que nos devuelve un poco a la realidad evitando así que nos perdamos en la ensoñación estival.

Como un globo subiendo hacia el cielo… la gente lo mira hasta que se da cuenta de que no va a tener ningún obstáculo en su camino, y por envidia abandona el apoyo visual sin saber si realmente va a acabar explotando como todo. Si eso pasa… ¿dónde cae?

No importa, al dejar de mirar se da por hecho que ese trozo de plástico alcanza la gran meta sin preocuparse de lo que pase después.

Quisiera ser ese globo, pero estoy aquí sentado con bastantes cervezas de más, pero no pienso en las que llevo, soy feliz, sigo pensando en las que me quedan en la nevera.



¿Por qué no te gusta el final?

13.10.10

El Perro Nabis.

¿Mejor que ver la música ante tus ojos rodeado de vapores florales que te hacen más ligero?

Espero que sí.

7.3.10

Notas de un borracho XIII. Mala suerte,

Era necesaria una vuelta al whisky... Four roses es la nueva crema.

Sigo siendo un niño, pero ahora las nubes de humo las hago yo.

Ya sé lo que pasa... yo estoy mal imantado, la botella nunca me señala, me quiere para ella sola.

Parece que el reloj siempre marca la misma hora.

Y como en El Resplandor, tengo miedo a doblar la esquina en este pasillo.

4.2.10

Notas de varios borrachos I (IX).

Paint it, black. (La parte del final, lo de pa pa pa pa, papapapa pa pa pa papapá...!!)

Una ciudad hecha de mierda y basura.

Te vamos a pinchar el coche. No las ruedas, el coche entero. Te va a caber en el bolso, cabrona. No, en el bolso no, en el bolsillo... pero en el del culo, que es más pequeño. ¡No! en el secundario de alante ese que está dentro del otro y no te cabe ni el dedo. Ahí va a entrar tu coche. 0,5.

Así lo hago desde siempre, ir trompa y de un trompazo saltarte los dientes.

Es un milagro, como puertas astrales en las mangas.

Tenía que volver al fango para poder sacar los pies de él.

El Presente son recuerdos
que quedaron enterrados.
El futuro son los sueños
que murieron del pasado.
Javi Gil.
Y dice la gente:
¡fumas demasiado kake!
¡Siempre viviendo enajenadamente!
Por eso nunca estoy presente,
ni siquiera ausente,
sino disperso en el ambiente.
Savino.
-¿Por qué no miras a los ojos a todo el mundo?
-No todo el mundo merece la pena.

¿Quién quiere moverse pudiendo escribir?

El humo, quizás tinta o espuma... lo que maneja esta cabeza que sin ello no funciona... puede como otro robot, otro borrego de la costumbre... tu puta madre, me cago en mi hígado y mis pulmones.

Y es el mejor, como el que lleva calcetines diferentes.

No hay que vivir aquí... sea donde sea.

Me faltaste tú.

11.11.09

Hablamos de Libertad Social.

Marx dijo en su tiempo que el capitalismo presentaba una opresión hacia los obreros disfrazada de libertad. No quiero escribir ahora sobre las ideas marxistas o capitalistas, sino recapacitar, como deberían de hacer todos, sobre la idea de libertad, y si la libertad absoluta es aceptable.
Según las ideas liberalistas, la libertad de una sociedad reside en el conjunto de libertades individuales, de tal modo que si todo el mundo es libre, dicha sociedad será del mismo modo libre y justa.
Pero, ¿dónde acaba la libertad de alguien y empieza la de otro? Por ejemplo el caso de la nueva ley anti-tabaco que establecerá la prohibición de fumar en lugares públicos. Todo el mundo tiene derecho a fumar, algo perjudicial para la salud, pero lo que no puede suceder es que por fumar una persona las tres, cinco, diez personas que le rodean salgan también perjudicadas, de tal modo que me parece una medida correcta.
No es el mismo caso que las drogas. Siendo estas también perjudiciales ¿por qué se prohíben? ¿no implica esta prohibición la aparición y arraigo de mafias y tráfico ilegal? ¿no pasó lo mismo con la Ley Seca en los Estados Unidos? Además, yo opino que si alguien quiere destrozar su cuerpo está en su pleno derecho.
También puedo llegar al caso de que yo decida por ejemplo coger una tienda de campaña e irme a vivir al monte. No puedo. ¿por qué? Porque el lugar donde yo decida asentarme es propiedad de alguien, lo que me lleva a aceptar ideas del anarquismo ruso como la de que la propiedad es un robo. Pero de eso ya escribiré otro día.