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2.2.20

La mala baba.


El día que Olivia me dejó me quedé sentado sobre una piedra cosa de una hora o así bajo el sol de invierno y, entretanto, me fumé como cuatro cigarrillos observando una cagada llena de moscas azules mientras pensaba en qué lindo había amanecido y, sin embargo, menudo día de mierda. Después regresé a casa y saludé de mala gana al peludo, que miraba la tele desde el sofá. Le dije: “Quedé hoy con Olivia, al final hemos roto para siempre”. “Para siempre”, repitió él, imitándome con sorna, y yo me indigné súbito. Enfilé escaleras arriba, hacia mi cuarto, mientras él preguntaba en voz alta por si quedábamos como amigos o qué, y yo contesté “No sé”, con mala baba, y me encerré de un portazo.
Al principio pensé en tumbarme afuera, al terrado, con el deseo de abrasarme bajo el sol y que el viento, después, barriera inertes mis cenizas. Pero me pareció demasiado dramántico hasta para mí, y resolví acostarme en el colchón, y me escondí bajo la colcha aún con el abrigo y los zapatos puestos.
Traté de dormir. No me sentía cansado, pero sí somnoliento. Miré el teléfono y busqué su nombre. No puedo dormir. Me gustaba eso de ella, justo eso mismo: Se acostaba nerviosa, por alguna entrega o por algo, y, antes incluso de cerrar los ojos, mencionaba: “No puedo dormir”. Y yo me reía y le decía: “Pero si aún no lo intentaste siquiera”. Y es que yo siempre he tenido problemas para dormirme, y por eso nunca he estado despierto del todo.
Sonó una alarma programada para las cinco catorce y enseguida me levanté y preparé una cafetera. Agoté el culo de un tetrabrik en mi taza favorita desde siempre, la blanca con globos azules globos rojos globos amarillos y pensé en que llevo usando la misma taza casi treinta años y ahora es, por mucho que me encante, como si no la viera. Sorbí el café caliente después, una vez listo, y me sentí como fuera del propio cuerpo, como si mi cerebro estuviera situado un palmo más allá de donde realmente debería estar mi cerebro y por eso lo veo todo como quien mira por encima del hombro de otro.
Antes de las seis me fumé otro cigarro sentado en la plaza del Ovladí, y vi a un chaval que se acercó nada más que para beber de la fuente, y a un agente de parquímetros mojándose las manos en la misma, poco después, para atusarse el pelo patrás, de frente a nuca. Miré los árboles y me acordé de cuando los del sándwich eléctrico nos encaramábamos, ya borrachos, a sus copas y, ocultos por las ramas, asustábamos a los transeúntes en las noches de verano haciendo ruidos como de alimañas. Qué tiempos y tal y luego me fui a la utoescuela.
De camino meditaba: “¿Y qué le digo a Goliat cuando me pregunte que qué tal?”. Y me decía a mi mismo que le dijera, sencillamente: “Bueno, he tenido días peores”, para dejar claro de antebrazo que no estoy pasando una buena racha, pero, vamos, que tampoco se ha muerto nadie, ni tengo de repente un cáncer ni nada de eso. Así que al final me subí al coche y a la pregunta respondí: “Bien”, así como un graznido, y no hablamos más del tema y, salvo por una calle en la que me descuidé y entré a contramano, la clase transcurrió sin incidentes ni heridos de gravedad, y lo cierto es que, durante todo ese rato, no pensé más que en dónde estaría la línea continua del asfalto más larga y más continua del planeta. Y en quién la pintaría. Si lo hizo de aquí para allá o de allá para aquí, incluso en si formaría, por pura casualidad, un circuito cerrado de algún modo y, por tanto, de una continuidad infinita osease ilimitada ad libitum. En fin, a las siete Goliat me ordenó estacionar junto a los contenedores y yo hice eso mismo y, al salir del coche, me puse el sótano en los auriculares y enfilé el camino de vuelta a casa.
Pensé: “Debería coger una botella de whisky y unas birras para pasar la tarde, digo yo, o no va a haber aquí quien duerma”. Subí hasta la tienda de cosas del casco viejo y agarré una gaseosa, un fuegodoro de ocho años y una botella de detergente y lo pagué todo con tarjeta mientras le susurraba a la cajera: “La cerveza me la voy a tomar en el Diapasón” (y creo que por eso no me devolvió el cambio, que la vi asustada).
Cargué con todo en mi mochila y proseguí hacia el Diapasón. Recuerdo pensar: “¿Vaya, y qué le digo a Policarpo cuando me pregunte que qué tal?”. Es más: “¿Y si me pregunta por Olivia?”. Pero al final abrí la puerta de cuajo, una vez hube llegado, y le solté: “¡Hola, Policarpo! ¿Qué tal?”. A lo que él me espetó: “¿Que qué tal? ¿Que qué tal? ¿Y qué carajo te importa a ti qué tal estoy?”. Yo sonreí y le dije: “Pues justo así es como estoy yo”. Y sonreí, y sonrió, y ocupé mi banqueta, en un extremo, junto al chaflán de la barra, y él me sirvió una cerveza sin que yo la pidiera y no pude evitar no ocultar otra sonrisa y ahí fue cuando pensé: “¿Por qué andaba yo triste?". Policarpo me agasajó además con un plato de pimientos y yo, tal que así, de golpe, me puse a lloriquear: “¡Ay, ay, Olivia odiaba los pimientos!”. Y él dijo: “¿Pero qué cojones te pasa, tontolava de la cabeza?”. A lo que yo repliqué: “Bueno, no los odiaba, pero le sentaban gordos”. Todo esto entre sollozos y con espuma de cerveza en el bigote.
Agarré una servilleta (de bar, inservible), retiré los berretes de mis comisuras y me soné los mocos de la pituitaria. Entró un gentilhombre y Policarpo corrió a atenderle. Yo fui al baño: “¡Ocupado!”. Me dije: “Juraría que cuando entré no había nadie, y, sin la menor clase de duda, llevo aquí, al menos, un buen rato”. Pero tras la puerta se oía inconfundible El Chorro Musical. “¿Quién va?”, dijo alguien al otro lado. “Yo”, dije yo, “¿Te falta mucho?”. “¡Pof!”, respondió el quídam, y entonces me alejé de allí.
Cogí la mochila, me abrigué, y dejé un par de juancarlos sobre la barra. “¡Hasta luego, Poli!”, mencioné al salir, con prisa, “Buen clima”.
Me arrojé al frío y pensé: “Qué frío”. Caminé por las nocturnas calles solitarias y pensé: “Cuando escriba todo esto no pondré topicazos rollo: Nocturnas calles solitarias. Ni tampoco diré que, entre párrafo y párrafo he estado llorando, porque quedará demasiado patético. Y al final pondré que llegan unos cuantos compinches al Diapasón y a partir de ahí se suceden una serie de vicisitudes de lo más estrambóticas, influenciadas por la ingesta masiva de alcohol y sustancias, que resultan ser un acto de catarsis desmedida que me hace olvidar esta pena y resurgir del todo renovado. También meteré al Chorro Musical, porque me apetece, y tal vez use algo de nadsat o colaré algún vocablo apocopeideo tipo: patrás. Y fórmulas latinas ad hoc o del estilo, y un par de palabras raras. Lo que no se me ocurre es qué alter ego ponerle al peludo. Tampoco estaría mal que, al final, después de todo, apareciera Bosse-de-Nage y me seccionara el cuello en dos feas mitades y quien leyera esto dijera: Pero, si muere al final, ¿cómo es que lo ha escrito? No sé, igual debería escribirlo a modo de diario, o una epístola a mi yo de antes de ayer, o tal vez escribir sobre cualquier otra cosa. Qué frío. Me cago en mis muertos, qué frío. Si Olivia estuviera aquí le diría que menudo frío y le besaría la punta de la nariz, que de seguro estaría sonrosada y fría”.
Me dije, ya en voz alta: “¡Ay, caramba!”, y galopé hasta el portal de mi casa, atravesé el vidrio de la entrada usando mi propio cráneo y subí las escaleras panza arriba y cuadrúpedo, haciendo un tirabuzón en el último peldaño. Todo perfectamente calculado para que, con el movimiento rotatorio de mi propio cuerpo en particular y aprovechando la fuerza centrífuga resultante del mismo y las dos primeras leyes de la dermodínamica, las llaves salieran despedidas de mi bolsillo, se introdujera en la cerradura la equivalente, aún girando sobre sí misma con tal inercia que incluso llegara a abrir la mencionada cerradura para que yo entrara en la casa incólume y la puerta se cerrara justo a mi paso. Pero me tropecé con yo que sé qué, y me partí la nariz de nuevo.
Y ahora heme aquí, escribiendo sentado, borracho y solo. Escribiendo sobre lo solo y lo borracho que me siento. Y con la misma duda que al principio del “¿Y qué hago yo ahora?”, así, sentado en una piedra mirando las moscas en la mierda, soñando con volverme estatua de piedra, para no existir, o en mosca, para no pensar, o incluso en mierda; pero no ser yo, no ser yo ahora, que no quiero, que no me gusta, que no puedo. Qué difícil. “¿Y qué hago yo ahora?”, no, digo: “¿Qué estoy haciendo?”
Y de esto que irrumpe en mi cuarto Bosse-de-Nague con una mueca feroz y, sin mediar más palabra que un escueto y tautológico: “¡Ha ha!”, me regala una dentellada que desgarra mi garganta en dos feas mitades, feísimas, horrendas. Dejándome el tiempo justo y necesario, entre que me desangro y agonizo y tal, para escribir esto y ya más nada.  

21.12.14

Wloski.

         Era una noche gélida. Glacial. Llevaba un mugriento abrigo lleno de jirones insuficiente para arroparme. El vaho que emanaba de mi boca, entreabierta por el agotamiento, se congelaba en el aire, salpicando mis roídas botas con un tintineo como si fueran las cristalinas cuentas de una lámpara de araña. No hay hogar al que volver. Intentaba en vano templarme con mis propias manos en un abrazo solitario. Y llegué a creer incluso que mis costillas se partirían entre el esfuerzo y los temblores. Pero no quedaba ya calor por allá. Ni siquiera podía recordar cuánto llevaba durando aquella ventisca. Tal vez siglos. Tal vez no. Apenas se distinguía el sol por el día como una mancha blanca diluida en aquel cielo gris. Y por la noche las estrellas pendían como témpanos, ajenas a su propia luz. Y yo sin nada que llevarme a la boca. Ni siquiera una triste cerilla. Sin refugio al que ir ni techo donde encontrar cobijo. Vagaba renqueante para no morir congelado. Como todos. Como todos los pocos que aún vagaban.

         Vi una luz más allá. Una luz cálida. Titilante.  Y entonces de veras pensé que por fin todo aquello había terminado. Que ya no habría de preocuparme más por aquel frío infernal. Que ya no sufriría por la falta de sustento o por los agujeros bajo mis pies. Pero no eran más que mis pupilas cansadas, que me estaban jugando una broma. Y aquella luz se trataba simplemente de una pequeña hoguera junto a la que se calentaba los viejos huesos otro vagabundo deshecho. Como yo.

         —¿Puedo sentarme? —le pregunté.
         —Sí, pero no ahí —respondió con voz ronca y congestionada—; he vomitado.

         Coloqué unos cartones sobre los restos de bilis que resplandecían a la luz del fuego y me senté al otro lado. Puse mis manos cerca de las llamas y sentí cómo la escarcha se fundía entre los dedos. Eran unos dedos azules. Morados. No recordaba que fueran de aquel color la última vez que había reparado en ellos. La fogata crepitaba rompiendo el silencio de la noche y su aliento huía con el humo buscando la luna. O quizá alguna otra tierra, lejos de este frío. O quizá sólo escapaba. El viejo jugueteaba con algo entre los dedos.

         —¿Eso es una nuez? —le interrogué.
         —No —respondió.
         —¿Te la vas a comer? —volví a preguntar.
         —No —dijo él.
         —¿Me la das? —inquirí entonces.
         —No. No. De ninguna manera. No —sentenció.
         —Parece una semilla de baobab. Hace años que no veo una. ¿Me la enseñas?
         —No es ninguna semilla. Ni de baobab, ni de ningún otro árbol. Y por eso me extraña que hayas podido ver en tu vida algo como esto. Como esto.

         Entre su arrugado índice y su arrugado pulgar me mostró la pequeña y ovalada pieza. Era de madera o algo parecido y unos tenues surcos la atravesaban de arriba abajo. Definitivamente no era una nuez. Tampoco resultó ser una semilla. Por la parte inferior tenía un nudo extraño y en la superior, donde se encontraban los surcos, una pequeña ranura.

         —¿Has probado con un cuchillo? —pregunté.
         —¿Cómo dices?
         —Que si has probado con un cuchillo —repetí—. Para abrirlo, digo. Por esa ranura.
         —¿Y por qué querría abrirlo?
         —No sé. Ni siquiera me has dicho qué demonios es.
         —Esto… —empezó a decir, con los ojos perdidos en la fogata tras unos anteojos colmados de arañazos— Esto es… No. No. Esto era mi amigo Wloski.
         —Vale —respondí—. Si no me lo quieres contar no hace falta que te burles de mí. Bastante tengo ya con este frío.
         —Sabía que no me creerías —contestó él— Por eso nunca se lo conté a nadie. Por eso buscaron a Wloski por todos lados para nunca encontrarle. Estando aquí. En mi bolsillo. Nadie me creería. ¿Para qué iba a contarlo? ¿Para que se rieran de mí y me tildaran de chiflado? De ninguna manera. No. Conmigo iba a estar mejor. De todas formas, cuando empezó este invierno sin fin, la gente dejó de preocuparse por nada más que de sí mismos. Y no les culpo. Con este frío es difícil pensar en otra cosa que no sea este frío. Este maldito frío.
         —¿Qué le pasó? —pregunté, entre incrédulo e intrigado.
         —Cambió —dijo él—. Se transfiguró sin más.
         —Ya. Quiero decir… ¿Cómo?
         —Fue hace muchos años. Apenas puedo recordar. Soy viejo ahora —se disculpó.
         —Hombre, nadie se convierte en nuez de un día para otro. Digo yo. Supongo que mostraría antes algún síntoma o algo.
         —Amigo, si hubieras conocido a Wloski, sabrías que era un tipo un tanto especial. Repleto de cavidades y remolinos. O síntomas, como quieras llamarlo. Wloski era poeta. Trabajaba en una tienda de reparación de bicicletas y ahí mismo fue donde yo le conocí. Le conocí. Yo tenía una bicicleta por aquel entonces y la utilizaba mucho. Muchísimo. Allá donde fuera, iba en bicicleta. Y cuando se doblaba la horquilla o se partía un pedal, ahí estaba Wloski para arreglarlo todo. ¡Y qué bien lo hacía! Pero Wloski era poeta y, mientras sus manos se ocupaban de una bicicleta, su mente iba componiendo poemas que recitaba para sí. Yo nunca oí ninguno. Tampoco sé si dejó alguno escrito. Ya poco importa. No dudo de su capacidad para hilvanar versos. Pero para mí era sencillamente Wloski. Mi amigo Wloski. Mi amigo Wloski el que reparaba bicicletas. Si hubiera sabido entonces que iba a pasarse tantos años metido en mi bolsillo tal vez me hubiera interesado más por sus poemas. Pero cuando uno vive despreocupado y dando pedales no se da cuenta realmente de esas cosas.

         »Un día fui a verle para que me cambiara una válvula que se había roto. Era martes. Lo sé porque aún recuerdo la bolsa de papel llena de brécol que llevaba en la cesta de la bicicleta. Y yo siempre comía brécol los martes. Ahora ya no como brécol nunca. Me saludó como siempre con una sonrisa pero aquella vez no me dio la mano como era costumbre entre nosotros. Se chupaba un dedo como intentando extraer el veneno que le hubiera inyectado una víbora. Sonreía. Pero sus ojos brillaban con el fulgor de las lágrimas ahogadas. “Un padrastro”. Me dijo. “Me ha salido un padrastro malvado en un dedo y me molesta hasta cuando consigo olvidarme de él”. Me enseñó su dedo y efectivamente aquello estaba inflamado como un zepelín escarlata. Le dije que no se preocupara. Que se pasaría en un par de días. O tres, como mucho.

         »Precisamente tres días después se me reventó un neumático con un guijarro especialmente afilado con el que me topé sin querer. Y al ir a reemplazarlo por uno nuevo, Wloski me dijo que si no me importaba que lo cambiara yo mismo, pues sentía que sus manos habían crecido descomunalmente y se habían agarrotado en forma de pinza. El mal del cangrejo, bromeé yo. Y cambié el neumático pinchado por uno nuevo que me ofreció. Sus manos parecían las mismas manos que siempre y no le di mucha importancia. Pero empecé a preocuparme en cuanto mencionó que su cabeza también había crecido y la sentía enorme, enorme, enorme. Y por entre las rendijas de los oídos y la nariz se le colaban unos torbellinos galopantes que daban vueltas ahí dentro y hacían que perdiera el equilibrio.

         »Al cabo de otros tantos días, Wloski dejó de sonreír al saludarme. De hecho, dejó de saludarme. Entonces yo le iba a ver todos los días, pues cada vez le notaba más ausente. Más abstraído. Pasaba el día sentado en la tienda con los codos sobre el mostrador y apoyando la frente sobre una de sus manos. Sobre una de sus pinzas. Con los entrecerrados ojos perdidos en sus cuencas. Balbuceaba sinsentidos como que se le había salido la cadena o que con los brazos endurecidos apenas podía dirigir el manillar. Que necesitaba un buen engrasado. Que de su garganta pendía una bola de plomo hueca que iba creciendo y creciendo y que aquello era algo que no sabía cómo arreglar.

         »Intenté que viera a algún médico pero apenas me dirigía la palabra. Sólo se quedaba ahí mismo. Obnubilado. Y ya.

         —¿Y qué pasó entonces? —pregunté.
         —No estoy muy seguro. La siguiente vez que fui a verle ya sólo quedaba esto en su silla —me mostró de nuevo la pequeña y ovalada pieza de madera o algo así—. Esto, a mi entender, es lo que queda de mi amigo Wloski. Y como ya te dije antes, no se lo conté a nadie. ¿Qué iba a hacer? Nadie lo hubiera creído. Nadie. No. No. Nadie. Y después llegó este frío y todo el mundo se quedó solo. Y yo al menos tengo esto —jugueteó otra vez con Wloski entre los dedos—. Y aunque no me salude. Ni sonría. Como antes. Ni tenga yo una bicicleta que pueda repararme. A veces, cuando me duermo tiritando junto al fuego. Con Wloski en la mano. Sueño con sus poemas. Sueño con sus poemas. De verdad que lo hago: Sueño con sus poemas. Aunque al despertar… no consigo recordarlos.

17.12.13

Trilogía de La Rueda —1.

Silbando por un camino mi silbido se confundía con el aleteo de las palomas y los cañones en el viento. Recordé los largos cabellos que daban vueltas fluyendo por su pecho. Caminando pensé en cada montaña y en cada mar mientras seguía silbando. A menudo los recuerdos que comparto con ella me parecen de una época muy lejana, de otra vida libre, de cuando éramos personas. Y ahora ya no sé qué soy. Pero siempre giramos nuestras cabezas y nos retorcemos los pescuezos para ver justamente lo que no se puede ver. Y yo miro al cielo.

Caminando y viajando llegué sin darme cuenta a la Feria del País del Norte, donde las tormentas de nieve congelan el río y entonces el verano se acaba y te tienes que volver a volver a poner el abrigo. Recuerdo a la chica que vivía ahí, y a veces pienso en ella como la que tal vez fue mi verdadero amor; pero está la tormenta de nieve y este viento helado, y casi que prefiero abrigarme un rato.

Seguí caminando y después también, con una maleta en la mano llena de yo-qué-sé y la echo de menos. No sé si es que el mundo gira a cada paso que doy, pero ella siempre está lejos, por la Tierra. Y las calles vacías por la noche van a hacer que me maten. Caminé y silbé, siempre lejos y apostando, tal vez demasiado, pues ya no tengo nada que decir; tal vez esté en problemas, pero, por favor, no me quites mis zapatos de autopista con los que camino mientras silbo; creo que me dan algo de suerte y quisiera gastar suela intentándolo. Acordamos vernos en medio del Océano una vez dejáramos atrás estas viejas y polvorientas carreteras, pero me temo que hasta el mismo Océano quiera llevársela algún día y con ella mi corazón en una maleta.

Sin embargo, sigo caminando y silbando con mis zapatos de autopista por una solitaria llanura como un tonto. Ofrecen por ahí mujeres de quince centavos con nada en la cabeza, pero creo que tengo en algún sitio una chica de verdad que de verdad me encanta. Ofrecen coches deportivos también, pero yo puedo dar una vuelta por el barrio en cualquier momento y no quiero nada de eso. Caminando y silbando el viento sigue soplando en la calle y yo llevo el sombrero en la mano y mis zapatos de autopista en los pies, por si me acuerdo de ella y tropiezo, no me haga mucho daño. 

5.11.12

Pequeña fábula del tejón.


A los tejones no nos gusta mucho la luz del día, estamos más cómodos en nuestras profundas madrigueras subterráneas. No hacemos mucho ahí dentro, pero es lo que hacemos. Ni siquiera nos molestamos en comer demasiado si no encontramos ningún topo o alguna triste e insípida lombriz. Pasamos sed bajo tierra, y tampoco salimos a beber un poco en el arroyo, nos conformamos con mascar alguna raíz húmeda. En lo más hondo de la madriguera, nos desparramos panza arriba y nos hacemos cosquillas en el pelaje de la tripa como tocando canciones folclóricas de tejones, también nos gusta mirar fijamente cualquier roca que nos encontremos, como leyendo sus historias. Si soy sincero, por muy agradable que sea mi vida de tejón en la madriguera, cuando me acuesto por las noches en mi cálido cubil, se me hace extraño no haber olido bien el aroma de los árboles y no haber sentido la fresca brisa del invierno en el rostro, pero sobre todo se me hace extraño no haber encontrado una bonita tejona que me haga compañía cuando grabe con mis zarpas mis historias en las rocas.