El
día que Olivia me dejó me quedé sentado sobre una piedra cosa de una hora o así
bajo el sol de invierno y, entretanto, me fumé como cuatro cigarrillos
observando una cagada llena de moscas azules mientras pensaba en qué lindo
había amanecido y, sin embargo, menudo día de mierda. Después regresé a casa y
saludé de mala gana al peludo, que miraba la tele desde el sofá. Le dije:
“Quedé hoy con Olivia, al final hemos roto para siempre”. “Para siempre”,
repitió él, imitándome con sorna, y yo me indigné súbito. Enfilé escaleras
arriba, hacia mi cuarto, mientras él preguntaba en voz alta por si quedábamos
como amigos o qué, y yo contesté “No sé”, con mala baba, y me encerré de un
portazo.
Al
principio pensé en tumbarme afuera, al terrado, con el deseo de abrasarme bajo
el sol y que el viento, después, barriera inertes mis cenizas. Pero me pareció
demasiado dramántico hasta para mí, y resolví acostarme en el colchón, y me
escondí bajo la colcha aún con el abrigo y los zapatos puestos.
Traté
de dormir. No me sentía cansado, pero sí somnoliento. Miré el teléfono y busqué
su nombre. No puedo dormir. Me gustaba eso de ella, justo eso mismo: Se
acostaba nerviosa, por alguna entrega o por algo, y, antes incluso de cerrar
los ojos, mencionaba: “No puedo dormir”. Y yo me reía y le decía: “Pero si aún
no lo intentaste siquiera”. Y es que yo siempre he tenido problemas para
dormirme, y por eso nunca he estado despierto del todo.
Sonó
una alarma programada para las cinco catorce y enseguida me levanté y preparé
una cafetera. Agoté el culo de un tetrabrik en mi taza favorita desde siempre,
la blanca con globos azules globos rojos globos amarillos y pensé en que llevo
usando la misma taza casi treinta años y ahora es, por mucho que me encante,
como si no la viera. Sorbí el café caliente después, una vez listo, y me sentí
como fuera del propio cuerpo, como si mi cerebro estuviera situado un palmo más
allá de donde realmente debería estar mi cerebro y por eso lo veo todo como
quien mira por encima del hombro de otro.
Antes
de las seis me fumé otro cigarro sentado en la plaza del Ovladí, y vi a un
chaval que se acercó nada más que para beber de la fuente, y a un agente de
parquímetros mojándose las manos en la misma, poco después, para atusarse el pelo
patrás, de frente a nuca. Miré los árboles y me acordé de cuando los del
sándwich eléctrico nos encaramábamos, ya borrachos, a sus copas y, ocultos por
las ramas, asustábamos a los transeúntes en las noches de verano haciendo
ruidos como de alimañas. Qué tiempos y tal y luego me fui a la utoescuela.
De
camino meditaba: “¿Y qué le digo a Goliat cuando me pregunte que qué tal?”. Y
me decía a mi mismo que le dijera, sencillamente: “Bueno, he tenido días
peores”, para dejar claro de antebrazo que no estoy pasando una buena racha,
pero, vamos, que tampoco se ha muerto nadie, ni tengo de repente un cáncer ni
nada de eso. Así que al final me subí al coche y a la pregunta respondí:
“Bien”, así como un graznido, y no hablamos más del tema y, salvo por una calle
en la que me descuidé y entré a contramano, la clase transcurrió sin incidentes
ni heridos de gravedad, y lo cierto es que, durante todo ese rato, no pensé más
que en dónde estaría la línea continua del asfalto más larga y más continua del
planeta. Y en quién la pintaría. Si lo hizo de aquí para allá o de allá para
aquí, incluso en si formaría, por pura casualidad, un circuito cerrado de algún
modo y, por tanto, de una continuidad infinita osease ilimitada ad libitum. En
fin, a las siete Goliat me ordenó estacionar junto a los contenedores y yo hice
eso mismo y, al salir del coche, me puse el sótano en los auriculares y enfilé el
camino de vuelta a casa.
Pensé:
“Debería coger una botella de whisky y unas birras para pasar la tarde, digo yo,
o no va a haber aquí quien duerma”. Subí hasta la tienda de cosas del casco
viejo y agarré una gaseosa, un fuegodoro de ocho años y una botella de
detergente y lo pagué todo con tarjeta mientras le susurraba a la cajera: “La
cerveza me la voy a tomar en el Diapasón” (y creo que por eso no me devolvió el
cambio, que la vi asustada).
Cargué
con todo en mi mochila y proseguí hacia el Diapasón. Recuerdo pensar: “¿Vaya, y
qué le digo a Policarpo cuando me pregunte que qué tal?”. Es más: “¿Y si me
pregunta por Olivia?”. Pero al final abrí la puerta de cuajo, una vez hube
llegado, y le solté: “¡Hola, Policarpo! ¿Qué tal?”. A lo que él me espetó:
“¿Que qué tal? ¿Que qué tal? ¿Y qué carajo te importa a ti qué tal estoy?”. Yo
sonreí y le dije: “Pues justo así es como estoy yo”. Y sonreí, y sonrió, y
ocupé mi banqueta, en un extremo, junto al chaflán de la barra, y él me sirvió
una cerveza sin que yo la pidiera y no pude evitar no ocultar otra sonrisa y
ahí fue cuando pensé: “¿Por qué andaba yo triste?". Policarpo me agasajó
además con un plato de pimientos y yo, tal que así, de golpe, me puse a
lloriquear: “¡Ay, ay, Olivia odiaba los pimientos!”. Y él dijo: “¿Pero qué
cojones te pasa, tontolava de la cabeza?”. A lo que yo repliqué: “Bueno, no los
odiaba, pero le sentaban gordos”. Todo esto entre sollozos y con espuma de
cerveza en el bigote.
Agarré
una servilleta (de bar, inservible), retiré los berretes de mis comisuras y me
soné los mocos de la pituitaria. Entró un gentilhombre y Policarpo corrió a
atenderle. Yo fui al baño: “¡Ocupado!”. Me dije: “Juraría que cuando entré no
había nadie, y, sin la menor clase de duda, llevo aquí, al menos, un buen rato”.
Pero tras la puerta se oía inconfundible El Chorro Musical. “¿Quién va?”, dijo
alguien al otro lado. “Yo”, dije yo, “¿Te falta mucho?”. “¡Pof!”, respondió el
quídam, y entonces me alejé de allí.
Cogí
la mochila, me abrigué, y dejé un par de juancarlos sobre la barra. “¡Hasta
luego, Poli!”, mencioné al salir, con prisa, “Buen clima”.
Me
arrojé al frío y pensé: “Qué frío”. Caminé por las nocturnas calles solitarias
y pensé: “Cuando escriba todo esto no pondré topicazos rollo: Nocturnas calles
solitarias. Ni tampoco diré que, entre párrafo y párrafo he estado llorando,
porque quedará demasiado patético. Y al final pondré que llegan unos cuantos
compinches al Diapasón y a partir de ahí se suceden una serie de vicisitudes de
lo más estrambóticas, influenciadas por la ingesta masiva de alcohol y
sustancias, que resultan ser un acto de catarsis desmedida que me hace olvidar
esta pena y resurgir del todo renovado. También meteré al Chorro Musical,
porque me apetece, y tal vez use algo de nadsat o colaré algún vocablo apocopeideo
tipo: patrás. Y fórmulas latinas ad hoc o del estilo, y un par de palabras
raras. Lo que no se me ocurre es qué alter ego ponerle al peludo. Tampoco
estaría mal que, al final, después de todo, apareciera Bosse-de-Nage y me
seccionara el cuello en dos feas mitades y quien leyera esto dijera: Pero, si
muere al final, ¿cómo es que lo ha escrito? No sé, igual debería escribirlo a
modo de diario, o una epístola a mi yo de antes de ayer, o tal vez escribir
sobre cualquier otra cosa. Qué frío. Me cago en mis muertos, qué frío. Si
Olivia estuviera aquí le diría que menudo frío y le besaría la punta de la
nariz, que de seguro estaría sonrosada y fría”.
Me
dije, ya en voz alta: “¡Ay, caramba!”, y galopé hasta el portal de mi casa,
atravesé el vidrio de la entrada usando mi propio cráneo y subí las escaleras
panza arriba y cuadrúpedo, haciendo un tirabuzón en el último peldaño. Todo
perfectamente calculado para que, con el movimiento rotatorio de mi propio
cuerpo en particular y aprovechando la fuerza centrífuga resultante del mismo y
las dos primeras leyes de la dermodínamica, las llaves salieran despedidas de
mi bolsillo, se introdujera en la cerradura la equivalente, aún girando sobre
sí misma con tal inercia que incluso llegara a abrir la mencionada cerradura
para que yo entrara en la casa incólume y la puerta se cerrara justo a mi paso.
Pero me tropecé con yo que sé qué, y me partí la nariz de nuevo.
Y
ahora heme aquí, escribiendo sentado, borracho y solo. Escribiendo sobre lo
solo y lo borracho que me siento. Y con la misma duda que al principio del “¿Y
qué hago yo ahora?”, así, sentado en una piedra mirando las moscas en la mierda,
soñando con volverme estatua de piedra, para no existir, o en mosca, para no
pensar, o incluso en mierda; pero no ser yo, no ser yo ahora, que no quiero,
que no me gusta, que no puedo. Qué difícil. “¿Y qué hago yo ahora?”, no, digo:
“¿Qué estoy haciendo?”
Y
de esto que irrumpe en mi cuarto Bosse-de-Nague con una mueca feroz y, sin
mediar más palabra que un escueto y tautológico: “¡Ha ha!”, me regala una
dentellada que desgarra mi garganta en dos feas mitades, feísimas, horrendas.
Dejándome el tiempo justo y necesario, entre que me desangro y agonizo y tal,
para escribir esto y ya más nada.