21.9.22

Un auténtico crimen.

Esta mañana, cuando desperté, me fumé un dospapiros y, según espiré esa vaharada definitiva, decisoria y perfumada, me di cuenta de que restaba una cosa, no sé, noté una ausencia. Como si una cosa importante, como poco, no estuviera ya entre nosotros. Conté: uno, dos, tres, y nada más; así hasta veintiséis y veintiocho. Y todo bien, más o menos, pero seguía acusando dicha carencia como una suerte de misterio azaroso que se diera hoy así, sin más, porque sí. 

Tuve una significativa sensación nefasta y funesta, como que se había cometido un crimen. Un secuestro, un rapto, una desaparición. Hasta un robo, un hurto, puede que un asesinato o un homicidio sin sangre. Como si se nos hubiera sustraído (a todos digo, en modo tajante), una esquina recta de noventa grados muy necesaria de cada una de nuestras sinhueso. 

Pregunté enfrente, en puerta vecina, a una vieja desdentada y triste (pero con cierta gracia). Dije: “¿Percibiste eso?”. Me contestó: “Como si en mi dentadura hubiere ocho dientes de menos, y no doce”. Un piso abajo, una pareja de jóvenes de treinta y pico o casi una cuarentena de años me respondió que no tenían constancia, y, otro arriba, así de mocho y sin un mero mechón, que con esta bruma rara no era día adecuado para ir de monte. 

Me aventuré afuera, donde hay adoquines por donde uno pisa y contenedores de basura a cada tramo. Pasaron tres coches, cuatro motos, un autobús, nueve patinetes mecánicos, otros nueve peatones y un triste y desdichado vagabundo vagabundeando, que no es poco. Ya sabes, es martes, y es temprano, y punto. 

Me topo de pronto con una oficina de detectives secretos medio escondida (porque me despisté) y pregunto entonces de nuevo por dicha incógnita, es decir: ¿Qué hostias pasa aquí? ¿Qué mierda ocurre? ¿Qué coño sucede? 

Para esto no obtengo respuesta directa, pero sí una perentoria invitación a que abandonara inmediatamente mis pesquisas y consecuentes investigaciones y a que, en definitiva, no preguntara más y me fuera de ahí. 

Fui a desayunar entonces. Ya era tarde, pero no tan tarde como para comer temprano. Si acaso pudiera considerarse un tentempié rápido, quizá merienda matutina o pitanza de tregua entre horas, si me apuras. Vamos, que en dos bocados de pan con ajo y tomate, un poco de sepia rebozada y tres cañas de cerveza de pipa me di por comido y bebido en un santiamén básico y estandarizado. 

Tocaba ya hora de siesta, pero me esforcé en beber café (que no me gusta nada de nada, pero nada) y mantenerme despierto. No entiendo por qué hoy nadie se presenta más que con buenosdías, ahora ya casi con buenastardes, y no con esas bienvenidas corrientes de siempre y también me escama que se despidan con un frío adiós, un hastapronto o un “hasta que nos veamos de nuevo otra vez”, en vez de un típico “¡hasta…!” que ahora mismo no recuerdo. 

Entonces fui a un bar, como de costumbre. Pedí cerveza. Me pusieron cerveza. Bebí eso mismo. Y pensé: Estoy viendo en mi cacumen una suerte de estaca erecta sobre un pie bien recto entre un kiosko y un macaco. No sé pronunciar correctamente ese término en concreto. Me es arduo, engorroso de emitir únicamente con mi boca a medio pudrir. Una movida muy rara. 

Quizá haya quien me entienda en este punto. Cuando no puedes expresarte correctamente o, cuanto menos, como quisieras, porque tienes una cosa, por diminuta que sea, que te reprime. Aunque sea nada más que una raya, un trazo recto que de repente gira y se va por vía tangente, como poco, a uno u otro costado y, así, ya en serio: No veas cuánto me costó estirar este quiebro sin cometer un error, aunque sea, dicho más precisamente, de momento. 

En fin, seguí caminando como si nada por esas aceras y, cuando empezó a oscurecer, regresé a mi pieza con sueño y ganas de escribir sobre eso. Me senté frente a mi escritorio, bebí birra y fumé cigarros de armar. No se me ocurrió nada más. Quiero decir que me senté frente a una hoja nívea creyendo que me iba a contar una historia fantástica que me dejara contento y furioso, y descubrí que era yo quien tenía que ofrecer testimonio, que debía ser yo quien redactara esos párrafos y no esta barra parpadeante habitando un cano recuadro nacarado en un monitor. 

¿Y qué voy a contar, de pronto, si se me sustrajo una cosa que necesitaba sin yo ser consciente de eso? ¿Quién fue? ¿Por qué? Y, a todo esto, ¿qué son esas condenadas bestias que nos rodean? 

Así que me fui a dormir, así a pierna dispersa. Todo esto sin descifrar esta intriga que creo que nos ocupó un poco. No sé. Quizás fumo mucha hierba entre semana o se me escapan, de vez en cuando, ciertos grafemas. Yo qué sé.

25.3.22

El Chorro Musical

Es miércoles cientos noventa y pico en el decadente y bien poco lustroso barrio de Koboldo. Nos encontramos —esto es mi plural mayestático y vuestro humilde narrador mismo, aquí presente— apuntalados de cualquier manera en la grasienta barra del Pancró, compartiendo una cerveza Amarillo sin espuma y masticando las sobras de alpiste que dejara el pretérito ocupante del taburete, allá por el martes. Sin más.

Afuera ocurre entonces un fenómeno meteoro y lógico del todo inusual y exclusivo, y es que una serie de nubarrones obscuros como patada de monja vinieron a agruparse en una suerte de conglomerado de condensación homeostática y justo sucede, tras el relámpago-centella con su tronar reglamentario que todos conocemos, una única lluvia momentánea y sólida, como si todo el diluvio coagulado en una sola gota gorda y obesa cayera de golpe y porrazo. Y ya.

Todo esto puede, quizás, resultar del todo interesantísimo para cualquier lector medianamente distraído que pueda toparse con este pasaje; pero la historia que ciertamente nos atañe es diametralmente opuesta e incluso, si me lo permiten, un tanto más vulgar.

Dice así:

Un quídam nefasto e imperecedero, pero cualquiera, entra en el peor baño de Escocia. De este personaje no conocemos ni su nombre, ni su aspecto, ni su religión o afiliación política y, ni que decir tiene, tampoco nos interesa. Lo único que nos interesa de su mera existencia es que, en este mismo instante que miserablemente tratamos de relatar, agarra con su índice y su pólice oponible el medallón de la cremallera de su bragueta, lo baja todo ello con un rasgueo de lo más melódico, y del interior de la bragadura extrae un pene semierecto de lo más genérico y superestándar.

Inmediatamente pasa que, del mismísimo extremo del rosado glande, esa especie de abertura, ese guiño, esa brecha bondadosa conocida modestamente como meato, emerge un chorrazo dorado con brillo propio y refulgente, un hilo oropelado de aroma acre, agrio y avinagrado. Un auténtico manantial aeropónico y parabólico confirmando prácticamente todas las reglas y conformidades de la física moderna.

A esta profusión líquida, en cuanto a su colisión con la superficie porcelanoidea preparada ad hoc para tal acto (contingente y necesario), la denominaremos de aquí en adelante como Chorro Musical.

               El quídam en cuestión está orinando. No es nada particular, todos nos hemos visto en esa al menos una vez en la vida, o ninguna. El quídam mea y se dice: “Uf, por fin que meo”. Y a continuación dice: “Y, también te digo, que te agradezco que te vayas de mí, porque ya no te aguantaba. Que saciaste mi sed antaño, hace un rato, pero que ya no te necesito. Estuvo bien y tal, no me tomes como un malaje… pero tú y yo sabíamos que esto no era más que un tránsito momentáneo, un filtrar de nefrona y ciao. Que tú no eres sino al desprenderte de mí, y yo sin ti no soy nada más que un quídam”. Esto último se lo dice al Chorro Musical.

               Mientras tantísimo, el Chorro Musical sigue manando, esculpiendo una ojiva broncínea y fulgurante como levitando sobre el váter y alrededor.

               El quídam continúa a lo suyo: “Lo interesante de nuestra concomitancia es que, pragmáticamente, subyace en la huida o «volo e fuga» del uno para con el otro. Y eso me inspira varios dilemas ontológicos y ciertos delirios derivados que ni por asomo estoy dispuesto a manifestar por aquí. Pero una cosa es segura: Las sepias son expertas en la sagaz sutileza del camuflaje”.

               El tintineo de la cascada miccinoica templa unos armónicos que ni la misma Euterpe en su primer álbum. Salpica el suelo y parte de la pared. Entra en comunión con el charco de las meadas ancestrales.

               En eso que el quídam sigue: “Lo que vengo a decirte, así en confianza, es que no sé qué se viene a continuación. Tú dejarás de fluir algún día, y te irás por el desagüe, al mar o donde fuere. Y yo me quedaré aquí mismo, con la pija en la mano y sin mear, y… mierda, ¿y qué será de mí entonces?”.

               El Chorro Musical mantiene su acorde prolongado e impertérrito. Un trémolo acuoso con algo de arena. Durante un rato.

               Alguien llama a la puerta.

               El quídam, ahora en voz alta: “¡Ocupado!”.

               El Chorro Musical se desvía de su trayectoria practicando una suerte de clinamen, anegando el suelo de un húmedo amarillo mostaza pollo curry.

                ¿Por dónde íbamos? ¡Ah, sí! El quídam trata de enderezarse y recuperar la perpendicular, el Chorro Musical rezuma caudal como un Orinoco orinado, el quídam piensa para sí: “¿Qué son estos malditos animales?”.

               Y es entonces cuando sucede.

[A PARTIR DE AQUÍ LA VOZ DEL NARRADOR SE VUELVE UN 17% MÁS DRAMÁTICA Y SOBREACTUADA]

               Una anomalía gravitacional posgenital, debido a pequeñas variaciones, provoca que —nadie sabe muy bien por qué— el genuino e indivisible Chorro Musical se separe en dos (¡2!) Chorros Musicales, un auténtico doppelgänger de la naturaleza en ambas direcciones, un redoble de fluido percutido en todo el puto suelo y mientras tanto llaman a la puerta a puñetadas y patazos y, con las mismas, el quídam: “¡Ocupado!”.

Total, que aquí seguimos esperando por mear.

Adriaen van Ostade
Adriaen van Ostade

28.2.22

Phábula de Esquilo y Quelonio | canto decisorio: El asunto quelonio (Parte II)

(Parte I)

              Hermes, el heraldo de los dioses, desciende de los cielos sostenido por sus deportivas Niké aladas, sacude su caduceo engalanado con guirnaldas y anuncia:

HERMES:             ¡APUESTA, APUESTA, APUESTA!

ESOPO:                ¡Estupendo! Ya está todo dispuesto para el pistoletazo de salida, honor que corresponde al semicentauro Antónios, el único centauro de la ecúmene que carece de cuartos traseros equinos.

ZENÓN:               Pues a mí me parece un tipo normal.

               En ese precioso instante, Antonios levanta sobre su cabeza una Smith & Wesson reglamentaria y dispara al aire, acertándole entre los ojos a un meteco de entre el público, y da comienzo la espantada.

ESOPO:                ¡Y ahí van! ¡La cierva de Cerinea se coloca rápidamente en primera posición, seguida de cerca por la liebre! La nube de polvo en suspensión apenas nos deja percibir lo que ocurre… ¡Oh! ¿Qué es lo que veo? ¡Parece que el catoblepas ha aplastado con sus pesuños a la mantícora enana! ¡Primera baja de la jornada!

ZENÓN:               Ha quedado convertida en un auténtico despojo, desde luego.

PORFIRIO:           ¡Qué infortunio!              

ESOPO:                ¡Atención ahora porque se acercan a la ribera del Glafkos! ¡La cierva lo salta con la elegancia de un gamo, la liebre hace lo propio y les siguen todos los demás haciendo gala de las más diversas técnicas de natación, brinco y/o planeo! ¡Pero qué ven mis ojos! ¡Parece que el hipocampo está teniendo problemas en su propio elemento y…! ¡Sí! ¡Se va a pique sin remedio! ¡Hipocampo fuera!

PORFIRIO:           ¡No! ¡Era mi favorito!

ZENÓN:               ¡Pasto para las anguilas electrónicas! ¡Guau!

ESOPO:                ¡Ojo, que aquí no hay pausa! ¡Un tartesio emperifollado de luces irrumpe en el camino con mucho arte y apuñala al ofiotauro en todo el lomo con un estoque de Damocles! ¡Otro menos!

ZENÓN:               ¡Olé!

PORFIRIO:           ¡Desde luego, no hay derecho!

ESOPO:                ¡Se aproximan ahora a la encrucijada de Clarksdale, Misisipi, donde deberán tomar el camino de la izquierda para no salirse de la ruta! ¡Pero qué le pasa a la esfinge, por Hécate!

PORFIRIO:           ¡Parece que duda!

ZENÓN:               ¡Efectivamente! ¡No sabe qué camino escoger!

ESOPO:                ¡Me cago en el lacto! ¡Se acaba de desgarrar la garganta con sus propias zarpas, presa de la desesperación catatónica!

ZENÓN:               ¡Fíjate cuánta sangre!

PORFIRIO:           ¡Vaya chasco!

ESOPO:                ¡Y esto no para! ¡Quien tiene problemas en este momento es el catoblepas, que parece estar sufriendo un ataque de asma neumática por el esfuerzo! ¡Vaya! ¡Ha caído rendido entre estertores agoreros!

PORFIRIO:           Una hiperventilación alveolar de libro.

ZENÓN:               Sí, está muerto.

ESOPO:                Repasemos la clasificación; En el céfalo de la carrera la preciosísima cierva de Cerinea, seguida de cerca por la liebre, con varios cuerpos de ventaja sobre el pelotón compuesto por el resto de supervivientes de la hecatombe. Y atrás, más atrás, muy atrás, por detrás del todo, el pobre pobre quelonio, que por lo menos sigue a su ritmo lánguido, pero sin pausa. ¿Cómo lo ves, Z?

ZENÓN:               Pues te diría que, según la paradoja de la flecha y a efectos cuánticos, en este preciso instante no se está produciendo movimiento alguno, oigan.

PORFIRIO:           ¿Cuánto de cuántico?

ZENÓN:               ¡Cuantiquísimo!

ESOPO:                Hablando de flechas, ¿Habéis visto esa saeta silbando por los aires?

PORFIRIO:           ¡Ay, mi madre! ¡Es Heracles! ¡Parece que trata de dar caza a la cierva con su arco, el muy canalla!

ZENÓN:               Pues no es temporada…

ESOPO:                Tranquis, por muy semidiós que sea, jamás alcanzará con sus flechas a la divina divina cierva de Cerinea… Uf…     

ZENÓN:               ¡En toda la cabeza!

PORFIRIO:           ¡Menuda carnecería, rezeus!

ESOPO:                Pues, así las cosas, tenemos a la liebre en primera posición. Pero vaya…

ZENÓN:               ¿Es que no van a dejar de ocurrir cosas?

ESOPO:                ¡Ya te digo! Resulta que, confiada por su ventaja y haciendo gala de una petulante soberbia que jamás habríamos imaginado, ha decidido acostarse bajo un olmo y echarse una reconfortante siesta, ¡menuda es la liebre!

PORFIRIO:           ¡Es que es íbera!

ESOPO:                ¡Pues ahora es la pérfida quimera quien se coloca en cabeza! ¡Mosquis! ¿Qué daimones es eso?

               De entre los peñascos asoma una bestia extraña, una suerte de perro mitad lobo, mitad zorro, mitad perro, mitad cartún; conocido en las ignotas y bastas mesetas de Arizona como coyote (Carnivorous Vulgaris). De detrás de su lomo se saca un lanzacohetes homologado de la marca ACME y lo dispara sin contemplaciones. El proyectil ejecuta una parábola brownoidea con doble tirabuzón y carpado horizontal, impactando de pleno en la susodicha quimera y haciendo bum.

ZENÓN:               ¡Bum!

PORFIRIO:           ¡Por todos mis aliños! ¡La ha dejado hecha un yogur!

ESOPO:                ¡Ojo, porque ahí regresa Heracles a paso raudo! ¡Parece que aún le queda algún recado pendiente! ¡Sí, en efecto! ¡Alcanza sin despeinarse al jabalí de Erimanto y lo decapita usando sus propios pulgares!

ZENÓN:               ¡Qué pelazo!

PORFIRIO:           La verdad es que sí…

ESOPO:                ¡Bueno, bueno, bueno! ¡No nos distraigamos ahora, los contendientes se aproximan al último tramo del dólico, el decisorio! ¡Sortear el despeñadero del Afrodiso! Una insondable garganta más profunda que el mismo Hades, aunque también menos interesante, por no ser más que un boquete en el hueco de un hoyo en un agujero.

ZENÓN:               Eso es así.

ESOPO:                ¡El dodo llega primero, perseguido por el coyote, sacude sus ridículas alitas y…! ¡Sí! ¡Parece que, después todo, vuela! ¡Por detrás, el coyote, galopa varios metros por el vano hasta que repara en que está incumpliendo, como poco, diecisiete leyes de la física gravitacional newtoniana, muestra un letrero que reza “Oh-oh”, y cae, cae, cae al abismo dejando tras de sí la caricatura de un chistoso nimbo de pantomima con su figura!

PORFIRIO:           Y no se supo más.

ESOPO:                ¡Atención ahora porque ahí llega el cinocéfalo papión! ¡Se prepara para el salto y…! ¡Por Zeus! ¡El semisimio infla una especie de vejiga natatoria monstruosa en su abdomen y cruza flotando! ¡Lo veo y no lo creo!

ZENÓN:               ¡Joder, qué ascazo!

ESOPO:                ¡Y así, sin más, alcanza al dodo en pleno planeo y lo devora de una dentellada certera! ¿¡Pero qué!? ¡El peso del dodo en los mondongos provoca que el papión también se precipite al fondo de la fosa! ¡Qué final!

PORFIRIO:           Ya sólo quedan la liebre y la tortuga…

ESOPO:                ¡Justamente! Pero eso, como bien dijera Heráclito al meter los pies en el río, es otra historia.

CORO:                 Y tal que así fue como el célebre dólico de los aqueos llegó a su terminación como la misma vida; dejando un majestuoso reguero de sangre y ni un solo vencedor. El quelonio, sin embargo, prosiguió con su periplo a paso lento y desacompasado; y por ello imploramos a las musas que sean inspiradoras de este canto (que prometemos será el ultimisimísimo). Anduvo dilatados días a través del Ática, Beocia y Tesalia, y entre medias el dorado Apolo le afanó al bueno de Helios su esplendoroso carromato. Cruzó Macedonia entera y buena parte de la Tracia, y siguió, y siguió con eternizada parsimonia y se llegó después de eso hasta las lejanas tierras de Polonia, donde fue vilmente capturado por las broncíneas y oropeladas garras de un pajarraco de Estínfalo perverso y hitchcockiano. Este se lo fue a llevar por los aires de Céfiro, desvolando el camino practicado rumbo sur y doblando hacia occidente, pasando por la anhelada Ítaca donde Penélope tejía que te tejía una bufanda requetelarga para el rey Laertes. Atajaron por el mar jónico, que nada, pero nada, tiene que ver con los jonios, y, en una tierna mañana, alcanzaron por fin la trigonal y humeante ínsula de Sikelia. De esto que al avechucho de plumas de oro peladas le aguza un hambre atroz, y otea desde lo alto en busca de una buena piedra, aunque no fuera precisamente preciosa, contra la que arrojar su presa, destrozar el cascarón, y así dar comienzo a tal banquete. Y resultó que por allí mismo pasaba, en rutinario pindongueo matutino, un viejo carcamal eleusino y de reluciente cocorota, conocido en sus tiempos entre los hombres por el humilde y sobrevalorado antropónimo de Esquilo. Sucedió en un pliki, y de esto no hubo testigo alguno, que el quelonio, libertado por fin de las garras de su volante captor, fue a estrellarse de canto contra el cráneo del dramaturgo, resultando del todo incólume, pero dejando a este último metamorfoseado en una auténtica ruina minoica y perfectamente difunto, consumándose así el vaticinio profetizado por la Pitia allá en Delfos un puñado de años atrás. Después de esto, el tortugo se fue por ancas a paso sanguinolento y concluyó sus días quizá por Cabo Verde, o Madagascar, por ahí o por cualquier otro archipiélago similar de clima tropical y habla portuguesa. Heracles, sin en cambio, dio muerte al pájaro con otra de sus puntiagudas flechas y le llevó los despojos desplumados a su adorado Euristeo a la sombra de las pétreas columnas de la Argólida, que le obsequió con un amablemente con un cálido besito. Y ya como epílogo hay que decir que la altanera liebre jamás nunca volvió a despertar, y que cuando cayó el invierno se murió de frío.

31.1.22

Phábula de Esquilo y Quelonio | canto decisorio: El asunto quelonio (Parte I)

Patras, martes de 456 a.C.

               Una, dos, tres figuras antropomórficas ocupan asiento en una de las sofisticadas cabinas de retransmisión de la emisora Apólogo ΦΜ, de la radio aquea.

               La primera, canija y enclenque como un rapaz, pero con cierta aura senil, corresponde al cadáver redivivo de Esopo, célebre fabulista de la Tracia septentrional o de por ahí; y representará el papel de locutor y de eidolon de las Panateneas pasadas por exigencias del guion y sin ánimo de lucro.

               Esopo ordena unos papiros frente a sí, carraspea con profesionalidad y medita unos instantes hasta que en la cabina se enciende un letrero luminoso que pone: “EN EL ÁPEIRON”. Y, con una pegadiza sintonía de siringa en tres yambos, da comienzo el programa.

 ESOPO:               ¡Kalimera, ciudadanos, metecos, mujeres y esclavos! Les habla Esopo, recién regresado del Hades en carne y seso. Hoy nos hemos venido a Patras para relatarles el decadente y no menos depravado Derby de Acaya, donde una caterva de bestias, alimañas y zoones se enfrentarán en un dólico de diecisiete estadios, diecisiete, nada menos, del que solo resultará un único e indivisible campeón que se lleve por trofeo esta fantástica corona de acebuche. Me acompaña en esta retransmisión el filósofo Zenón de Elea, discípulo de Parménides, tildado por el mismísimo Platón como “alto, rubio, bello a la mirada y desde luego bien parecido”, todo un bellezón, que nos brindará sus comentarios en cuanto a los aspectos técnicos de la carrera. ¡Kalimera, guaperas!

ZENÓN:               ¡Kalimera, Esopo! ¡Es un placer infinitesimal estar aquí!

ESOPO:                También contamos con la colaboración de Porfirio de Tiro, filovegano libanés devorador de hummus, que viene desde un futuro remoto e indeterminado, como una suerte de proyección anticipada, para iluminarnos con sus sapiencias zoológicas y taxonómicos, y para hacer que nos replanteemos los fundamentos básicos de nuestra dieta. ¡Kalimera, Porfirio!

PORFIRIO:           ¡Kalimera, pretéritos! ¡Besos de lamprea para todos!

ESOPO:                Pues bien, ahora que ya nos conocemos todos, pasemos a presentar a los contingentes: En primer lugar, partiendo como favorita y vencedora indiscutible en los últimos Juegos del Peloponeso, tenemos a la Cierva de Cerinea, la de dorada cornamenta y pezuñas de bronce, más fugaz que las centellas del mismísimo Zeus; cuando terminen de pestañear andará ya por las estepas de los sármatas. Luego; desde la vecina Arcadia viene el Jabalí de Erimanto, todo un portento físico, metafísico y porcino, que, si bien no destaca especialmente por su velocidad, sin duda presentará batalla por su descomunal tamaño y resistencia. ¡Qué buen paté se hace en Erimanto! ¿Verdad, Zenón?

ZENÓN:               El mejor; me se cae la baba.

PORFIRIO:           ¡Bárbaros!

ESOPO:                Continuamos con el resbaloso hipocampo, un híbrido entre caballo y cosa marina; tal vez la ausencia de cuartos traseros le impida competir por los primeros puestos, pero seguramente nos sorprenda en el tramo que atraviesa las pegajosas aguas del río Glafkos. veremos. Luego, desde Lidia nos viene un ofiotauro; este majestuoso toro con rabo de serpiente posee la envidiable habilidad de pacer, rumiar y defecar, todo al mismo tiempo.

ZENÓN:               Además, si me permites la interrupción, diré que los filetes de ofiotauro son los más sabrosos y saludables por contener el triple de grasas saturadas que los del uro común y corriente.

               Porfirio profiere una expresión malsonante y del todo grosera que, evidentemente, es censurada con un toque de siringa.  

ESOPO:                Cierto, Zenón, los filetes, chuletas y entrecotes del ofiotauro son de lo mejorcito. ¿Y qué más tenemos?

ZENÓN:               Pues desde aquí puedo adivinar la figura de un catoblepas cimarrón de lo más exótico. Si no me equivoco, viene desde la lejana Etiopía y es un combinado de vaca frisona con cabeza de puerco. La carne de este bicho no es mala del todo, diría yo, pero por lo que realmente es valorado es, definitivamente, por su leche, sobre todo para la industria quesera.

ESOPO:                Efectivamente. Lástima que este espécimen sea macho, hace años que no pruebo el queso de catoblepas semicurado.

ZENÓN:               No te creas; el queso de los machos es incluso mejor, tiene como más cuerpo, aunque se pega un poco al paladar.

ESOPO:                ¿Y qué son esas terribles criaturas?

ZENÓN:               ¡Oh, más cruces aberrantes y mestizajes! Esa de ahí es la quimera, mírala; ¡Qué horrible! Cuerpo de cabra, cola de serpiente, tetas de burra, uñas de señora, cabeza de león, otra cabeza de otra cabra, otra cabeza de la serpiente de antes… sin duda fruto de los orgiones celebrados en el Arca. Un adefesio. Y ahí está su hija, la esfinge; más o menos lo mismo, pero con el pálido rostro de una moza y un ocho por ciento más de inteligencia. No sé a ti, Porfirio, pero a mí me pone.

PORFIRIO:           De verdad, no entiendo qué mierda os pasa en el hipotálamo.

ESOPO:                Pues sigue tú, listo.

PORFIRIO:           ¿Qué toca?

ESOPO:                La mantícora.

PORFIRIO:           ¡Ahí está, la mantícora enana! Esta criatura, para nada comestible, es otra preciosa mezcolanza con cuerpo de león, facha de abogado soltero y metasoma de escorpión lanudo terminada en un formidable aguijón venenoso. Que no nos engañe su risible tamaño; la toxina psicotropical que expele su extremo trasero podría tumbar al Kraken de Argos y a Cthulhu durante toda la hora de la siesta.

ZENÓN:               Pues parece una ardilla.

ESOPO:                Pero fea, eh.

ZENÓN:               Feísima.

PORFIRIO:           Dejando aparte las cuestiones estéticas, a mí me parece una cucada. Y hablando de monerías, mirad eso. Recién llegado de allende los océanos, ¡el último dodo de Mauricio!

ESOPO:                ¡Hostia puta!

ZENÓN:               ¿Pero qué coño es eso?

PORFIRIO:           Básicamente es como un gallipavo, pero sin moco.

ESOPO:                ¡Qué exótico!

ZENÓN:                ¡Y qué pechugas!

PORFIRIO:           Y dale.

ESOPO:                Bueno, ¿y qué más, qué más, qué más?

PORFIRIO:           Un auténtico despropósito de la naturaleza; ¡el cinocéfalo papión! Menos cino que hidrocéfalo y menos inteligente. La agresividad congénita de este daimón monopiteco, patán y pulgoso, no conoce límites ni periferias; con solo uno de estos en la competición ya podríamos afirmar con total certeza que el derramamiento de sangre durante el transcurso de la carrera está completa e irremediablemente asegurado.

ZENÓN:               Más nos vale.

ESOPO:                ¡Muy bien, pues esos son los contrincantes! Además, me complace anunciar a dos invitados de mi propia cosecha que también participarán como aspirantes amateur; ¡La liebre y la tortuga! Que son una liebre normal y estereotipada, y una tortuga igualmente estándar y aburrida. ¿Qué opinas de la parrilla, Zenón?

ZENÓN:               No está mal, pero yo soy más de cuchara.

PORFIRIO:           Se refiere a la carrera, imbécil.

ZENÓN:               ¡Ah! Pues, sinceramente pienso que jamás llegarán a la meta.

ESOPO:                Explícate.

ZENÓN:               Es muy sencillísimo; este dólico cubre un trecho de diecisiete estadios, diecisiete, y para llegar al final deberán alcanzar la mitad de dicha distancia. Para ello, han de recorrer previamente una cuarta parte de esta, y antes incluso la octava, dieciseisava, y así. Si podemos dividir el trayecto en infinitas partes, nunca terminarán por alcanzar el término.

ESOPO:                Bueno, tiene sentido. ¿Y tú, Porfirio?

PORFIRIO:           Yo creo que no me comería a ninguna de estas criaturas rampantes, y este será casi con total seguridad mi mejor aporte esta narración.

ESOPO:                Bien, bien, bien. Pues dicho queda. Hagamos ahora una brevísima pausa publicitaria y volvemos en unos instantes. No se vayan.