26.9.15

por la tarde.



por la tarde naranja naranja azul y comisuras en los labios.
por la tarde la espuma reseca espuma agrietada somnolienta del café que ya no fue.
por la tarde negro el cielo negra la acera negra la farola.
por la tarde huele a basura huele a mierda y por la tarde pasa un camión que pasa una moto que pasa la tarde por la ventana.
por la tarde no hago nada.

por la tarde fumo el hábito y me visto de ceniza y con el polvo me hago un peinado.
por la tarde la desenvoltura de los panales de plástico y las ramas secas.
por la tarde dioses de luz, ídolos de barro.
por la tarde enciendo la bombilla enciendo la lámpara soplo suspiro no me entiendo me apago.

por la tarde las estrellas, las cansadas, jumdirillas, apretadas.
por la tarde azul azul negro y la blanca sonrisa blanca púrpura.
por la tarde ojos descalzos, tripa roja, pies vacíos y callados los dedos.
por la tarde miro al techo.
por la tarde me sonrío.


por la tarde me distraigo, también lloro, parpadeo largo, tumbado y tendido, rendido, y me dejo caer caer caer por los resquicios parpadeo resquicios parpadeo parpadeo.

por la tarde el hielo se derrite y sube la marea.
por la tarde damos vueltas y más vueltas para que las agujas giren y den vueltas y giren y se haga tarde.
por la tarde se esfumó el ímpetu de las tostadas crujientes tostadas y sólo quedan los escombros del váter cigarro café váter y una amnesia.
por la tarde estoy cansado.
por la tarde no hago nada.
por la tarde lo hago mal.
por la tarde me repito.
por la tarde me repito que por la tarde de mañana no será como hoy por la tarde o como ayer por la tarde, que es lo mismo.
por la tarde es lo mismo.

por la tarde otra vez.

Edvard Munch

14.9.15

Patafísica de una silla.

Hoy me senté en una silla. A cada lado, sendos sofás, y sin embargo escogí esta silla. Coloqué una toalla doblada a modo de cojín y ahí mismo acomodé mi propio culo y ya no me moví. Por supuesto me levanté esporádicamente para ir al retrete o para agarrar otra cerveza, pero hasta ahí la aventura de hoy. Hoy, solo, me senté en una silla.

La rectitud de mis ángulos —véanse rodillas, cadera y codos— sólo se ve desnudada por la curva de mi espalda que me dolió por la mañana. Y por la forma de mi cráneo. Y por las formas que imagino.

No he sido un despojo hoy, y eso es justo lo que me preocupa. Dediqué las horas en la silla a algo que sirve para algo y de todas formas creo que ha sido un día perdido. Pero no por sentarme en una silla, desde luego.

Hubo un punto en que terminé ese algo para algo y lo terminé con un punto.

Y después volví a estar solo, sentado solo en una silla.

Me dije: ¡Haz algo más!

Me dije: Sí, ¿pero qué?

Sentado en una silla no hacen falta más que las manos y del cuello para arriba. Y si acaso la barriga. Que se nos llene, que se nos rasque.

Escribí otra vez. Ayer lo hice también, pero no en esta silla.

Ahora estoy oblicuo.

Ahora estoy sentado.

Me dije: Escribe lo que sea, que más da, si ya está todo inventado.

Me dije: ¿Qué tal sobre que hoy me senté en esta silla por yo que sé y no me salió mal del todo aunque al final no haya hecho nada?

Después me miré el ombligo.

Después seguí sentado.

Hice inventario de todo aquello que tenía a mi alcance —véanse bolígrafo, papel, papel, tabaco—. Pero detengámonos aquí y démonos cuenta de que sólo son cosas, como esta cosa o esta silla; que lo que está alrededor de lo que está alrededor se tiene siempre, esté uno de pie o tumbado.

En fin.


Me levanté al despertar y desde entonces estoy sentado.

Vincent Van Gogh

4.9.15

Tokio.

Aquella noche salí con las prisas y los cordones sin atar. No hay tiempo, me decía el reloj, no vas a llegar. Las luces y los escaparates corrían a mi alrededor y en dirección contraria, y el perenne bullicio de la ciudad vibraba a cada paso entre restaurantes de fideos y carteles luminosos y parpadeos y ojos rasgados.

Doblé una esquina y me encontré con otra, zigzagueé, esquivé carritos de pescado, crucé la calle, chilló un claxon, cantó una sirena, calló el tráfico con la luz roja al otro lado y me encontré otra vez perdido en este desorden urbano tan cuadriculado.

Pausa.

—Perdone —le dije a un nativo de rostro serio y trajeado—, ¿Sabe usted dónde está eso que ando yo buscando?

 Me hizo, al menos, tres reverencias, y se fue saludándome con la mano, diciendo algo así como que no hablaba mi extraña lengua, o que tenía más prisa que yo, o que no sabía nada de nada y se limitaba a disimular bien vestido como yéndose al trabajo.

Miré al cielo y era púrpura. Había dejado de llover esa misma tarde y desde entonces las aceras sólo lloraban por debajo de los charcos. Vi mi reflejo en uno y me reconocí, pero no era mío, era del charco. Hacía frío, como un viento mentolado, y entonces caí en que no sabía ni volver, que ya ni era tarde ni pronto, que la hora se había pasado.

Tiempo.

El tiempo se detuvo. Fue apenas un segundo, pero yo lo percibí; un instante helado en el que las cebras caminaron por sus pasos y las cuerdas de los cometas allá arriba oscilaron conformando un acorde suave y curvo como el contorno de una guitarra. El silencio se hizo sólido entonces, pero, como ya dije, no fue más que un soplo.

Cuando todo regresó a su normalidad aparente yo seguía en mi lugar, estupefacto. Nadie parecía darse cuenta de todo lo que giraba alrededor y continuaban con sus andares  sin moverse del sitio y ahora la luz verde, continúe, ya me aparto.

Finalmente, di con el camino de regreso y llegué a mi pieza bien cansado. Aboclé mis pies impregnados de la humedecida pelusa de calcetín y me quedé observando el indeciso palpitar del filamento en su bombilla. Ahora me enciendo, ahora me apago. Y entre tanto ese murmullo me arrulló, me alejó, me llevó a otro lado.

Dan Kitchener