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5.4.15

Hebras de lana.

Joder, ya no podía más. Gota a gota me había ido derramando por el suelo y, agotado, me entró el sueño y me quedé tendido, rendido, tumbado sobre el colchón que había sido mi propia tumba y mi mismo palacio. Así, bien despacio, accioné el botón de cierre que hay entre mi seso y los párpados. Y al fin, con todo oscuro de nuevo, me atreví a sonreír, pero no pude dormir por el jaleo de un puñado de ovejas que, entre jadeos, se habían puesto a contarme a mí.

De la cuenca del cenicero brotó entonces una serpiente bailando, y yo, aun sin flauta mágica, había de ser encantador. Aunque fuera yo mismo el hechizado.

Las ovejas siguieron balando y las cabezas se nos colmaron de alquitrán y una suerte de ser de dedos largos removía con un tenedor mientras nos frotábamos los ojos.

¿Cuántos somos ahora? —intenté decir con la boca llena y escupiendo gargajos— ¿Por qué carajo peleábamos?

Me distraje, y esto también me lo contó una oveja. Me dijo: vete de viaje, olvídate. Que un mono en su pecera piensa que sapiens, mas solo araña la corteza. Que sólo con arrastrarse sobre dos patas para dejar libre la barriga no se logra ahogar el hambre de ser hombre, ni la vergüenza que trae el verse despojado.

¿Y qué soy? —musité con la lengua partida— Si tratando de ser alguien me pierdo en el camino y me sudan las palmas de las manos y no sé ni lo que digo. Si me descubro animal de sangre fría, más de lo que temía, más de símil y algo de lagarto. Si saliendo al sol se me alargan hasta los huesos y cuando me oculto en mi agujero, cojo y me largo.

Si algo sé —susurró— es que hay que ser lo que se sea, lo que se tenga, en este injusto momento. Que no hace falta más que una nariz para oler las flores y que a solas se está bien, pero sólo si las olas siguen siguiéndose unas a otras.

¿Y de qué me sirve tanta flor y tanto aroma si ninguna se detiene para olerme a mí?

La oveja explotó entonces, empezó por las orejas, y salpicó mi blanca frente de emplastos de cera y manchas rojas. Traté de limpiarme con la manga, pero estaba desnudo y manché también mis brazos. Busqué el río, busqué un lago, y no encontré más que sucios charcos y algunos sorbos en esos vasos.

Así, de esa guisa, me zambullí en los ladrillos de la pared y me sentí como sospecho que somos: una suerte de fuego sólido, un juego complicado, un truco descubierto, un temblor en cada mano… Una verdad dicha mil veces convertida así en mentira, una mitad sin apariencia, y el resto anomalía.

No supe más del tema, ni tampoco investigué. Si acaso miré mi reflejo en la ventana y le sonreí, y me sonrió, y así me quedé. Los animales se durmieron y ¿sabes qué? Desde entonces ya respiro, y apenas lo recuerdo, como si fuera el mal sueño de otro. Hoy sólo estoy yo, y con eso me conformo.

¿Y ahora qué? Si parece que no hacemos otra cosa que empezar de nuevo. Y es que es así, no queda otra: Cada día es el primero.


1.3.15

Lo plácido.

Me gusta el negro de los surcos. Me gustan las curvas y cómo nos las vamos amasando. Me gusta palpar algo con los ojos abiertos e imaginar que es la primera vez. Y me gusta demasiado que tú (…). Me gusta ser testigo del desorden en mi escritorio, me gusta sentarme a no hacer nada mientras ocurre y se escurre por el tablero para acabar cayendo al suelo. Me gusta oír interferencias en la radio y la última voluta jónica del cigarrillo que se apaga. Me gusta cuando entre los dedos y los adentros no hay más que dos finas capas de papel higiénico decorado porque me percibo real, aun esclavo de los procesos de un cuerpo. Me gusta el café y el dulce fósil al fondo de la taza al día siguiente. Me gusta que se me arruguen las yemas cuando pienso en la ducha. Me gusta lo blanco del huevo. Me gusta la luna cuando esboza una sonrisa. Me gusta tener frío en la cara por la mañana. Me gusta cuando me descubro un nuevo síndrome y el espejo se ríe. Me gusta buscarme en el fondo de mis pupilas aunque no me encuentre nunca. Me gustan esos pliegues en tu rostro. Me gusta el magnetismo de la mímica cuando te miro y tú me miras y estas miradas se reflejan entre sí dejando sólo un gesto y un lazo sin nudo. Me gusta entonces quedarme mudo. Me gusta mirarte sin que te des cuenta. Me gusta que me veas cuando no estoy. Me gusta soñarme contigo y que en mi sueño me cuentes los tuyos y que en tus vacíos estén los míos. Me gusta el sonido de las cucharillas al bailar. Me gusta mirarme los cordones cuando camino. Me gusta el rubor del que no se atreve a, o no está seguro de, o del que, de pronto, se ve observado. Me gusta subir los escalones de tres en tres y bajar deslizándome por el pasamanos. Me gusta lo que empiezo y nunca termino y me gusta cuando termino lo que hago. Me gusta encontrar tesoros que no buscaba. También me gusta perder tesoros para darme cuenta de que no lo eran tanto. Me gusta quedarme sin palabras. Me gusta encontrarlas cuando ya se ha hecho tarde. Me gusta cuando hablo y no me entiendes. Me gusta mirar a un sitio y que ocurra algo. Me gusta tumbarme panza arriba y que vuelen los pájaros. Me gusta la elegancia de los peces, la torpeza con la que me levanto, la alegría del verano cuando llueve, la tristeza del silencio mudo que se apaga. Me gustan las farolas. Me gustan las señales. Me gusta el distraído tacto de nuestras manos cuando no llegan a rozarse. Me gusta el polvo de los anaqueles y los vistazos al pasar. Me gusta ese lunar. Me gustan los círculos, las serpientes que se devoran. Me gusta cuando los caracoles se asoman sin saber que habrá detrás. Me gusta un perro con la lengua fuera, me gusta ver crecer las plantas. Me gusta el agua en un vaivén y los pies descalzos. Este oscilar. Me gusta la canica que me regalaste. Me gusta cuando me siento fuerte. Me gusta ser pequeño y me cuelo por las rendijas y también cuando soy grande y alcanzo el cielo con las orejas. Me gusta el silencio y que sólo hable tu pecho. Me gusta guiñar un ojo y que el universo se desplace. Me gusta a veces estar conmigo y otras veces abandonarme. Me gusta no saber qué, no saber cuándo. Me gusta que lo que me asusta se asuste de mí y nos demos un abrazo. Me gustan los abrazos. Tus abrazos. Me gusta gustarme, cuando lo consigo, y cuando estando contigo nos gustamos. Me gusta el sabor de los recuerdos. Me gusta olvidarme de lo malo. Me gusta irme a dormir sin tener sueño, tener sueños despierto, soñar que sueño que es invierno y al despertar sea verano. Me gusta el susurro de un lápiz, las páginas en blanco. Me gusta abrir un libro, olerlo, y al terminar, posarlo. Me gusta la paciencia con la que me ves caer y cómo me tiendes la mano cuando me levanto. Me gusta cuando me siento sin peso. Cuando no pienso. Cuando me callo.

25.1.15

Un grillo en las bisagras.

Los cristales de las ventanas están sucios de polvo y marcas de dedos. No creo ser el primero que se percata, pero me pareció importante apuntarlo. La esquina del techo que señala hacia el norte luce una telaraña desahuciada, de esto me di cuenta cuando una mosca o una suerte de insecto molesto revoloteó a mi alrededor y yo sacudí una mano frente a mi cara con un aspaviento para zafarme.

Es pronto aún, y no hay nadie tras la barra. Aún así, a menudo vengo aquí cuando todos duermen para decir las cosas que nunca digo o para sencillamente sentarme en un rincón a pensar las cosas que siempre pienso con la pupila perdida en algún punto que se me haya quedado apolillado entre los pliegues.

Esta vez me senté junto a la ventana. Se ve opaca por la porquería y apenas adivino mi reflejo. Ante mí sujeto un vaso de vidrio desgastado por el uso, donde aprovecho para escupir de vez en cuando. Parece que nieva ahí fuera pero seguro que sólo es de noche. Por lo demás, todos duermen.

Se oye un crujido entonces y yo me incorporo de pronto. ¿He sido yo? ¿O lo he soñado? ¿Estaba durmiendo? Juraría que estaba dudando. No contentos con llevárselo casi todo, lo que dejan lo cambian de sitio; y así no hay quien cierre un párpado, maldita sea.

¡Otra vez! Deben de ser las humedades. Sucede continuamente con edificios como éste, que te descuidas y en seguida está todo lleno de moho hasta los cimientos y con un estornudo se viene todo abajo en un santiamén. Encima, con todas esas capas de pintura científica anunciada en televisión que ponen últimamente por todos lados, uno no es capaz de averiguar por dónde diantres van a salir y te quedas como un tonto palpando como un ciego cada ángulo y cada palmo.

Sospecho que se trata de un insólito híbrido entre duende casero común y un espíritu de los candados; con un solo ojo entre las orejas puntiagudas y un agujero purulento en su mano izquierda que relame todo el rato para impedir que coagule y cicatrice. Claro que esto es algo que digo ahora, cuando no  hay nadie. Supongo que por tranquilizarme. Porque imaginándomelo así me creo que no puede tocarme.

Pero no es el daño que pueda hacerme lo que temo. Es su presencia. Me atormenta entre las horas y,  cuando estoy haciendo algo y me distraigo un solo instante, cambia de escondrijo como un relámpago; y esto apenas se ve por el rabillo del ojo pero te deja en el cuerpo una sensación de como cuando te encuentras un botón perdido, tirado en medio de la calle, y al cogerlo te das cuenta de que no era más que una triste moneda.

Oigo pasos en la planta de arriba, y yo sigo mirando la mugre en la ventana. Afuera debe de estar todo lo demás, pero desde aquí apenas lo distingo. Todo está oscuro, pues otra vez olvidé encender las luces y ya me encuentro demasiado sentado como para levantarme. Allá, tras el cristal, uno se puede imaginar que está amaneciendo, o que lo hará pronto. Sin embargo es un fantasma, en el viejo faro, el que centellea mudo bajo las nubes.

Escupo otra vez en el vaso y busco en vano a la araña. Se habrá agazapado tras un marco, acurrucada. Tejiendo tejiendo la mortaja de todo aquello que elucubro como un tapiz de lo quimérico. Deshilándome con paciencia en mi propia vida ajena y colmando mis ojos hinchados de otros ojos que no son mis ojos y que nunca serán mis ojos y con los que nunca me veré.

Nadie ha bajado aún, así que miro el reloj, pero no funciona. De todas formas, cuando alguien llegue, yo ya estaré bien cansado y no querré hablar de nada, nada, nada, y seguiré escrutando la ventana sucia hasta que me entre el sueño y vea otra cosa.

Por aquí hay un sótano singular, digno de mención. Pues es en este sótano donde se amontonan todas las cosas que uno va perdiendo y por eso nadie quiere hablar de él, porque le recuerda a uno cada palabra que no ha sabido decir, cada beso que no ha sabido dar. Es un cuarto lleno de fantasmas, algo habitual en construcciones como ésta.

Supongo que ahora yo soy un fantasma también. Mirando esta ventana sucia. Que no soy mucho más que el polvo que se acumula. Que todos esos ruidos los hago yo mismo, sonriéndole a mis sollozos baldíos, desgajado como un trozo de madera con tanto silencio.

Entonces volvió el insecto y, con él, mi resquebrajado aroma se tornó soplo de aire y lo aparté de un manotazo como hago siempre que me doy cuenta de algo y esparcí el polvo del cristal hacia los bordes y miré hacia arriba, al óculo de la pecera, y después abajo, donde se posa la tierra; y me vi de nuevo, como tantas veces, dormido entre los juncos. Con una escafandra reluciente, pasada de moda y joroschó. Lubilubando  feliz con una farsa de sonrisa andrógina y  pupilas brillantes.  Respirando a través del cariño de lo ficticio y lo meramente grato y sosegado.

Mas, otra vez, fue el viejo engaño, al que uno nunca llega a acostumbrarse del todo. Un pellizco más de polvo para las ventanas que tiña el sol naciente de cada página con una pizca más de aislamiento y ostracismo.


Todos se fueron y no me di cuenta. No oí nada. El último en salir dejó la puerta abierta oscilando indecisa sobre sus goznes y chirría como una cigarra. Tal vez debería cerrarla y quedarme dentro, pero a ver si se han ido sin llaves. Quizá lo mejor sea dejarla abierta. Quizá, lo mejor, sea tirarme fuera.


21.12.14

Wloski.

         Era una noche gélida. Glacial. Llevaba un mugriento abrigo lleno de jirones insuficiente para arroparme. El vaho que emanaba de mi boca, entreabierta por el agotamiento, se congelaba en el aire, salpicando mis roídas botas con un tintineo como si fueran las cristalinas cuentas de una lámpara de araña. No hay hogar al que volver. Intentaba en vano templarme con mis propias manos en un abrazo solitario. Y llegué a creer incluso que mis costillas se partirían entre el esfuerzo y los temblores. Pero no quedaba ya calor por allá. Ni siquiera podía recordar cuánto llevaba durando aquella ventisca. Tal vez siglos. Tal vez no. Apenas se distinguía el sol por el día como una mancha blanca diluida en aquel cielo gris. Y por la noche las estrellas pendían como témpanos, ajenas a su propia luz. Y yo sin nada que llevarme a la boca. Ni siquiera una triste cerilla. Sin refugio al que ir ni techo donde encontrar cobijo. Vagaba renqueante para no morir congelado. Como todos. Como todos los pocos que aún vagaban.

         Vi una luz más allá. Una luz cálida. Titilante.  Y entonces de veras pensé que por fin todo aquello había terminado. Que ya no habría de preocuparme más por aquel frío infernal. Que ya no sufriría por la falta de sustento o por los agujeros bajo mis pies. Pero no eran más que mis pupilas cansadas, que me estaban jugando una broma. Y aquella luz se trataba simplemente de una pequeña hoguera junto a la que se calentaba los viejos huesos otro vagabundo deshecho. Como yo.

         —¿Puedo sentarme? —le pregunté.
         —Sí, pero no ahí —respondió con voz ronca y congestionada—; he vomitado.

         Coloqué unos cartones sobre los restos de bilis que resplandecían a la luz del fuego y me senté al otro lado. Puse mis manos cerca de las llamas y sentí cómo la escarcha se fundía entre los dedos. Eran unos dedos azules. Morados. No recordaba que fueran de aquel color la última vez que había reparado en ellos. La fogata crepitaba rompiendo el silencio de la noche y su aliento huía con el humo buscando la luna. O quizá alguna otra tierra, lejos de este frío. O quizá sólo escapaba. El viejo jugueteaba con algo entre los dedos.

         —¿Eso es una nuez? —le interrogué.
         —No —respondió.
         —¿Te la vas a comer? —volví a preguntar.
         —No —dijo él.
         —¿Me la das? —inquirí entonces.
         —No. No. De ninguna manera. No —sentenció.
         —Parece una semilla de baobab. Hace años que no veo una. ¿Me la enseñas?
         —No es ninguna semilla. Ni de baobab, ni de ningún otro árbol. Y por eso me extraña que hayas podido ver en tu vida algo como esto. Como esto.

         Entre su arrugado índice y su arrugado pulgar me mostró la pequeña y ovalada pieza. Era de madera o algo parecido y unos tenues surcos la atravesaban de arriba abajo. Definitivamente no era una nuez. Tampoco resultó ser una semilla. Por la parte inferior tenía un nudo extraño y en la superior, donde se encontraban los surcos, una pequeña ranura.

         —¿Has probado con un cuchillo? —pregunté.
         —¿Cómo dices?
         —Que si has probado con un cuchillo —repetí—. Para abrirlo, digo. Por esa ranura.
         —¿Y por qué querría abrirlo?
         —No sé. Ni siquiera me has dicho qué demonios es.
         —Esto… —empezó a decir, con los ojos perdidos en la fogata tras unos anteojos colmados de arañazos— Esto es… No. No. Esto era mi amigo Wloski.
         —Vale —respondí—. Si no me lo quieres contar no hace falta que te burles de mí. Bastante tengo ya con este frío.
         —Sabía que no me creerías —contestó él— Por eso nunca se lo conté a nadie. Por eso buscaron a Wloski por todos lados para nunca encontrarle. Estando aquí. En mi bolsillo. Nadie me creería. ¿Para qué iba a contarlo? ¿Para que se rieran de mí y me tildaran de chiflado? De ninguna manera. No. Conmigo iba a estar mejor. De todas formas, cuando empezó este invierno sin fin, la gente dejó de preocuparse por nada más que de sí mismos. Y no les culpo. Con este frío es difícil pensar en otra cosa que no sea este frío. Este maldito frío.
         —¿Qué le pasó? —pregunté, entre incrédulo e intrigado.
         —Cambió —dijo él—. Se transfiguró sin más.
         —Ya. Quiero decir… ¿Cómo?
         —Fue hace muchos años. Apenas puedo recordar. Soy viejo ahora —se disculpó.
         —Hombre, nadie se convierte en nuez de un día para otro. Digo yo. Supongo que mostraría antes algún síntoma o algo.
         —Amigo, si hubieras conocido a Wloski, sabrías que era un tipo un tanto especial. Repleto de cavidades y remolinos. O síntomas, como quieras llamarlo. Wloski era poeta. Trabajaba en una tienda de reparación de bicicletas y ahí mismo fue donde yo le conocí. Le conocí. Yo tenía una bicicleta por aquel entonces y la utilizaba mucho. Muchísimo. Allá donde fuera, iba en bicicleta. Y cuando se doblaba la horquilla o se partía un pedal, ahí estaba Wloski para arreglarlo todo. ¡Y qué bien lo hacía! Pero Wloski era poeta y, mientras sus manos se ocupaban de una bicicleta, su mente iba componiendo poemas que recitaba para sí. Yo nunca oí ninguno. Tampoco sé si dejó alguno escrito. Ya poco importa. No dudo de su capacidad para hilvanar versos. Pero para mí era sencillamente Wloski. Mi amigo Wloski. Mi amigo Wloski el que reparaba bicicletas. Si hubiera sabido entonces que iba a pasarse tantos años metido en mi bolsillo tal vez me hubiera interesado más por sus poemas. Pero cuando uno vive despreocupado y dando pedales no se da cuenta realmente de esas cosas.

         »Un día fui a verle para que me cambiara una válvula que se había roto. Era martes. Lo sé porque aún recuerdo la bolsa de papel llena de brécol que llevaba en la cesta de la bicicleta. Y yo siempre comía brécol los martes. Ahora ya no como brécol nunca. Me saludó como siempre con una sonrisa pero aquella vez no me dio la mano como era costumbre entre nosotros. Se chupaba un dedo como intentando extraer el veneno que le hubiera inyectado una víbora. Sonreía. Pero sus ojos brillaban con el fulgor de las lágrimas ahogadas. “Un padrastro”. Me dijo. “Me ha salido un padrastro malvado en un dedo y me molesta hasta cuando consigo olvidarme de él”. Me enseñó su dedo y efectivamente aquello estaba inflamado como un zepelín escarlata. Le dije que no se preocupara. Que se pasaría en un par de días. O tres, como mucho.

         »Precisamente tres días después se me reventó un neumático con un guijarro especialmente afilado con el que me topé sin querer. Y al ir a reemplazarlo por uno nuevo, Wloski me dijo que si no me importaba que lo cambiara yo mismo, pues sentía que sus manos habían crecido descomunalmente y se habían agarrotado en forma de pinza. El mal del cangrejo, bromeé yo. Y cambié el neumático pinchado por uno nuevo que me ofreció. Sus manos parecían las mismas manos que siempre y no le di mucha importancia. Pero empecé a preocuparme en cuanto mencionó que su cabeza también había crecido y la sentía enorme, enorme, enorme. Y por entre las rendijas de los oídos y la nariz se le colaban unos torbellinos galopantes que daban vueltas ahí dentro y hacían que perdiera el equilibrio.

         »Al cabo de otros tantos días, Wloski dejó de sonreír al saludarme. De hecho, dejó de saludarme. Entonces yo le iba a ver todos los días, pues cada vez le notaba más ausente. Más abstraído. Pasaba el día sentado en la tienda con los codos sobre el mostrador y apoyando la frente sobre una de sus manos. Sobre una de sus pinzas. Con los entrecerrados ojos perdidos en sus cuencas. Balbuceaba sinsentidos como que se le había salido la cadena o que con los brazos endurecidos apenas podía dirigir el manillar. Que necesitaba un buen engrasado. Que de su garganta pendía una bola de plomo hueca que iba creciendo y creciendo y que aquello era algo que no sabía cómo arreglar.

         »Intenté que viera a algún médico pero apenas me dirigía la palabra. Sólo se quedaba ahí mismo. Obnubilado. Y ya.

         —¿Y qué pasó entonces? —pregunté.
         —No estoy muy seguro. La siguiente vez que fui a verle ya sólo quedaba esto en su silla —me mostró de nuevo la pequeña y ovalada pieza de madera o algo así—. Esto, a mi entender, es lo que queda de mi amigo Wloski. Y como ya te dije antes, no se lo conté a nadie. ¿Qué iba a hacer? Nadie lo hubiera creído. Nadie. No. No. Nadie. Y después llegó este frío y todo el mundo se quedó solo. Y yo al menos tengo esto —jugueteó otra vez con Wloski entre los dedos—. Y aunque no me salude. Ni sonría. Como antes. Ni tenga yo una bicicleta que pueda repararme. A veces, cuando me duermo tiritando junto al fuego. Con Wloski en la mano. Sueño con sus poemas. Sueño con sus poemas. De verdad que lo hago: Sueño con sus poemas. Aunque al despertar… no consigo recordarlos.

9.12.13

Esperar.

He aquí el sueño que tuve: Un espejo bien grande y redondo pendía del techo en medio de una habitación amplia y diáfana. Estaba anclado al suelo por la parte inferior de manera que podía girar en torno a su eje central como una peonza, así, mostrando sus dos caras entre canto y canto como una moneda reflectante y joroschó.

Le di un buen impulso, como jugando a la ruleta de la fortuna, y mi reflejo, entre giro y giro, empezó a moverse sin hacerlo yo.

Primero, puso el dorso de su mano izquierda frente al rostro, ocultándolo. En su palma, un gran globo ocular dibujaba círculos con una inquietante pupila escrutadora que nunca pestañeaba, pues no tenía párpados sino dedos.

Después, contó los dedos de su otra mano. Diecisiete, pero sólo cuatro de ellos eran pulgares.

El espejo giraba cada vez más deprisa. Tanto, que más bien parecía una esfera de cristal como las que utilizan los adivinos, pero sin un vapor misterioso en su interior, sino mi propia figura reflejada que empezó a caminar, mas no avanzó ni un solo paso.

Me sentí cansado sólo de mirarlo y lo detuve con mi propio pie. —Es éste el que ha de andar— le dije a mi reflejo, que se había quedado ahí quieto, imitándome, señalándose el pie mientras movía los labios—. Es éste el que ha de gastar suela acompañado por el otro a cada paso. Éstos son los que se lastimarán con cada piedra y sufrirán de callos y ampollas, también los que se refrescarán en los ríos del deshielo y descansarán entre la hierba estirando sus deditos para bostezar con regocijo y alborozo.

Le miré, y entonces él me miró. Abrí un ojo y vi que aún no había amanecido, que las farolas teñían de un naranja antiguo la noche púrpura bajo la sonrisa de Chesire sin gato bien blanca y brillante. Cerré el párpado y en ese espejo no vi a nadie más que a mí mismo durmiendo.


         Existen enchufes sin utilizar por toda mi casa 
si es que alguna vez los necesito. —Allen Ginsberg

1.12.13

Joroschó.

         Todo parece tan obvio que no merece la pena cuestionarse esto y aquello como un simio preguntón y desorientado. Las manos en el suelo, con el delicioso samsara que nos mata de risa. Un tipo me dijo: ¿Sabes por qué me gusta tanto ir a mear? Porque son los únicos momentos en los que me siento relajado de veras y mi cuerpo se vacía. Y fue entonces cuando me percaté de que el tiempo también pasa para el resto.

         Jugando con las vocales un minino sonriente me preguntó que quién era yo. ¿Yo? Yo sólo sé quién quiero ser. Dicen que sólo con eso no vale, pero también que todo son etapas, y ahora mismo yo soy ésta. Mira a ese gato encaramado entre las ramas que se ve por mi ventana ¿Acaso no es un motivo de alegría tan justificado como un cumpleaños o algo así? Las suelas de nuestros zapatos brincan y hacen cabriolas sobre una loca roca preciosa que da vueltas en torno a una estrella cualquiera, ¿Cómo no nos vamos a reír?

Wassily Kansinsky.

9.11.13

Medice cura te ipsum.

“Mañana cambiaré un poco más mi vida”. Eso mismo me suelo decir a menudo justo antes de meterme en el saco de dormir pero, maldita sea, siempre suena la misma canción cuando el sol se despierta entre las ramas y se me cuela por la ventana, la marmota  ve su sombra entonces y todo vuelve a empezar. Creo que fue por aquella vez que subestimé al Tiempo. Se ofende con facilidad, pues es muy orgulloso, dicen que todo gira en torno a él. Y yo… yo ahora estoy en la hora del té y no puedo cambiar más que de sitio o de taza de vez en cuando. Si acaso también de cucharilla.

Diez dedos tenemos en las manos así como en los pies, dos ojos bien brillantes justo aquí, estos dos agujeros son para respirar y con esto de aquí puedo hablar, besar y comer. Y sonreír. Mira estas dos orejas, una a cada lado, hermanas desconocidas que nunca se oirán la una a la otra, que viven estereoscópicas vidas paralelas como en otra dimensión, ¡cuánto me gustan las orejas joroschó!

Sin embargo, ¿hasta qué punto prestamos verdadera atención a todos estos apéndices sensibles? Sabemos prácticamente todo acerca del funcionamiento de la maquinaria del cuerpo, incluso los combustibles necesarios para su cuidado y rendimiento, pero no consigo adivinar quién es el conductor.

O tal vez sólo sea uno de esos momentos en la vida en los que te sientes algo perdido, aún viendo el camino más o menos bien entre la bruma y estando tranquilo. Ya sabes, cuando te da por pensar un poco y mirarlo todo desde arriba. Este capítulo se titularía: Desinflando globos.

Subrayaría lo de “Desinflando”, que no es lo mismo que “Reventando” o “Pinchando”. Pienso que a veces hay que ir desinflándose a uno mismo para poder purgar los malos humos que se hayan podido colar por el camino. Después sólo hay que volver a llenarse los pulmones de aire y levitar atándose largo al suelo y respirar, y eso es fácil. Claro que antes hay que colgar los globos en el tendedero con unas cuantas pinzas un par de días. Yo suelo aprovechar para ponerme los calcetines gordos y leer un poco. Si acaso dar un paseo antes de comer y otro por la tarde, cuando vuelan los pájaros.

Lo difícil de todo esto es que al principio el ritmo no acompaña o no sé o no sabemos cogerlo. ¡No hay tiempo, no hay tiempo! Y estoy de aquí para allá y no me quedan más que las horas en las que se confunde lo tardío con lo temprano  para sentarme justo aquí y descansar un poco. Cosas por el estilo. Como pararme a pensar en mi procrastinación y en el miedo a convertir todo lo que he estado soñando y tejiendo y enredando desde hace ya bastantes lunas en un puñado de papeles sin vida. Así de raros somos los monos desnudos, como este disparate que tengo en el corazón.

Ahora es cuando yo escribo: “Mañana cambiaré un poco más mi vida”. Y así cierro el círculo como aquello del eterno retorno y termino la página con la enigmática elegancia de un oso hormiguero con pajarita. Pero creo que he aprendido a aprender de mis propias palabras, y con éstas en concreto he aprendido que estaba equivocado desde la primera premisa.

Hoy cambiaré un poco más mi vida.


21.6.13

Saya.

Gilberto Saya tiene las manos grandes y desgastadas. De niño, allá en Colombia, asistía a la escuela con una maestra, lo cual era extraño por aquellos tiempos, y compartía el aula con los dos hijos de aquella. Se portaban muy mal con él y ni su padre ni la maestra le escuchaban cuando  se quejaba entre llantos y denunciaba los maltratos. Un día, en la época de las lluvias, cuando el río corría furiosamente arrastrando rocas y barro, Saya iba camino de la escuela cuando se encontró con los hijos de la maestra y, antes de brindarles la oportunidad de acosarle de nuevo, hizo uso de su fuerza aprovechando su centro de gravedad bajo y sus anchas espaldas arrojándolos al fango manchando sus camisas. Porque el peor enemigo es aquel que está prevenido. Después fue a clase y se sentó en su pupitre.

—Gilberto —le dijo la maestra—, ¿Qué le ha hecho usted a mis hijos?
—¿Yo? —respondió Saya con mirada tranquila— Nada.
—¿No les arrojó al río? —volvió a preguntar amenazadoramente.

Gilberto levantó la tabla del pupitre y cogió su cuaderno y su lápiz y después salió por la puerta sin decir una palabra más. Así fue como dejó la escuela. Tenía trece años.

El padre de Gilberto pasó toda su vida trabajando, una vida muy dura que hizo mella en su carácter como una gran cicatriz encallecida dentro del pecho. A Saya le gustaba mucho jugar al fútbol y, cuando se lesionaba y decía que no podía ayudarle con el trabajo en el campo, su padre le decía: Ah, ayer no le dolía, ¿verdad? Pues hoy usted va a trabajar.

Saya se fue de casa con dieciséis años y nada en el bolsillo. A Venezuela. A veces conseguía algún empleo por jornadas o algo para comer mendigando por ahí. La vida es muy dura, dice Saya, pero es así y hay que vivirla porque no hay otra cosa.

Ahora Saya tiene los ojos enrojecidos por los años y trabaja cocinando carne a la parrilla en el mesón del pueblo los fines de semana. El resto del tiempo lo pasa en la taberna, bebiendo Ballantines con hielo y agua. Todos conocen a Saya por ahí con buenos ojos, y aunque vive solo, nunca toma si no es con alguien. Le gusta cantar con una sonrisa.

Saya me dijo que cuando quieres a alguien tienes que atarlo, pero darle cuerda. Después canturreó algo mientras movía las caderas y se quedo así, sonriendo, con la mirada perdida.

Yo, he desenrollado bien mi carrete de sedal especial y joroschó, de veras irrompible, y tanteo con las nalgas buscando un sitio cómodo entre las rocas de este acantilado lleno de dragones dormidos para quedarme a esperar mientras miro más allá del mar.

14.5.12

Los lejanos silencios en el mar.


—Hace mucho que no soy feliz… ni triste, hace mucho que tengo sueño y no puedo dormir —se movió un poco para estar más cómoda y su silla crujió en un susurro—.
—Puede que tu conciencia esté cargando con un peso que no puede soportar… —dijo mientras exhalaba el humo de un cigarro— ¿entiendes lo que quiero decir?
—El único peso que soporta mi cabeza tal vez sea el mío propio.


Y apuré mi último trago de scotch  bajo la blanca noche. Llevábamos atracados en aquella isla unas dos semanas; a ella la conocí en la tercera noche y en seguida nos entendimos bien. No vi en ella a la típica camarera de bar isleño que se impresiona con tatuajes, cicatrices y músculos endurecidos al sol; sino más bien a una muchacha inteligente con la que valía la pena intercambiar algunas palabras, mi propia Sabina sin sombrero ni Praga.

Aquella noche hablamos durante horas acerca de Orwell y Huxley, de Freud, del cielo y del mar, aunque lo que más recuerdo ahora son los silencios. Siempre es el silencio.

Desde entonces pasábamos las noches en el mismo porche que hacía de terraza del bar hasta que despuntaba el día y yo me tenía que ir en el remolcador  hasta la hora de comer, de todas formas no podía dormir con aquel calor a pesar de la fresca brisa marina y me bastaban un par de horas de siesta tras el almuerzo.

Han pasado ya muchos años y muchas olas desde aquella conversación, y me arrepiento de haberle dicho eso, pues ahora me doy cuenta de que no era cierto. Sí que era feliz. Cargaba con mi propio peso pero era feliz, ella me hacía serlo.

Parece ser que los que no sabemos vivir estamos condenados a dejarnos nuestro amor olvidado en la otra orilla del mar y no hay forma de regresar.

Recuerdo un lunar, pero no dónde estaba. Han pasado ya muchos años y muchas olas y mis ojos se han vuelto grises y mis manos viejas y curtidas, ya no sabré encontrar todo aquello, a mi joven Sabina de ojos castaños tras una Kodak desechable intentando capturar mi rostro para el recuerdo… lamento no haber dejado que lo hiciera, lamento no haber tenido una dirección que darle para poder escribirnos… lamento no haber tenido valor para escribirle desde Singapur o Melbourne o Ciudad del Cabo o Nueva Orleans o cualquier otro puerto en el que me haya apostado.

Lamento que nuestros silencios no hubiesen durado más tiempo.

6.5.12

Bobby "Blue".


Sé que es muy tarde ahora, que tras la llama y su exhalar sólo quedará ceniza. Sé que sólo en la distancia encuentro las miradas que se van y yo aquí sentado en una esquina esperando y no sé a qué.

Los grandes enamorados al final gritan en sus camas por no saber no estar solos. Y aquel ruido blanco.

Una taza con café reseco en el fondo, eso queda. Los pegajosos posos de una ventana inclinada calentada por el sol de un día ocioso.

Papiroflexia con mis poemas entre sus dedos. Mi cabeza se aleja aunque la intente atar arañando mis costillas y olvidando los aplausos. El que sigue aquí en mi frente es el culo de Picasso y el que quiere ser un sucio Hank en un palacio borracho de sexo. Y la resaca con las sábanas empapadas en sudor y ginebra de la Victoria. Hojas secas. Tatuaré mi piel con cada palabra que escribo en vano. Me cortaré las uñas y afeitaré mis barbas y seguiré pareciéndome al tío del espejo.

No tengo una azotea en lo más alto de la ciudad nocturna ni estrellas que regalarte. No tengo sitio al que ir. No tengo sitio al que llevarte. Quizás sólo este estribillo y la verde alfombra. Ya sabes cómo somos, sólo sabemos cantarle a nuestras guitarras así que perdóname.

Tomos de Freud en su bolso y no consigo soñar nada. Y me despierto. La música de piedras corriendo ladera abajo. Y el olor de la vereda. Y lo a gusto que entre ensoñaciones descanso en el suave vergel para huir corriendo por si alguien me ve. Es tarde ya, pero procuro mantener la luz encendida. Mis manos no están gastadas aún pero ya han sabido hacer daño sin querer. También al corazón que les da de beber. No dejes de usarnos, me dicen cuando dudo, pero saben que no podría. Prestad atención, digo yo entonces, no me falléis vosotras, o tendré que escupir sobre mi muro por ser de nada y no como yo pensaba. Ahora, cierra la puerta, te hago un sitio, ven, mejor mira las paredes, haz como que no estoy, guarda silencio, déjame que piense… así esta no será mi última línea.

3.12.11

De la mano de Jane.

Para conocer a una chica no hace falta demasiado sexo.
(...) No quiero que crean ustedes que Jane era un témpano o algo así sólo porque nunca nos besábamos y todo eso ni nos enrollábamos mucho. No lo era. Por ejemplo, siempre nos cogíamos de la mano. No parece gran cosa, lo sé, pero para cogerle la mano era estupenda. La mayoría de las chicas a las que les coges la mano dejan la mano como muerta o creen que tienen que moverla todo el rato porque piensan que si no vas a aburrirte todo el rato o algo así. Con Jane era distinto. Íbamos al cine o algo así y enseguida nos cogíamos las manos y no nos soltábamos hasta que terminaba la película sin cambiar de posición ni darle una importancia tremenda. Con Jane ni siquiera tenías que preocuparte de si te sudaba la mano o no. Sólo te dabas cuenta de que eras feliz. Eras feliz de verdad.

J. D. Salinger
(El guardián entre el centeno)

16.6.11

Toma mi mano y mira a la luna.

El truco es “olvídate”, deja de pensar, y creo que funciona.

Yo no sé hacerlo demasiado bien, pero al menos lo intento. Todos podemos mirar a la luna y pensar “la he visto más brillante” o, en cambio, decirnos que jamás veremos otra tan bella, ni peor, simplemente otra, y que siempre será una cara que nos sonríe en la oscuridad y no una simple roca flotando en el cielo.

Tal vez lo que me asusta es que olvidarme así, sin más, es como anular el sueño, afirmar que nunca será real; y eso es lo que no quiero.

Hay cercas de alambre por todas partes, no encuentro un sitio donde mi mente pueda descansar.

Me basta con ver vuestros ojos felices, y espero escupir el veneno que hay en los míos y luego echar tierra encima, pues me quema en las pestañas y no me deja colgar de ellas las historias que quisiera contarte algún día.

Algún día podré mirar de nuevo a la luna y sonreiré pensando en todos los momentos en los que lo pasé mal sin necesidad.


13.6.11

Lobo.

Hay un lobo acechándome.
Lo veo ahí, mirándome con sus brillantes ojos, su pelaje sucio y sus colmillos grises.
Sé que sólo es un sueño, pero el miedo es real en mi pecho.
Dame la mano. Ya la noto.
Ya estoy tranquilo.
En verdad yo soy el lobo. Y yo soy el cordero.
No hay otra cosa que me ataque más que yo mismo.
No me sueltes aún. Me cuesta aprenderlo.
Mata al lobo. Mata al lobo.
Yo no sé matarlo. No me atrevo.
Ayúdame a matar al lobo.
Está ahí. ¿No lo ves?
¡Mátalo!
Pero ten cuidado con tus flechas, que el lobo es parte de mí.