Era una noche
gélida. Glacial. Llevaba un mugriento abrigo lleno de jirones insuficiente para
arroparme. El vaho que emanaba de mi boca, entreabierta por el agotamiento, se
congelaba en el aire, salpicando mis roídas botas con un tintineo como si
fueran las cristalinas cuentas de una lámpara de araña. No hay hogar al que
volver. Intentaba en vano templarme con mis propias manos en un abrazo
solitario. Y llegué a creer incluso que mis costillas se partirían entre el
esfuerzo y los temblores. Pero no quedaba ya calor por allá. Ni siquiera podía
recordar cuánto llevaba durando aquella ventisca. Tal vez siglos. Tal vez no.
Apenas se distinguía el sol por el día como una mancha blanca diluida en aquel
cielo gris. Y por la noche las estrellas pendían como témpanos, ajenas a su
propia luz. Y yo sin nada que llevarme a la boca. Ni siquiera una triste
cerilla. Sin refugio al que ir ni techo donde encontrar cobijo. Vagaba renqueante
para no morir congelado. Como todos. Como todos los pocos que aún vagaban.
Vi una luz más
allá. Una luz cálida. Titilante. Y
entonces de veras pensé que por fin todo aquello había terminado. Que ya no
habría de preocuparme más por aquel frío infernal. Que ya no sufriría por la
falta de sustento o por los agujeros bajo mis pies. Pero no eran más que mis
pupilas cansadas, que me estaban jugando una broma. Y aquella luz se trataba simplemente
de una pequeña hoguera junto a la que se calentaba los viejos huesos otro
vagabundo deshecho. Como yo.
—¿Puedo
sentarme? —le pregunté.
—Sí, pero no ahí
—respondió con voz ronca y congestionada—; he vomitado.
Coloqué unos
cartones sobre los restos de bilis que resplandecían a la luz del fuego y me
senté al otro lado. Puse mis manos cerca de las llamas y sentí cómo la escarcha
se fundía entre los dedos. Eran unos dedos azules. Morados. No recordaba que
fueran de aquel color la última vez que había reparado en ellos. La fogata
crepitaba rompiendo el silencio de la noche y su aliento huía con el humo
buscando la luna. O quizá alguna otra tierra, lejos de este frío. O quizá sólo
escapaba. El viejo jugueteaba con algo entre los dedos.
—¿Eso es una
nuez? —le interrogué.
—No
—respondió.
—¿Te la vas a
comer? —volví a preguntar.
—No —dijo él.
—¿Me la das?
—inquirí entonces.
—No. No. De
ninguna manera. No —sentenció.
—Parece una
semilla de baobab. Hace años que no veo una. ¿Me la enseñas?
—No es ninguna
semilla. Ni de baobab, ni de ningún otro árbol. Y por eso me extraña que hayas
podido ver en tu vida algo como esto. Como esto.
Entre su
arrugado índice y su arrugado pulgar me mostró la pequeña y ovalada pieza. Era
de madera o algo parecido y unos tenues surcos la atravesaban de arriba abajo.
Definitivamente no era una nuez. Tampoco resultó ser una semilla. Por la parte
inferior tenía un nudo extraño y en la superior, donde se encontraban los
surcos, una pequeña ranura.
—¿Has probado
con un cuchillo? —pregunté.
—¿Cómo dices?
—Que si has
probado con un cuchillo —repetí—. Para abrirlo, digo. Por esa ranura.
—¿Y por qué
querría abrirlo?
—No sé. Ni
siquiera me has dicho qué demonios es.
—Esto… —empezó
a decir, con los ojos perdidos en la fogata tras unos anteojos colmados de
arañazos— Esto es… No. No. Esto era mi amigo Wloski.
—Vale
—respondí—. Si no me lo quieres contar no hace falta que te burles de mí.
Bastante tengo ya con este frío.
—Sabía que no
me creerías —contestó él— Por eso nunca se lo conté a nadie. Por eso buscaron a
Wloski por todos lados para nunca encontrarle. Estando aquí. En mi bolsillo.
Nadie me creería. ¿Para qué iba a contarlo? ¿Para que se rieran de mí y me
tildaran de chiflado? De ninguna manera. No. Conmigo iba a estar mejor. De
todas formas, cuando empezó este invierno sin fin, la gente dejó de preocuparse
por nada más que de sí mismos. Y no les culpo. Con este frío es difícil pensar
en otra cosa que no sea este frío. Este maldito frío.
—¿Qué le pasó?
—pregunté, entre incrédulo e intrigado.
—Cambió —dijo
él—. Se transfiguró sin más.
—Ya. Quiero
decir… ¿Cómo?
—Fue hace
muchos años. Apenas puedo recordar. Soy viejo ahora —se disculpó.
—Hombre, nadie
se convierte en nuez de un día para otro. Digo yo. Supongo que mostraría antes
algún síntoma o algo.
—Amigo, si
hubieras conocido a Wloski, sabrías que era un tipo un tanto especial. Repleto
de cavidades y remolinos. O síntomas, como quieras llamarlo. Wloski era poeta.
Trabajaba en una tienda de reparación de bicicletas y ahí mismo fue donde yo le
conocí. Le conocí. Yo tenía una bicicleta por aquel entonces y la utilizaba
mucho. Muchísimo. Allá donde fuera, iba en bicicleta. Y cuando se doblaba la
horquilla o se partía un pedal, ahí estaba Wloski para arreglarlo todo. ¡Y qué
bien lo hacía! Pero Wloski era poeta y, mientras sus manos se ocupaban de una
bicicleta, su mente iba componiendo poemas que recitaba para sí. Yo nunca oí
ninguno. Tampoco sé si dejó alguno escrito. Ya poco importa. No dudo de su
capacidad para hilvanar versos. Pero para mí era sencillamente Wloski. Mi amigo
Wloski. Mi amigo Wloski el que reparaba bicicletas. Si hubiera sabido entonces
que iba a pasarse tantos años metido en mi bolsillo tal vez me hubiera
interesado más por sus poemas. Pero cuando uno vive despreocupado y dando
pedales no se da cuenta realmente de esas cosas.
»Un día fui a
verle para que me cambiara una válvula que se había roto. Era martes. Lo sé
porque aún recuerdo la bolsa de papel llena de brécol que llevaba en la cesta
de la bicicleta. Y yo siempre comía brécol los martes. Ahora ya no como brécol
nunca. Me saludó como siempre con una sonrisa pero aquella vez no me dio la
mano como era costumbre entre nosotros. Se chupaba un dedo como intentando extraer
el veneno que le hubiera inyectado una víbora. Sonreía. Pero sus ojos brillaban
con el fulgor de las lágrimas ahogadas. “Un padrastro”. Me dijo. “Me ha salido
un padrastro malvado en un dedo y me molesta hasta cuando consigo olvidarme de
él”. Me enseñó su dedo y efectivamente aquello estaba inflamado como un zepelín
escarlata. Le dije que no se preocupara. Que se pasaría en un par de días. O
tres, como mucho.
»Precisamente
tres días después se me reventó un neumático con un guijarro especialmente
afilado con el que me topé sin querer. Y al ir a reemplazarlo por uno nuevo,
Wloski me dijo que si no me importaba que lo cambiara yo mismo, pues sentía que
sus manos habían crecido descomunalmente y se habían agarrotado en forma de pinza.
El mal del cangrejo, bromeé yo. Y cambié el neumático pinchado por uno nuevo
que me ofreció. Sus manos parecían las mismas manos que siempre y no le di
mucha importancia. Pero empecé a preocuparme en cuanto mencionó que su cabeza
también había crecido y la sentía enorme, enorme, enorme. Y por entre las
rendijas de los oídos y la nariz se le colaban unos torbellinos galopantes que
daban vueltas ahí dentro y hacían que perdiera el equilibrio.
»Al cabo de
otros tantos días, Wloski dejó de sonreír al saludarme. De hecho, dejó de
saludarme. Entonces yo le iba a ver todos los días, pues cada vez le notaba más
ausente. Más abstraído. Pasaba el día sentado en la tienda con los codos sobre
el mostrador y apoyando la frente sobre una de sus manos. Sobre una de sus
pinzas. Con los entrecerrados ojos perdidos en sus cuencas. Balbuceaba
sinsentidos como que se le había salido la cadena o que con los brazos
endurecidos apenas podía dirigir el manillar. Que necesitaba un buen engrasado.
Que de su garganta pendía una bola de plomo hueca que iba creciendo y creciendo
y que aquello era algo que no sabía cómo arreglar.
»Intenté que
viera a algún médico pero apenas me dirigía la palabra. Sólo se quedaba ahí
mismo. Obnubilado. Y ya.
—¿Y qué pasó
entonces? —pregunté.
—No estoy muy
seguro. La siguiente vez que fui a verle ya sólo quedaba esto en su silla —me
mostró de nuevo la pequeña y ovalada pieza de madera o algo así—. Esto, a mi
entender, es lo que queda de mi amigo Wloski. Y como ya te dije antes, no se lo
conté a nadie. ¿Qué iba a hacer? Nadie lo hubiera creído. Nadie. No. No. Nadie.
Y después llegó este frío y todo el mundo se quedó solo. Y yo al menos tengo
esto —jugueteó otra vez con Wloski entre los dedos—. Y aunque no me salude. Ni
sonría. Como antes. Ni tenga yo una bicicleta que pueda repararme. A veces,
cuando me duermo tiritando junto al fuego. Con Wloski en la mano. Sueño con sus
poemas. Sueño con sus poemas. De verdad que lo hago: Sueño con sus poemas.
Aunque al despertar… no consigo recordarlos.