Cierto día cogí el tren hacia el Oeste, pues me sentía
cansado y con ganas de llorar; hastiado por el esfuerzo que supone caminar paso
a paso tratando de ser uno mismo en este mundo de crudo y etiquetas.
Miré por la ventanilla largo rato hasta perder la noción del
tiempo. Todo se confundió entonces con cada kilómetro que se quedaba atrás y el
traqueteo de la locomotora escupiendo bocanadas de humo y silbando de vez en
cuando como solía hacer yo. Pensé en todas las estaciones que había pasado ya
y, demonios, qué largo es el invierno.
Conté vacas y árboles y después repasé todas las veces en
las que me había reído hasta desgañitarme, todas las noches que nos sentábamos
frente a esa vieja estufa de hierro oxidada y cantábamos sin parar y hacíamos
bromas y bebíamos hasta que salía el sol sin que nos importase nada. Deseo,
deseo, deseo con todas mis fuerzas vivir de nuevo alguna de esas noches y
sentir el calor otra vez en el pecho y no este descosido. Me temo que en vano.
Finalmente me apeé en una ciudad de cuyo nombre no quiero
acordarme, un lugar gris donde no brillaba el sol apenas y la gente camina
cabizbaja procurando sortear los charcos. Fruncí el ceño y sentí miedo de no
volver a divertirme más, de acabar siendo alguien con los zapatos limpios y un
buen corte de pelo, de abandonarme al viento sin agitar los brazos para
intentar volar o al menos planear joroschó entre las nubes.
¿Dónde ir ahora entonces? ¿Dónde podré encontrar unos
calcetines bonitos y cómodos que me vayan bien para andar por casa, si aquí
todas las tiendas parecen estar cerradas? ¿Dónde habré dejado olvidada mi vieja
mochila rosa?
Pero no fue más que un sueño, que me cogió distraído. El
tren siguió hacia el Oeste persiguiendo a esa estrella naranja que se esconde
en el horizonte y yo cerré los ojos de nuevo. No hay ciudades grises, susurré
como en un estribillo para relajarme, no hay ciudades grises.