Delfos, julio de 490 a.C.
Un
joven eleusino de reluciente cocorota llega a las faldas del monte Parnaso,
morada por antonomasia de Apolo y su harem de nueve musas, tras seis, qué digo
seis; dieciséis días de periplo, nada menos, y con toda la calor.
Este
joven de treinta y cinco años responde al antropónimo de Esquilo, y viene a
pierna desde el Ática para consultar al oráculo acerca de su alopecia
incipiente, también por su futuro y el de su familia; una añeja estirpe de
terratenientes afincados en un bonito chalé adosado en los no poco acomodados y
pudientes suburbios de Eleusis.
Lo
cierto era que, en aquel verano, caluroso, pero no tanto, la prensa de medio
Egeo alertaba sobre el pneuma revanchista de Darío Palito, rey de los
aqueménidas, y difundía rumores de lo más propagandísticos acerca de las ganas
que éste le tenía a Atenas por el apoyo que ofreció a las polis jonias durante
las revueltas del lustro pasado. Y claro, imperaba un temor generalizado hacia
una inminente invasión de suelo griego por parte de esos medos morenos.
Así
que también por ello Esquilo viajó hasta Delfos para entrevistarse con la Pitia.
Para saber dónde y cuándo atacarían; pues se había dejado una musaca en el
horno y temía que justo llegaran los persas y se echara a perder.
Total,
que se llega a las taquillas del santuario y, una vez allí, un hombrecillo tras
un cristal perforado le hace pagar dos dracmas y cuatro óbolos a cambio de
dejarle entrar. “¡Dos dracmas y cuatro
óbolos!”, exclamó Esquilo entonces, “Cuando
era chico, con apenas diez calcos tenías tu futuro hasta solucionado”.
Una
vez dentro del complejo, se colocó al final de una larga cola de gente, que resultó
ser la entrada a la tienda de regalos. “¿Suvenires?”,
preguntó a otro tipo, “Pero si yo buscaba
el templo de Apolo, daimones”. Le indicaron otra fila, si bien no tan larga,
desde luego que más gorda, y le recomendaron que, si no traía un sacrificio de
casa, pasara primero por el emporio de mascotas y pillara algo, no sé,
cualquier cosa. “Aquí te sacan los
dineros hasta por cagar”, vehemencionó Esquilo, y añadió: “¿Y por dónde?”. Y un índice erecto y dáctilo
señaló: “Por ahí”.
CORO: Sucede ahora
que Esquilo transpirado accede al emporio de mascotas, y ahí mismo se encuentra
con una mujercilla con aires de Artemisa y suelo pélvico. El eleusino pregunta
en prosa por alguna bestia que mortificar, a lo cual ella responde recitando las
tarifas: ¡Liebres y felinos a seis óbolos el cuarto de kilo, lo que viene
siendo un dracma, vaya! ¡Cinocéfalos enteros a dracma y medio, y los gansos por
nueve óbolos, que es lo mismo! ¡Aries por cincuenta dracmas! ¡Sólo media mina!
¡Ternera a noventa! ¡Vaca ciento tres! ¡Buey por mina con cuarenta! ¡Uros a dos
con diez! ¡Y justo nos queda un hipo semialado cual Pegaso que está de oferta por
un talento o sesenta minas! ¡Por todos es bien sabido que cuanto más gordo y
costoso sea el sacrificio, más precisas serán las predicciones de la Pitia!
Esquilo
pregunta ahora si no tendrán, por casualidad, algo más pequeño y económico,
como un roedor, tal vez, o alguna suerte de lagarto, y la dependienta le
responde: “Por un ratón, que por cierto son
seis calcos, te predice, como mucho, el clima que hará a la tarde; y por un
lagarto, a lo sumo, la hora que será en un rato… el lagarto te lo regalo”.
Esquilo miró alrededor, dubitativo, meditabundo, indeciso, vacilante. Se rascó
la coronilla y se mordió la uña del dedo flaco. Y, tal que así, dijo: “Ponme perro”.
Finiquitada
la transacción, nuestro joven protagonista de treinta y cinco años se presentó
de nuevo al final de una larga cola de gente. “¿Suvenires?” “No, por ahí” “¡Ah!” Y, para cuando quiso darse
cuenta, había pisado una elipsis y se encontró de bruces con la mismísima Mega Pitia
de Delfos.
“Que pase el siguiente”, dijo la Pitia. “Ya estoy aquí”, confirmó Esquilo. “Vienes a hacerme una pregunta”, dijo la
Pitia. “De hecho, vengo a hacerte tres”
“Tres preguntas son tres dracmas, las respuestas,
como imaginarás, serán acorde al sacrificio ofrecido al dios que a usted mismo le
venga en gana”, informó la Pitia. Esquilo aflojó la plata y dijo: “Traigo perro” “¿De qué raza?” “No sé, un
chucho cinocéfalo, un mil leches” “¿Y cómo se llama?” “Creo que Juan” “Está
bien”, puso a Juan sobre el ónfalo, “Consulta pues”.
Volvió
Esquilo a llevarse la garra a la coronilla, vacilante y dubitativo, indeciso y
meditabundo, pestañeó varias veces y dijo: “¿Seré
calvo?”. La Pitia agarró un cuchillo terrible, susurró unas palabras en
griego antiguo, pero antiguo antiguo, y apuñaló a Juan en la garganta. A
continuación, recogió la sangre en una crátera de bronce, se la llevó a los
labios y bebió y bebió y luego escupió un chorro rojo a la cara de Esquilo
estupefacto, se limpió después la boca con el himatión, sonrió, y dijo, con voz
ronca y profunda: “Guau”. Esquilo se
enjugó los párpados y preguntó, confuso: “¿Eso
es que sí?”, a lo que la Pitia, acariciando el cadáver, contestó: “En el pelo pone eso: más calvo que un arenque”,
y, mientras examinaba las entrañas de Juan, añadió: “Ya has formulado dos preguntas, ¿Cuál será última?” “No lo sé, dímelo
tú” “La cuestión que habita tus adentros y que mora tus humores es mucho más
sencilla y tanto más primaria, pues es la más muy antiquísima que se recuerda y
que inquieta a la raza humana, y esta es cómo y cuándo moriré, y qué me espera
cuando me vaya. Y a ti en verdad te digo, joven de treinta y cinco años, que
hay unas alas de plumas oropeladas haciendo círculos sobre tu cocorota pelada,
pero no temas por la amenaza de los medos, pues serás maratonómaco y sobrevivirás
a Salamina y a Platea, aunque no te sé decir qué fecha, y te crecerá la barba y
se blanquearán tus cejas, y un buen día irás derechito al Hades, con el céfalo hecho
salsiki, aplastado por un oikos en un pliki”.