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22.9.18

Phábula de Esquilo y Quelonio | canto primero: El oráculo de Delfos.


Delfos, julio de 490 a.C.

                Un joven eleusino de reluciente cocorota llega a las faldas del monte Parnaso, morada por antonomasia de Apolo y su harem de nueve musas, tras seis, qué digo seis; dieciséis días de periplo, nada menos, y con toda la calor.

                Este joven de treinta y cinco años responde al antropónimo de Esquilo, y viene a pierna desde el Ática para consultar al oráculo acerca de su alopecia incipiente, también por su futuro y el de su familia; una añeja estirpe de terratenientes afincados en un bonito chalé adosado en los no poco acomodados y pudientes suburbios de Eleusis.

                Lo cierto era que, en aquel verano, caluroso, pero no tanto, la prensa de medio Egeo alertaba sobre el pneuma revanchista de Darío Palito, rey de los aqueménidas, y difundía rumores de lo más propagandísticos acerca de las ganas que éste le tenía a Atenas por el apoyo que ofreció a las polis jonias durante las revueltas del lustro pasado. Y claro, imperaba un temor generalizado hacia una inminente invasión de suelo griego por parte de esos medos morenos.

                Así que también por ello Esquilo viajó hasta Delfos para entrevistarse con la Pitia. Para saber dónde y cuándo atacarían; pues se había dejado una musaca en el horno y temía que justo llegaran los persas y se echara a perder.

                Total, que se llega a las taquillas del santuario y, una vez allí, un hombrecillo tras un cristal perforado le hace pagar dos dracmas y cuatro óbolos a cambio de dejarle entrar. “¡Dos dracmas y cuatro óbolos!”, exclamó Esquilo entonces, “Cuando era chico, con apenas diez calcos tenías tu futuro hasta solucionado”.

                Una vez dentro del complejo, se colocó al final de una larga cola de gente, que resultó ser la entrada a la tienda de regalos. “¿Suvenires?”, preguntó a otro tipo, “Pero si yo buscaba el templo de Apolo, daimones”. Le indicaron otra fila, si bien no tan larga, desde luego que más gorda, y le recomendaron que, si no traía un sacrificio de casa, pasara primero por el emporio de mascotas y pillara algo, no sé, cualquier cosa. “Aquí te sacan los dineros hasta por cagar”, vehemencionó Esquilo, y añadió: “¿Y por dónde?”. Y un índice erecto y dáctilo señaló: “Por ahí”.

CORO:                  Sucede ahora que Esquilo transpirado accede al emporio de mascotas, y ahí mismo se encuentra con una mujercilla con aires de Artemisa y suelo pélvico. El eleusino pregunta en prosa por alguna bestia que mortificar, a lo cual ella responde recitando las tarifas: ¡Liebres y felinos a seis óbolos el cuarto de kilo, lo que viene siendo un dracma, vaya! ¡Cinocéfalos enteros a dracma y medio, y los gansos por nueve óbolos, que es lo mismo! ¡Aries por cincuenta dracmas! ¡Sólo media mina! ¡Ternera a noventa! ¡Vaca ciento tres! ¡Buey por mina con cuarenta! ¡Uros a dos con diez! ¡Y justo nos queda un hipo semialado cual Pegaso que está de oferta por un talento o sesenta minas! ¡Por todos es bien sabido que cuanto más gordo y costoso sea el sacrificio, más precisas serán las predicciones de la Pitia!

                Esquilo pregunta ahora si no tendrán, por casualidad, algo más pequeño y económico, como un roedor, tal vez, o alguna suerte de lagarto, y la dependienta le responde: “Por un ratón, que por cierto son seis calcos, te predice, como mucho, el clima que hará a la tarde; y por un lagarto, a lo sumo, la hora que será en un rato… el lagarto te lo regalo”. Esquilo miró alrededor, dubitativo, meditabundo, indeciso, vacilante. Se rascó la coronilla y se mordió la uña del dedo flaco. Y, tal que así, dijo: “Ponme perro”.

                Finiquitada la transacción, nuestro joven protagonista de treinta y cinco años se presentó de nuevo al final de una larga cola de gente. “¿Suvenires?” “No, por ahí” “¡Ah!” Y, para cuando quiso darse cuenta, había pisado una elipsis y se encontró de bruces con la mismísima Mega Pitia de Delfos.

                Que pase el siguiente”, dijo la Pitia. “Ya estoy aquí”, confirmó Esquilo. “Vienes a hacerme una pregunta”, dijo la Pitia. “De hecho, vengo a hacerte tres”Tres preguntas son tres dracmas, las respuestas, como imaginarás, serán acorde al sacrificio ofrecido al dios que a usted mismo le venga en gana”, informó la Pitia. Esquilo aflojó la plata y dijo: “Traigo perro” “¿De qué raza?” “No sé, un chucho cinocéfalo, un mil leches” “¿Y cómo se llama?” “Creo que Juan” “Está bien, puso a Juan sobre el ónfalo, Consulta pues”.

                Volvió Esquilo a llevarse la garra a la coronilla, vacilante y dubitativo, indeciso y meditabundo, pestañeó varias veces y dijo: “¿Seré calvo?”. La Pitia agarró un cuchillo terrible, susurró unas palabras en griego antiguo, pero antiguo antiguo, y apuñaló a Juan en la garganta. A continuación, recogió la sangre en una crátera de bronce, se la llevó a los labios y bebió y bebió y luego escupió un chorro rojo a la cara de Esquilo estupefacto, se limpió después la boca con el himatión, sonrió, y dijo, con voz ronca y profunda: “Guau”. Esquilo se enjugó los párpados y preguntó, confuso: “¿Eso es que sí?”, a lo que la Pitia, acariciando el cadáver, contestó: “En el pelo pone eso: más calvo que un arenque”, y, mientras examinaba las entrañas de Juan, añadió: “Ya has formulado dos preguntas, ¿Cuál será última?” “No lo sé, dímelo tú” “La cuestión que habita tus adentros y que mora tus humores es mucho más sencilla y tanto más primaria, pues es la más muy antiquísima que se recuerda y que inquieta a la raza humana, y esta es cómo y cuándo moriré, y qué me espera cuando me vaya. Y a ti en verdad te digo, joven de treinta y cinco años, que hay unas alas de plumas oropeladas haciendo círculos sobre tu cocorota pelada, pero no temas por la amenaza de los medos, pues serás maratonómaco y sobrevivirás a Salamina y a Platea, aunque no te sé decir qué fecha, y te crecerá la barba y se blanquearán tus cejas, y un buen día irás derechito al Hades, con el céfalo hecho salsiki, aplastado por un oikos en un pliki”.


13.5.13

Manuscrito en una maleta.


Un tigre saltando por el aro de fuego y más allá hay un elefante haciendo equilibrios a dos patas sobre una pelota gigante de goma. Un pirata bebe ron acostado en la hamaca que hay en la terraza de bambú, con vistas al puerto donde ahora mismo hay un galeón modernista con diez mil gárgolas sonrientes como salamandras por banda. La expansiva región se ve silenciosa ahora como la escarcha derritiéndose con quietud, y yo aquí tumbado panza arriba con esta vieja maleta de un tal Juan Guillamón que encontré entre los nenúfares y que está algo raída por dentro pero por fuera aún se la ve lustrosa a su manera. Las ocas patinan sobre el hielo con su elegante torpeza mientras una araña espera en su cristalina red tejiendo tejiendo la mortaja de seda para alguna mosquita con sombrero que vaya con prisa y distracción a la caca del mediodía. Hay una carta dentro de un buzón de ninguna parte, pero el barco de papel hecho de sobres y sellos y facturas hace tiempo que se deshizo con la laguna Estigia empapada de salitre y raspas de pescado. Escampó entonces, y las nubes cerraron un pacto secreto con el horizonte fundiéndose por un breve instante en un beso para desaparecer con los rayos de sol tiñendo sus esponjosas espaldas del color de las piritas. Puse un zapato mirando hacia el oeste, y en cuanto Apolo aparcó su carro por ahí detrás de la moneda, las polillas bíblicas se confundieron con las jumdirillas estrellas revolcándose entre las luces y yo bebí cerveza con el tumulto derretido y decidí que tal vez algún día debería cortarme el pelo para que no se me enredaran los gavilanes morochos. El aire azota mi cabezota rota que flota y rebota entre las notas y me digo: Has de ser siempre simple. Y lo escribo. Y abro otra lata. Otra lata. Y ya.