1.7.15

Recortes del Terraza.

Lo primero que pensamos al ver al Pony entrar sin zapatos fue qué coño habría hecho con ellos. —Se te ve muy ligero —dijo Pete, señalando los tobillos de éste con el dedo. —Sí, los zapatos, ya… —balbuceó el Pony mientras agarraba el whisky que le alcanzaba Teo— se los he vendido a un yonqui por un cartón de vino y tres cigarros; olvidé la cartera en casa, son cosas que pasan.

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A la hora del cierre siempre hay un par que se quedan acá y acullá, desperdigados por la barra como las migas de otra, pero de pan, y sin olivo al que volver. Disimulan eructos con tos de pantomima y dan vueltas a sus vasos con los dedos esperando a que el hielo se derrita y les engañe la marea. Si acaso apartan los pies cuando pasa la escoba, incluso puede que se vayan pasado un rato. Pero siguen ahí siempre, junto al grifo, y esas gargantas no descansan.

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—Yo estoy, por ejemplo, que no aguanto —mencionó—. Es un sinvivir, un tormento. Los días se me deslizan con el desasosiego del que no quiere ni mirar y sólo me sale quejarme. La culpa siempre es de los demás y en cuanto me paro un poco veo que tal vez, quizá, sea un poco mía y si me detengo del todo ya no puedo evitar culparme a mí, que no he hecho nada, y justo de eso se trata y al final, mira, no sé. Es como cuando… yo qué sé.

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Melvin alcanzó el lavabo y cerró el pestillo soltando un resoplido. Casa, aquí nadie te mira. Se sentó sobre la taza sin mirar si estaba mojada y se apoyó de costado contra la pared con las pupilas perdidas en sí mismas. De fondo se percibía la música de las cañerías y el bullicio del bar en la sala contigua. Alguien meaba en el váter de al lado y otro más allá perdía la dignidad por la boca en el siguiente. Verás cómo vuelvo yo ahora, si no es haciendo zigzag por las esquinas y con la baba derretida en las mejillas. Verás cómo me encuentro justo con sus ojos y se me desconcha el yo al verme visto por ella. Verás cómo me olvido de todo y mañana me sonrío y me engaño y no me entero.

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—Lo triste, después de todo —dijo con la voz rota, casi en un susurro— es que ni siquiera me acuerdo de la última vez que nos vimos, qué le dije, o cómo llevaba el pelo. No recuerdo si era de día o de noche ni si me importaba de algún modo. Ya sólo me acuerdo de mí tratando de recordarla y eso me pesa en los párpados y entonces me entra el sueño y me duermo y después nada, no los tengo.

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Los martes y los jueves, cuando nos pilla entre semana, sacamos los trastes a pasear y las bolsas de plástico del chino repican como las campanas de San Miguel y el aire caliente del subterráneo nos embota el coco y háztelo tú, que yo tengo las manos sudadas.

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Por detrás, bien al fondo, una oruga sin narguile hacía oes con un canuto y mascullaba entre sendas tenazas que no hay más fraude que uno mismo, cuando se sienta frente al espejo. Después el humo. Y se desvanece.

Ralph Steadman