Hace un tiempo,
me sometí una novedosa terapia de descerebramiento. No sé cuánto con certeza,
porque de eso mismo se trata. Y funciona de maravilla; a mitad del proceso no podía
recordar más que mi nombre y mi talla de alpargatas, poco más; y a duras penas
conseguía balbucharlar silogismos con cierta coherencia, pues cualquiera de mis
pupilas, indistintamente, se distraía con los carámbanos de saliva que pendían
elásticos de entre los pelos de mi barbilla; y así perdía el hilo del discurso,
oblongo y viscoso, como lianas de baba deslizándose por las plieguecomisuras de
los belfos y con cara de bobalicón.
Durante aquel
periodo no soñé nada, eso creo. Tampoco me preocupé. Sí lo hice después, al
cabo de un rato, cuando empecé a soñar ovejas contando pablos. La primera noche
pasaron treinta y cuatro mil ciento noventa y nueve pablos, coma uno. Y cada
noche las ovejas, que eran un montón, pero no tengo ni idea de cuántas,
continuaban rumiatando pablos, contando desde donde lo habían dejado la noche
anterior, más dos pablos con setecientos diez milipablos como corrección para adaptarlo
al calendario de los pestañeos. Y, de todas las ovejas que había, estoy casi
seguro del todo de que ninguna era una oveja propiamente dicha; lo que tú o yo
o incluso cualquiera tildaría de óvido. Para nada. Ni siquiera se acercaba a la
definición más elemental de placentario ungulado. No eran ovejas de ninguna
manera. Ni de lejos. Ni en un siglón de años. Qué va. De todas formas, así
vistas, con el traspárpado granate y semiopaco, parecían ovejas de cualquier
modo. Ovejas contando pablos. Cangrejos contando aguacates ¿Qué más da? Noche tras
noche trasnochando. Nombres contando limas, números contando cifras y ovejas
contando pablos ¿Y ahora qué, eh? Ahora somos un gúgol.
La técnica de
descerebramiento es tan protosimple como nociva, si no se aplica en capas
uniformes, como la crème patissière, y con un palustre flexible, pero no
demasiado flexible. Primero se saja la epidermis con cualquier suerte de
escalpelo por el ecuador del cráneo, o tal vez mejor por el trópico de cáncer, más
o menos sobre la línea de las cejas, las marrones. Esto es para marcar el
camino del corte ulterior, así que, en su lugar, también se puede utilizar un
boli, o un rotu, o algo por el estilo, algo que pinte o cercene. A continuación,
se procede a serrar el cráneo por el surco trazado. Antiguamente, los patacesores
que oficiaban tales prácticas en lúgubres mazmorras del Prenacimiento, hacían
uso de una humilde sierra de Gigli enrollada en torno a la testa para
descapuchar al paciente en un santiamén relativo. Ahora, con los tiempos que
corren, que resbalan, que vuelan, se secciona la cubierta de la cocorota con un
puntero láser y ya sólo queda rascar un poco la corteza y extraer los lóbulos
del relleno sin dejarse ni media meninge ni una miga de bulbo raquídeo. Apenas
sin dolor, aunque, después de eso, como cualquiera puede comprender, uno se
queda con el sistema límbico hecho un ascazo.
Desperté, como
ya dije, con la pechera empapada de babazas y un par de tuercatornillos de
mariposa en sendas sienes. Yacía en un panal reseco y mohíno que apestaba a espray
ambientador, en lo alto de una araucaria. Pasé ocho días y tres noches atrapado
en aquella puta conífera sin saber cómo bajar. Por estas latitudes el sol
oscila raro. Y, al fin, en el crepúsculo vespertino del cuarto octavo día, pasó
por mi lado una cigarra fumando celtas y comprendí que ese árbol no era tan
alto ni tal, ni tampoco el panal, por cierto, si no que se trataba de un zarzal
completo y una vejiga de rinoceronte mustia, respectivamente. Le pregunté a la cigarra que qué tal, y le
pedí ayuda para libertarme del matojo, que se me estaban clavando las espinas
todas en el culo, le dije:
—¡Oye tú, cigarra! ¿Qué tal?
—Ni fu, ni fa —respondió, expeliendo
una generosa bocanada de humo.
—Pues ayúdame entonces a salir de
este punzarbusto, que se me están clavando las espinas todas en el culo.
Se
negó en rotundo, mencionó algo acerca de sus competencias, y algo más, no sé qué
de unas hormigas, y que tenía cosas que hacer, dijo:
—Me niego en rotundo. Soy una
cigarra ¿No lo ves? Lo único que tengo que hacer es estridular aquí y allá y
rascarme bien la barriga. Por aquí pasa una formipista ¿No la ves? Enseguida
desfilarán las hormigas por aquí mismo y yo estaré frotándome para ellas, a ver
si, con suerte, me dejan un poco de grano o una pizquita de néctar que pitear.
—Pierdes el tiempo —le contesté,
dando voces—. Todo el mundo sabe que los himenópteros no sueltan ni media.
—Tú no me has oído estridular —me espetó
—No, eso es cierto —concedí.
—Pues te advierto —me advirtió—
que yo estridulo como ninguna, pedazo de nalgaespín. Cuando yo estridulo la
gente se marea y dice: “¡Uh, uh! ¿De dónde sale? ¡Uf, uf! ¡Nos tienen rodeados!”
Y es que, cuando yo estridulo, no se oye nada más.
—¿Y crees que a las hormigas les
gusta que les estridulen al oído mientras se desloman el tórax? ¡Eres una
majadera!
—Pues ahí te quedas, cabeza de
chorlito, con tu culopincho.
Y se fue
zumbando a estridular a otro lado.
Otra semana
después —ésta de sólo dos días, pero una noche que bien podría haberse titulado
“Era básica y obscura”—, desperté acurrucado entre los marchitos restos del
zarzal. Mi trasero estaba curado y las ovejas ya habían computado un gúgolplex
de pablos y empezaba a temer quedarme sin espacio, aun con esta cabezota lesa y
bien diáfana. Me aseguré de estar justo debajo de la vertical y, cuando estuve seguro,
enfilé hacia adelante —que es, de hecho, la única dirección por la que sé
caminar. Mí no ser un intelectual.
No tardé con
encontrarme con alguien. Lo cierto es que venía escuchando desde lejos unos
plañillantos desconsolados. Era un tipo gordesmirriado, de barriga esférica y
piernecillas de jilguero. Digo que era un tipo, pero bien podría decir que se
trataba más bien de siete octavos de tipo. Estaba ahí postrado, sobre un tocón
bañado en sangre, con las rodillas hincadas en el barro. Gritaba de dolor y se
sujetaba un medio antebrazo del que borbomanaba un chorro de sangre espesa como
natillas. La cimitarra se mantenía clavada en la madera y, frente a las dislocadas
encías del infeliz, su mano escindida y sanguinolenta parecía querer despedirse
mediante un intrincado y macabro lenguaje digitado de espasmos y contracciones que
ninguno de los presentes supimos descifrar.
—¡Qué es lo que has hecho,
animal! —le grité.
—¡Justicia! —profirió
orgulloroso.
—¿Justicia de qué? ¡Estás
chiflado!
—¡Soy un ladrón! —exclamó— ¡Y de
la peor calaña! —hizo una pausa dramática para gimotear y me miró a los ojos
con semblante suspensivo y sobreactuado—. Y a los ladrones por aquí se les
cortan las manos.
—Con que eres un ladrón, ¿eh? —solté
una carcajada— ¡Já! ¿Y se puede saber qué es eso que has ladroneado para tener
que muñonizarte?
—¡Ladroneé mi tiempo! ¡Lo
confieso! —se derrumbó sobre el tocón— ¡Escatimé con los instantes, y los
momentos los guardé para luego! ¡Escondí los ratos bajo llave y me usurpé hasta
las estaciones! ¡Soy un vil ladrón y ahora que me hago viejo lo comprendo! —escrutó
la espantosa y herida de su medio antebrazo, aún sangrietante— ¡Sólo me estaba
ladroneando el tiempo a mí mismo! ¡Me ladroneé la vida sin darme cuenta! ¡Qué
estúpido que soy! Fíjate si soy estúpido, que traté de ejecutar yo mismo mi
castigo sin ser consciente de que, después de desprenderme de una mano, no
podría librarme de la otra.
—Ya sabes lo que dicen: Una mano rebana
la otra.
—Creo que no es así.
—En cualquier caso, puedo
ayudarte. Si quieres, te siego la que te queda en un periquete.
—No funcionaría —musitó.
—¿Y por qué no, eh? —inquirí, ofendido—
Me ofendes.
—Pues porque yo soy la víctima
que ha de vengarse por todo el tiempo que le ha sido ladroneado —respondió,
resoluto—, y porque, si tú me cortas la mano, yo tendría que cortarte a ti la
correspondiente. No tienes ningún derecho a aparecer de la nada, cuando nadie
te ha llamado, y pretender amputarme la única mano que me queda, demonios.
—Vale, vale —ejercité un
aspaviento—. Sólo pretendía ayudar.
—Pues poco favor me haces.
—¿Sabes qué? Creo que ahora me
has ladroneado el tiempo también a mí.
Me
cobré cuatro dedos por aquello, que guardé en mi bolsillo. Y me largué de allí,
dejando al desgraciado con sólo un pulgar para dictaminar justicia. Me arrastré
por un páramo, taciturno, como quien vaga cargando a cuestas su propio cadáver;
así de mal. Y fui a toparme con una ringlera de hormigas. Una hormiga decía: “¿Os
habéis enterado?”. Y las demás coreaban: “¿De qué, de qué?”. Y seguía la
primera: “¡La cigarra se ha muerto! ¡Escarchangelada de frío durante el
invierno!”. “¡Hurra, hurra!” gritaban unas, “¡Oé, oé!” clamaban otras, “¡Viva,
viva! ¡Ya no joderá más con ese maldito chirrío!”. Y la cáfila se desantenizaba
de la risa. La primera volvió a hablar: “¡Eso le pasa por no trabajar!”. “¡Por
no trabajar!”, chascaturreban las demás. “¡Por no trabajar!”, repitió la
anterior. “¡Por no trabajar!”, redundaron las otras.
—¡Basta, basta! —grité yo,
tapándome los oídos— ¡La cigarra sólo intentaba amenizaros la brega estridulando
para vosotras ¿Y así se lo pagáis? ¡Pues tomad caucho, canallas!
Pisoteé
hormigas andando como un funámbulo durante, lo menos, tres leguas, y, después,
me detuve a descansar a la sombra de una araucaria. Claro está que, antes de
eso, llevé a cabo las pesquisas pertinentes para tener la certidumbre de que,
efectivamente, se tratara de una araucaria auténtica. Y así era, por el
momento.
Tras
una elipsis imprevista, abrí un ojo en silencio, procurando no despertar al otro.
Tenía sed, lo cual no es raro, yo suelo tener sed a menudo; pero se suponía que
el descerebramiento era mano de Ubú con la potomanía. Miré mis manos y ya no
eran eso; eran pezuñas. Y mi pellejo habíase cubierto como de una capa de fibra
de algodón bastante cómoda y esponjada. Intenté balar, aterrorizado, y de mi
hocico brotó un alarido simiesco, para nada digno de una oveja, y se despertó
mi otro párpado, y así fue como descubrí que, después de todo, me la habían
vuelto a jugar con la araucaria, y que, desde el principio —y esto lo explica
todo—, estaba yo y mis gúgoles de pablos confinados en un batiscafo, sumergidos
en medio del oceazul. Pablo le dijo a Pablo: “¡Haz algo, que nos hundimos!”. Y
Pablo le contestó a Pablo: “¿Qué quieres que haga yo? ¡Esto es un batiscafo!
¡Se supone que tiene que estar hundido, es así como funciona!”. “¿Y a mí qué me
cuentas, eh?”, respondió Pablo a Pablo, “Seguro que tú tampoco sabías qué
diantres era un jodido batiscafo antes de todo esto!”. “Basta, basta, Pablos”,
dijo ahora Pablo, “Dejad de discutir y atentos: Está pasando algo”.
Daniel Johnston |