12.8.16

De morirse.

Morirse, después de todo, es una faena. Más que nada, porque uno se muere sólo una vez, y ya está. Es una responsabilidad terrible el morirse. El episodio final, último capítulo, el estertor definitivo, fenecer, despedida y cierre.
Nacer, se nace y ya. Uno está tan tranquilo, en su útero, chupando de la placenta, tan a gusto y va, y nace. Pero morirse, o mejor: cómo morirse, casi siempre, puede depender de uno. Al menos tenemos cierto margen de acción consciente, o, incluso, si me apuras, uno puede elegir exactamente cómo y cuándo morir. Y de elegir, al fin y al cabo, es de lo que se trata eso que llaman vida.
                Por eso, cada muerte, la muerte propia digo, la de cada uno, ha de ser memorable. No sé, si tu destino irremediable es diñarla en la camilla de un hospital, procura que alguien se acuerde, aunque sea por unos días. Yo que sé, ve pensando un epitafio ingenioso.
                Yo conocí a un tipo que se murió por un palo santo que se dejó encendido en la mesilla durante toda la noche; intoxicado. El primo de la amiga de una exnovia que tuve, se resbaló con un pellejo de banana y se precipitó por la escalera, rompiéndose el cuello. Y un quídam con el que coincidía en la taberna, la diñó estornudando en la ducha y destrozándose el parietal derecho contra la alcachofa; al parecer, balbucearía sinsentidos, desangrándose ahí tirado, agonizando en el plato, haciendo aspavientos con este brazo, así, y los dedos retorcidos, y los ojos desorbitados: esa no es manera.
                Sueño a menudo que voy en zancos y me distraigo con una mariquita, que se me posa en la mano, y entonces me topo con un cable de alta tensión que me deja tieso y me despierto. Algunas veces me imagino paseando por la calle, tal vez silbando cualquier melodía pegadiza, y, de pronto, un piano cae defenestrado de una quinta planta, o incluso de una octava, y me deja liso y plano como un folio y bien planchado. Es una ilusión que llevo.
                No creo que yo quiera morir, simplemente espero tener una muerte elegante. Algo acorde con mi carácter aventurero y estético, silencioso y locuaz como la cáscara de una nuez o las pestañas pineales. De todas formas, nunca supe explicarme, así que de poco importa.
                Ya lo dije antes: Nacer, se nace, porque no hay otra. El crecer depende de cada uno, ya se prefiera a lo alto, a lo ancho, o a lo profundo. De reproducirse ya hay que tener, más que nada, suerte y ganas, y, de hecho, es opcional. Pero morirse… ¡Ay, morirse! Morirse es lo justo. Lo necesario. Morirse nos iguala a todos, la muerte es lo que compartimos. Eso que dicen.
Yo digo que no. Que uno puede ser recordado así por su vida como por su muerte. Hay, como en todo, ciertas categorías. Al cuñado de la exnovia de la que te hablaba, le recomendaron apio para calmar los nervios y, de sordo y de tonto, él entendió opio, y acabó de caballo hasta las cejas, tirado en una cuneta y con el chándal todo cagado, y meado, y hasta aquí de vómito, sin sonrisa y la mirada para allá. Una lástima. Y da igual que hubiera sido un neurocirujano reputadísimo o la puta Madre Teresa de Calcuta, que yo le recordaré siempre como ese yonqui apestado que la palmó de sobredosis.
A eso voy: Pon tanto ímpetu en tu morir como el que dices que pones en tu vivir. Carpe Mortem. Es casi el mismo juego, la ronda decisiva: Lo importante es irse con estilo.
Me cuento entre los que anhelan una vida tranquila, sin sobresaltos, dejándose mecer y estirada como un hilo; y a estos nosotros no les deseo, para nada, una muerte ajetreada. Por eso dije lo del epitafio, porque no requiere hacer gran cosa, más que nada, decir algo como “huevo”, o “atún”, o quizá “¡ay, caramba!”, o lo que se le ocurra al moribundo en cuestión en ese momento. Tal vez contar un chiste, aunque sea a medias, o empezar a revelar un secreto, guardado cautelosamente durante años y paños, para callarse en el momento clave y espirar el último hálito dejando a todos con la intriga.
Hay muertes de género, como pasa con el cine o la literatura. Hay muertes graciosas como aquel que se muere de la risa, y muertes tristes como la de Mufasa. Hay muertes misteriosas, desapariciones sin dejar rastro. Helter Skelter, holocausto, también tiernas con un beso al veneno de sus labios.
                Yo no me decido entre la muerte por kiki o la combustión espontánea en plena entrega de la Grande Gidouille de platino para el menda. Sin duda, la de paciente cero en un apocalipsis zombi tiene su qué, pero tampoco quiero perderme el rollo del jaleo y la supervivencia ulterior.
                Todo depende de los gustos de cada uno.
                Dicen que cuando uno la palma ve su vida ante sus ojos como en diapositivas. Recuerdos velados, sobreexpuestos, olvidados. Una retahíla de la rutina que es el transcurrir sigiloso de los días. ¿Con qué te quedas? ¿Con tu boda o con aquella vez que te bebiste diecisiete chupitos sin vomitar y encima ligaste con aquella princesa de Java? ¿El día de tu graduación o en plan zen, y te quedas con el compendio holístico de lo que fue tu tránsito por la tierra incluso antes y después del mismo, mientras porfías bonitos vocablos como “fluir”, “el ahora”, o “clinamen”?
                Yo me quedaré con el instante de mi muerte; porque va a ser lo último que recuerde, después de todo, lo último que me pase.

Y qué faena. 

5.8.16

Autorretrato de una ameba.

Mi oficio consiste en fagocitar microbios en el cultivo. En fagocitar lo más rápido posible. Es un oficio de amebas. Primero porque cuando está en el cultivo, la ameba tiene ganas de fagocitar, y luego porque cuando hay varias amebas en el cultivo, todas quieren fagocitar más rápido que las demás.
                Un oficio de protozoo.
                Soy una ameba.
                Tuvimos a las procariotas, tuvimos a los paramecios, tuvimos a las arqueas, tuvimos a los bacilos y ahora estoy yo. Este año voy a ser campeona del laboratorio y, en la próxima placa de Petri, me fagocitaré a todos los microogranismos.
                Soy el protozoo más equilibrado de la muestra, el más tranquilo, el más concentrado, y mi trabajo consiste en reproducirme por mitosis.
                Todos los grandes protozoos se reproducen por mitosis.
                Fagocitar más rápido es antes que nada fagocitar de otra manera; con el fin de sembrar la inquietud y la duda.
                Dar miedo. Fagocitar de tal forma que los demás estén convencidos de que no serás capaz de envolver nada más con tus seudópodos, hasta que una generación entera fagocite como tú.
                En una vida de ameba, no se puede inventar más que una mitosis genial, una y solo una.
                Los bacilos llegaron a los yogures con su fama de «lacto probióticos» y, dos cultivos después, los cincuenta mejores ameboides fagocitaban como ellos.
                Ahora estoy yo.
                Ser una gran ameba es una condición que exige una elongación absoluta de su citoplasma y una concentración total. Yo fagocito a tiempo completo. Fagocito cuando cruzo la platina con el endoplasma en pleno examen. Vivo con una vacuola contráctil en la membrana citoplasmática para regular la presión osmótica. Sonrío al agar y al moho mucilaginoso porque sé que me ayudan a fagocitar. Le doy palizas a las cristidiscoideas, que son unas inútiles, porque sé que eso me ayudará a fagocitar.
                Coged a dos amebas en igualdad de longitud y de material genético, en la misma platina, ponedlas una al lado de la otra, y siempre soy yo la que fagocita más rápido.
                Hago mil fagosomas por semana. Los lisosomas que brotan del aparato de Golgi, esos que degradan antígenos con enzimas proteolíticas, los hago yo todas las noches antes del examen. Me conozco al dedillo todas las platinas del laboratorio y, a ciento cuarenta micras por minuto, las veo pasar al ralentí.
                También me preparo para esos cultivos blandos e imprecisos que nos imponen los azares en la asignación de las placas de Petri. Esos cultivos retorcidos que permiten a un Amoeba Proteus, el eucariota, convertirse en campeón de fagocitosis.
                Todo cuenta en tu fagocitosis.
                Un día, la posición de tu seudópodo se convierte en lo esencial. Es el seudópodo lo que determina la fagocitosis. Has cepillado tu membrana plasmática, te has cambiado catorce veces la forma de tu ectoplasma, has montado en cólera y has perdido por dos orgánulos en la platina de un microbiólogo cualquiera porque al encenderse el foco te has preguntado en qué posición exacta tenías el seudópodo.
                Cuando duermo, fagocito, cuando fagocito, fagocito. Diseño mis glucosidasas, modelo mis fagosomas. Mi vácula y mi citoplasma son inquebrantables, tengo un linaje inconmensurable fruto de la cariocinesis.
                En cuanto el científico me libera en el vidrio del cultivo, libera toneladas de fagocitosis. Después queda una ameba en la platina que ya no tiene núcleo, ni vácula, ni membrana, y que se desliza para fagocitarse a toda célula que pille más rápido que las demás amebas.
                Es la regla.

                Y luego está ese momento que inevitablemente llega en una vida, el único momento de verdadero reposo, de reposo absoluto. El quiste.

                Has fagocitado todo microorganismo a la derecha y a la izquierda, entras en la placa de un científico inepto que comete ese minúsculo error de cálculo, ese pequeño fallo estúpido (que no es de distracción, porque los científicos ignoran la distracción) que te aparta de las condiciones ambientales favorables. Y ahí llega el verdadero reposo, la animación suspendida. Ya has perdido la flexibilidad de tu ectoplasma, luego enseguida tus seudópodos se encogen y se marchitan. Ya nada tiene importancia, ya no eres una ameba, tu núcleo se endurece, tu membrana se enquista, sabes que vas a ser fagocitado.

Joan Miró


*en respuesta al «Autorretrato del esquiador» de Paul Fournel