26.8.19

Las aventuras de Panocchio: Escena segunda.



                En una habitación de albergue transitorio del Casino Felice, se sobreentiende que de forma simultánea a aquello acontecido en las cocinas. Steve Buscemi yace con una puta en una cama sin dosel, semicubiertos por las sábanas, dejando a la vista los pezones de ella y no los de él. Ella fuma, él tiene un ojo en blanco y el otro fijo en el vértice opuesto del techo con la pared.

STEVE BUSCEMI: No doy propina.

PUTA: ¿Perdona?

STEVE BUSCEMI: No te ofendas, pero no creo en eso. Ha estado bien y tal, pero tampoco ha sido espectacular. Además, es tu trabajo. Si tienes problemas para pagar tus gastos aprende a escribir a máquina.

PUTA: Imbécil. Sólo te he pedido que me acercaras el cenicero, pedazo de mierda. Anda, termina tu jodida historia y lárgate de aquí.

STEVE BUSCEMI: Ni lo sueñes, muñeca; la que se va a largar cuando termine mi jodida historia vas a ser tú. Yo he pagado por esta pieza hasta el desayuno.

PUTA: Pues entonces termina tu jodida historia y deja que me largue de aquí.

STEVE BUSCEMI: Bien, ¿por dónde iba?

PUTA: La alpaca de Notre Dame.

STEVE BUSCEMI: ¡Cierto! Pues eso, que los productores se obcecaron con meter una escena de ascensor, y ya sabes lo difícil que resulta rodar una escena así. A mí no me importa, yo soy actor; interpreto. Pero es un engorro para el resto del equipo, por no decir que te cargas todo el rollo de la verosimilitud, tratándose de una tragicomedia de corte humanista ambientada en el medievo francés tardío. Pero vamos, que yo soy actor y de eso no opino. Total, que todo terminó con una serie de cambios en el guion, por orden directa de los de arriba (no preguntes), entre los que se incluía una nueva escena en la que yo, o, bueno, mi personaje, moría precipitado por las escaleras. Hasta ahí todo bien, no me importa morir, si pagan bien. El caso es que, curiosamente, rodamos los interiores de esta escena en la sinagoga de Estrasburgo, y, como no había presupuesto para un doble de riesgo especialista en caídas por la escalera, y también debido a mi fama, eso que dicen de que se me da estupendamente el morirme, pues los productores decidieron que yo mismo debía tirarme escaleras abajo cosa de cuatro tramos o por ahí. Y así lo hice, por supuesto, y es que no pagaban mal, nada mal, desde luego. La historia, después de todo, es que así es como me rompí este diente y medio.

PUTA: ¿Y cómo te rompes diente y medio?

STEVE BUSCEMI: Pues eso te estoy diciendo; me tiré por las escaleras de la sinagoga de Estrasburgo.

PUTA: Me refiero a cómo es posible romperse medio diente. Está claro que cualquiera se puede partir un diente, pasando así a convertirse en medio diente, por un lado, aún en la encía, y en un pedazo de diente, por otro, que es el trozo desprendido de la cavidad bucal. Por lo que no es posible romperse un diente y medio, como dices.

STEVE BUSCEMI: A no ser que ya me hubiera partido un diente antes.

PUTA: Ahí sí.

STEVE BUSCEMI: Pues esa es otra historia, y si quieres oírla vas a tener que darme propina tú a mí.

PUTA: Vale. Que te jodan.

                La puta abandona la pieza y Steve Buscemi mira con un ojo al quicio de la puerta y con el otro al hueco en el colchón que alberga la ausencia de ella. Se queda así un rato sin pestañear siquiera y, de súbito, se queda dormido y empieza a roncar como ronca Steve Buscemi.

(ELIPSIS, la misma de antes, aunque distinta concubina)

                De debajo de las sábanas, Steve Buscemi emerge transfigurado en un terrible y monstruoso insecto. Una suerte de exoesqueleto rollo Gregorio Samsa, pero con la cara de Steve Buscemi, y con antenas, y patas, y un gonopodio de once centímetros, algo espantoso.

STEVE BUSCEMI: ¡Uuuurrrgh! (grito desgarrador)

                Y se escabulle reptando por el conducto de ventilación.

13.6.19

Phábula de Esquilo y Quelonio | canto segundo (y penúltimo): El caso del dramaturgo acéfalo.

Gela, 456 a.C.

            Un jinete amazón de rumiante rocín y coraza bronceada se llega a la aldea de Gela, en Sikelia, con cara de llevar varios días sin probar ni gota de vino. Calza un casco de latón incomodísimo con una cresta de crines azules muy chula, y sobre el lomo carga con un aspis koilè bien redondo como la cáscara de un quelonio, pero con una cabeza de Medusa seccionada muy grotesca pintada en el centro. En el mismo sendero aguarda un aldeano robusto y bien hermoso, que prefiere mantener el anonimato.

            “¡Kalimera!”, dice el forastero. “Será más bien kalispera”, responde, agrio, el agricultor. “Sí, eso, como se diga. Yo es que soy de fuera y estoy exhausto y sediento. ¿Por casualidad no tendrás un poco de vino?”. El aldeano le alcanza una vejiga rebosante y dice: “Menuda yegua guapa que te gastas, colega”, y, tras un largo trago, contesta el otro: “Ya te digo, pero no veas lo que consume”. Y añadió: “Por cierto, ¿no será usted Abel?”. “No, ese es mi hermano, ¿por?”. “Soy Hipólito Papadopoulos, hoplita del cuerpo de perípolos de Siracusa, sección Krypteia, y vengo a investigar un crimen”. El campesino, algo inquieto, responde: “¿Qué me dices? ¿De la secreta? Pero si yo no sé nada de nada acerca de ningún crimen”. Hipólito no se deja amilanar y continúa: “Eso es lo que trato de averiguar. Un tal Abel envió a un mensajero a pierna para informar de que un cadáver célebre había aparecido en los confines de la aldea de Gela, y heme aquí, vengo a encontrar al culpable y a ejecutarlo”. El campesino agarra la vejiga de las manos de Hipólito, bebe, bebe, bebe y dice: “¡Ah, te refieres a Esquilo! Sí, lo encontramos muerto la semana pasada, ahí en el campo con la cabeza rota”. “¿Y qué habéis hecho con el cuerpo?”, inquirió Hipólito. “Pues es que a Abel le da mucho asco la sangre y se desmaya nada más verla, y no iba a cargar con el fiambre yo solo, así que ni lo tocamos, por lo que ahí seguirá”. “Muy bien, pues llévame a la skene del crimen”.     

            El campesino anónimo condujo a Hipólito Papadopoulos hasta un descampado yermo sembrado de colillas. “Ahí mismo lo tiene, señor agente, justo detrás de ese matojo”, dijo el aldeano, “Yo no me acerco más, que ya apesta bastante por aquí”.

            Hipólito se acercó y estudió el panorama puesto en cuclillas y apoyado en su lanza: Cuerpo de varón adulto, complexión vieja, estatura tumbada en el suelo, más bien tirada de cualquier manera, y en fecundo estado de descomposición. Cráneo parcialmente destrozado, pero parcialmente del todo, al parecer a causa de un objeto muy contundente. Se adivina la mandíbula inferior, con algunos incisivos color ocre y el resto de un tono más bien mostaza. Lo demás es un amasijo de cartílago y seso y trazas de cráneo esparcidas alrededor. El encéfalo está como del revés y al hipotálamo medio deshecho le ha brotado un cultivo de moho, por lo que se puede determinar que la víctima lleva muerta, por lo menos, un par de horas. Las extremidades están llenas de mordiscos y arañazos, pero parecen ser post mortem, debido las alimañas del campo, que se han cobrado también la lengua del sujeto y sus globos ópticos y oculares. Además, enarbola una amenazante erección, pero que probablemente sea también post mortem. Un asco. “¡Por Zeus, qué desagradable!”, exclamó Hipólito, tragándose el vómito, “¡Jamás, en diecisiete años de servicio, diecisiete digo, había visto algo tan repugnante, coño! ¿Cómo no lo habéis tapado con una manta o algo? ¿Hola?”. Pero nadie respondió; el aldeano anónimo se había esfumado.

CORO:             Sucede ahora que el agente Papadopoulos acordona el perímetro y enseguida se aúpa a los lomos de su yegua equina y cabalga de regreso a la parsimoniosa aldea de Gela a trote manido y regurgitante. Lo primero que se encuentra, llegado a la semipólis, es una tosca taberna de licores que también hace las veces de carnecería, un buen sitio, se dice el hoplita Hipólito, para empezar con las pesquisas. Allí se tropieza, por designio de los dioses o casualidades de la vida, con la parroquia al completo del asentamiento: El campesino anónimo acompañado del que resultará ser su hermano, Abel, además de un viejo troglodita que regenta el emporio que responde al antropónimo de Tú, y más nadie.

            Dice Hipólito: “¡Kalimera a todo el mundo! Me presento: soy el agente Papadopoulos, de la Krypteia de Siracusa, y vengo a hacerles unas preguntas acerca del célebre cadáver que ha aparecido en las inmediaciones de su aldea”. Abel es el primero en intervenir: “Kalispera, señor agente. Yo soy Abel, hijo de Adán, y he sido quien ha dado el aviso. Mi hermano Caín justo me contaba ahorita que le estuvo enseñando la skene del crimen”. Y Caín: “¡Idiota! ¡Te dije que prefería mantener el anonimato, pedazo de imbécil!”. Abel replica: “¡Pero cómo no le vas a decir tu nombre! ¿Y cómo te llamaría entonces? Tú ya está cogido”. E interrumpe Hipólito: “Vamos a ver, calma chicha todo el mundo. Aquí cada uno me va a contar lo que sabe de este asunto y me lo va a contar ahora. A ver, tú, empieza”. “Pues yo lo que sé es que Esquilo era tan bueno haciendo amigos como ganándose enemigos…”. “No Tú, tú”, y señala a Abel.

            Abel, cándido, comienza su relato: “Yo casi no sé nada de nada, de veras. Apenas sé leer hasta la beta y me dedico a mis ovejas, que son tan, pero tan suaves, y a poco más. Conocía a Esquilo de vista, pues solía pasear por los campos donde pastoreo, pero jamás cruzamos palabra alguna, si acaso un gesto desde lejos, como quien dice kalispera. Sé que viene de Atenas, y que vive un par de colinas más para allá, al raso, y que dedica sus horas a la contemplación, cuando no a la dramaturgia. Que fue bien celebrado en sus tiempos y gozó de tener tirón, pero Sófocles le tumbó en el certamen del 68 y a partir de entonces no afina. Oí que la Orestíada está bien, pero aún no la he visto. La verdad es que apenas tengo tiempo de ir al teatro, con el rebaño y tal. Y eso, que el otro día, el martes pasado, si no recuerdo mal, pasaba por el campo con mis ovejitas y me topé con aquello, ya lo has visto, y me desmayé del todo por completo. Cuando me repuse corrí a la mensajería y envié a Nikopolidis para que os diera la noticia. Por cierto, aún no ha vuelto, ¿sabe algo de él?”. “Murió de agotamiento nada más llegar a Siracusa”, respondió Hipólito. “Vaya… lo amaba”, musitó Abel, entre sollozos. “Sí, tenía cara de buen chaval, pero ya te digo, le dio un asma neumática súbita y murió inmediatamente sin despedirse siquiera”, sentenció Papadopoulos.

                Abel rompió a llorar, agarró su jarra y bebió sin consuelo hasta que la leche se le derramó por el pecho. Hipólito rompió la tensión: “Vale, tú, ¿qué más sabes?”. Y Tú prosiguió: “Es bien conocida la encarnizada rivalidad que mantenía Esquilo con sus coetáneos en los agones anuales de dramaturgia como fueran Eurípides y Sófocl…”. Pero Papadopoulos le cortó enseguida: “No Tú, tú”, esta vez señalando a Caín.

            Y Caín, limpiándose la bocaza de vino, inicia su testimonio tal que así: “A mí de Esquilo lo que más me gustaba eran las tragedias belicosas. Los siete contra Tebas, Los Persas y tal. Sobre todo las primeras, cuando le daban filo de bronce a esos medos de mierda. Un auténtico héroe de guerra: Maratón, Salamina, Platea... y conservando todos los miembros. Una vez lo vi recitando en voz alta por los cultivos de gramíneas, pero estaba lejos y no lo oí. También tengo entendido que hizo buenas migas con el tirano Hierón en Siracusa, quien le permitió habitar esta ínsula. No tengo ni idea de por qué le condenaron al ostracismo en Atenas, ni mucho menos quién lo mató, puede creerme, señor agente, pero una cosa le digo: esto con Hierón no pasaba”. 

            Hipólito meditó unos instantes, tratando de encajar las piezas de algún modo para establecer, por lo menos, una suerte de hipótesis. Se rascó la cocorota bajo el casco y resolvió: “Vale, Tú”.

            Y dijo Tú: “Todos sabemos que Esquilo era un poco facha y racista con el tema de los aqueménidas, pero no hay que olvidar…”, y Caín interrumpió: “¿Aqueménidas? ¿Te refieres a los medos?”. Sigue Tú: “Sí. Decía que, aunque reciente, en su contexto histórico…”. Y Abel: “¿No eran acadios? Me he perdido”. “El temor a una invasión de suelo griego…”. Ahora Hipólito: “Creo que os referís a los persas”. “Por el cromatismo de la piel…”. Y, de nuevo, Caín: “¡Me da igual como se llamen, son unos morenos de mierda!”. Prosigue Tú: “Y se vio expulsado de Atenas cuando descubrieron que había plagiado Luz de Agosto de Faulkner”. Y Papadopoulos, despapadopoulizado: “¡Cómo se le ocurre plagiar a Faulkner! ¡Con la devoción que hay en Atenas por Faulkner! ¡Faulkner!”. Y saca su revólver reglamentario del cinto y pega dos tiros al techo. Abel se tira al suelo hecho un ovillo. Alguien grita: “¿¡Qué daimones es semejante hechicería!?”. Pero Tú continúa: “Y vivía a la intemperie debido a un vaticinio que recibió en Delfos en el que le decían explícitamente que…”. Y Caín, a Abel: “¡Oye, tu, espabila!”, y le suelta un garrotazo en el cráneo que lo deja muerto.

CORO:            Y así ocurrió que el hoplita Hipólito Papadopoulos tuvo que interrumpir el interrogatorio por defunción de uno de los testigos y abandonar toda investigación. De este homicidio poco pudo investigar, por hallarse presente en la más pura evidencia, y como la legislación vigente en aquella época remota determinaba que el dueño del establecimiento es el encargado último de impartir justicia, el asesinato de Abel estaba fuera de su jurisdicción y ajeno a sus competencias. Pero resultó que a Tú le dio un infarto esa misma noche, usando las letrinas todo lleno de caca, y Caín salió impune y libre de todo cargo. Nadie sabe qué más fue de él. Hipólito, en cambio, volvió a Siracusa, donde le reprocharon su incompetencia inoperante con respecto al caso del dramaturgo acéfalo y fue degradado a agente de tráfico, cuyas funciones, en aquellos tiempos, eran más bien escasas y las tareas de Papadopoulos se vieron reducidas, pragmáticamente, a recoger los excrementos y las inmundicias de las bestias de tiro, escoltando las carretas de los mercaderes por las cochinas calles de Siracusa.

16.5.19

Las aventuras de Panocchio: Escena primera.



Teofrasto Paracelso (no confundir con Teofrasto Paracelso, alquimista, médico y astrólogo suizo) es un tipo normal y amalfitano que pasa las noches laborando en la cocina del Casino Felice, un lupanar obscuro, mancebía por excelencia de la angosta aldea de Estrómboli, en Estrómboli.

                Teofrasto no es conocido por sus platos, pues nunca firmó ninguno, pero él mismo se enorgullece de preparar un kalanchoe e funghi con salsa de cilantro para quitarse el sombrero, aunque no lo pida nadie, y el bomodojopo de alcapárragos también le queda de rechupete, los mejores alcapárragos del archipiélago, dice él a menudo, pero esto apenas aparece en las comandas. Lo que más se solicita en el Casino Felice, olvidando los licores y los orificios, es pez con papas y mazorcas de maíz.

                 Esta noche, la noche del veintipico de setiembre, Teofrasto Paracelso se encuentra sentado en un taburete de madera de olmo, frente a un cubo de plástico, pelando panoyas.

TEOFRASTO PARACELSO: ¡Ay de mí, otra vez pelando panoyas! ¡Yo, amalfitano como el que más, pelando panoyas! ¿Para qué? ¡Para un atajo de depravados! ¡Ingratos!  ¡Yo, que tuve que cruzar el Tirreno oculto en un barril sin lavabo propio, perseguido por la Inquisición Española como consecuencia de mis descubrimientos y avances en la ciencia gastronómica! ¿Así me lo pagan? ¡Así me lo pagan! ¡Necios! ¡Pelando panoyas en un burdel!

                Por el ventanuco de la cocina, a espaldas de Teofrasto, aparece el busto ecuestre de Juan Hunyadi, alias Azote de los turcos, que regenta la taberna del Casino Felice, sobre todo esporádicamente y para fastidiar a Paracelso, en opinión de este último.

BUSTO ECUESTRE DE JUAN HUNYADI: ¡Oye tú, amalfitano! ¡Deja de quejarte y pela esas panoyas, que esta noche viene el condeduque de Filicudi!

TEOFRASTO PARACELSO: ¡Ya va, ya va! (Aparte, entre dientes, como un amago de susurro, perfectamente oíble) Será idiota, por mí como si viene a cenar con su puta vieja.

BUSTO ECUESTRE DE JUAN HUNYADI: ¡Tú pela esas panoyas! Que al seboso le pirra el maíz en manteca y los perineos.

TEOFRASTO PARACELSO: ¿Qué seboso dices?

BUSTO ECUESTRE DE JUAN HUNYADI: ¡El condeduque de Filicudi!

TEOFRASTO PARACELSO: ¡Por mí como si viene con su puta vieja!

BUSTO ECUESTRE DE JUAN HUNYADI: ¡Por todos los húsares de Hungría, tú pela esas panoyas!

                Y siguió Teofrasto Paracelso cogiendo panoyas del cesto (o del saco, en su defecto), pelándolas, y dejándolas en otro cesto (éste sí que tiene que ser un cesto de todas todas), listas para cocinar. Panoya tras panoya hasta que alguien se aburra y se largue. (Pasa una concubina con un cartel con el palabro ELIPSIS inscrito, al estilo de las azafatas de los combates de boxeo). Coge otra panoya, la pela, y al cesto, y otra panoya, y la pela, y así.

                De pronto, una panoya en particular se revuelve en el cesto (o el saco).

PANOYA: ¡Espera, no me peles! ¡Soy una panoya que habla!

TEOFRASTO PARACELSO: ¡Lo que me faltaba! ¡Ahora una panoya que habla!

PANOYA: Y no sólo eso; también recito y tarareo. Perdóname la vida, hazme el favor, anda. Y te concederé tres deseos.

Teofrasto hundió la manaza en el saco (o en el cesto) y, a tientas, agarró la panoya parlante (que era, en efecto, la única que palpitaba) y la sacó del mismo (lo que fuere). La examinó. Se trataba de una panoya vulgar y corriente a ojos vista, pero si cualquiera se fijara en ella detenidamente, podría localizar unos grandes ojos de panoya en uno de sus costados, que bien podrían ser sus ojos, e, inmediatamente debajo, una boca enorme de amarillas muelas por la que, definitivamente, podía hablar, recitar e incluso tararear, aun siendo, a fin de cuentas, una simple panoya.

TEOFRASTO PARACELSO: ¿De verdad que concedes deseos?

PANOYA: ¡Pues claro!

                En ese instante, el grano de maíz de la punta de esta panoya en particular, conocido en los círculos agrimensores como cariópside zero, lo que es el picacho del olote, vaya, pues ese grano justo estalla y se metamorfosea en palomita de almidón, dejando a la panoya una calvicie incipiente en plena cocorota, apenas flanqueada por un par de lacias espigas.

                Y así fue cómo Teofrasto Paracelso indultó a la panoya de ser pelada y la adoptó como su vástago, pupilo y heredero, otorgándole el humilde, gentil, democrático y desinteresado sobrenombre de Panocchio.

25.2.19

Las aventuras de Panocchio: Preludio.


                1973. En algún lugar del espacio aéreo del condado de San Luis, Misuri, un piloto agrícola llamado Frank engulle un pastelillo de crema de maní a mil pies sobre los campos de maíz híbrido. En su contrato, se establece explícitamente que realiza labores de fumigación de lo más rutinarias, y eso es lo que Frank dice a sus compinches de La Gamba Roja, en Creve Coeur, cuando se beben unas pintas: que simple, sencilla y llanamente, fumiga. Pero lo que Frank ignora es que, entre la pluritura de substancias y productos que él mismo reparte en diásporas por los campos de Misuri con su M18 Dromader de fabricación polaca, se encuentra oculto un curioso componente; un extraño medicamento sintetizado en un laboratorio secreto, quizá también de Polonia, del que no sabemos más nada. Al margen de todo esto, en su fuero interno, Frank se imagina a sí mismo como el último piloto en vuelo de un escuadrón aéreo derribado por el fuego de artillería jemer en la II Guerra de Indochina, cuya misión es sanear con napalm los latifundios de Cambodia. Y así es como Frank finge que se divierte, y así palia la rutina, pero en realidad lo único que hace es regar con estelas químicas los cultivos de gramíneas.