Kingston, Jamaica; 1955.
La luna se eleva sobre el pub de Louie, junto al puerto,
apenas quedan unos cuantos bebedores en torno a la única mesa repleta de naipes
y conchas. Cada centímetro de pared está cubierto de fotografías de los
hermanos perdidos en la mar, redes, aparejos y, sobre la barra del diminuto
local, la mandíbula de un galano con sus afilados colmillos brillando con la
anaranjada luz de las lámparas de aceite.
El ambiente está cargado de humo y ron y cálido salitre. Los
comensales se despiden entre ebrias carcajadas camino de los catres que les esperan
en la planta de arriba, mañana será un largo día en el azul espejo caribeño.
El más joven de ellos, Pigeon, se acerca al tabernero, Louie,
un viejo lobo de mar que había renunciado a navegar por razones que nadie
conocía. Louie era un tipo robusto, con una espesa barba dorada y el ojo
derecho siempre entrecerrado. Se mostraba siempre reservado y pocas veces hablaba
con la escasa clientela, aun así era respetado entre los pescadores de la zona
debido a extrañas leyendas y rumores que envolvían su figura. Nadie sabía si todas
aquellas historias eran ciertas, pero si algo sabe un hombre de mar es que si
un viejo mareante calla sobre sus aventuras es porque tiene demasiadas que
contar.
Pigeon era huérfano, y desde que tenía memoria había estado embarcado
en una chalana tirando de redes con callos en los dedos y sudor frío por la
frente y la espalda a cambio de una parte de la pesca diaria. A pesar de su semblante
alto y desgarbado, sus brazos eran fuertes y fibrosos. Pigeon era también un
muchacho bastante tímido.
—Louie —dijo Pigeon, apoyado ya en la barra con la mirada
perdida.
—Es tarde —contestó Louie con su voz ronca y cansada—, vete
a dormir, chico, no quedan muchas horas antes de que zarpéis y en la mar hay
que tener la quijotera bien despejada.
—Sí… esto… —titubeó Pigeon— Quería preguntarte una cosa.
—Está bien —cedió el viejo—, ¿Qué te trae de mollera?
—Verás… como sabes yo no soy de aquí, de Kingston.
—Ya, ya… ¿Cómo se llamaba aquella isla?
—Santa Clara, vengo de Santa Clara.
—Bien, bien. La conozco. Siempre se me dieron mal los
nombres.
—El caso es —continuó Pigeon— que quiero volver. Quiero
volver ahora.
—Conozco ese tono, muchacho —se burló Louie—, tú estás
enamorado de alguna moza.
—Sí, y no.
—Tal vez ya soy viejo y no me funciona la sesera, hermanito,
pero no entiendo a dónde quieres llegar.
—Louie, Louie… me tengo que ir. Llevo semanas soñando con
ella, pero no sé si existe. Siento aquí dentro que ella está ahí, sentada en la
blanca arena con una flor en el pelo, esperándome. Esperándome a mí. Como si
nos hubiéramos separado en otra vida y ahora nuestro destino fuera volver a estar juntos.
—Pequeño Pigeon —le interrumpió Louie—, eres joven y no
sabes de lo que hablas. Tu infantil espíritu está hechizado por los antiguos
poetas. Pero no eres un poeta. Maldita sea, no somos poetas.
—Louie, por favor —imploró Pigeon con los ojos vidriosos—,
préstame tu bote para volver a Santa Clara, tengo que ir.
—Ay, pobre niño. ¡Hay tres días de travesía hasta esa isla
tuya! Deja de soñar con princesas de cuento y vete a dormir, mañana tendrás una
dura jornada. Olvídate de esas fabulaciones que te absorben el seso.
Pigeon accedió con decepción, y se encaminó escalera arriba
para acostarse en su litera. Pero no durmió, esperó y esperó hasta que la luz
del pub se deshiciese en la noche y no reinase más que el ruido de las olas y
algún ronquido. Se deslizó entonces con cuidado de que la madera roída por la
humedad no crujiese y en unos pocos minutos ya surcaba las oscuras olas bajo la
tibia noche.
No supieron más del joven Pigeon. Algunos creen que se
perdió en el océano, víctima de su insensatez.
Unos pocos, sin embargo, los de
espíritu poeta, aún cuentan que llegó a la blanquecina orilla de Santa Clara tras
tres días y tres noches en la mar, y que una muchacha con flores en el pelo
estaba esperándole.