Hace tiempo fui a recoger a Howard a la consulta, no tenía
cita previa como de costumbre, sólo nos apetecía vernos y charlar un rato con
unas cervezas en el Jamaica, acordarnos de aquel cadáver que nunca enterramos
juntos y rememorar las estivales ensoñaciones de Hyde Park en duermevela.
Incluso me diagnosticó una “hiperreflexión
kafkiana” o algo así, y entonces yo le conté que hacía cierto tiempo me
traía de cabeza cierto asunto, que algo me repiqueteaba en la mollera, me
sembraba la quijotera de cierta congoja.
—¿Qué te turba, Village? —me preguntó cuando el camarero nos
servía unas hamburguesas.
—Pues que me apena pensar en el cementerio de pepinillos.
—¿A qué te refieres? —dijo mientras apartaba el pepinillo de
su hamburguesa.
—¡Eso! ¿Ves? ¡Lo has vuelto a hacer?
—¿El qué?
—¡Pues que has quitado el pepinillo! ¿Por qué no pediste la
hamburguesa sin él? ¡Coño!
—¿Qué dices?
—¿No te he hablado del cementerio de pepinillos?
—Estás majara.
Y le empecé a contar:
—El cementerio de pepinillos es un sitio muy peculiar,
imagínatelo, montones y montones de rodajas de pepinillos desechados, unos
manchados de kétchup y mostaza, otros de queso cheddar fundido, incluso algunos
de mayonesa o cosas peores.
»Estas rodajas son apiladas en columnas y forman grandes arcadas
y bulevares agridulces, aunque no son sitios muy agradables, pues todo está
pringoso y huele mucho a vinagre.
»Huele tanto a vinagre, que ningún ser humano podría
atravesar sus sinuosas calles hasta llegar al centro con vida.
—¿Y qué hay en el centro? —preguntó entonces Howard,
sorbiendo su cerveza en un largo trago.
—En el centro, Howie-ho, no hay más que los restos de los
primeros pepinillos de hamburguesa que fueron rechazados por zampabollos
ingratos.
—¿Y por qué querría alguien llegar hasta ahí?
—Bueno… —bebí un poco de cerveza—, supongo que no es una
hazaña desdeñable ¿no?
—Se te va la pinza.
—¿Por qué dices eso, tío? Sólo intento reflexionar
poéticamente sobre la condición de los pepinillos con mi psicólogo mientras me
bebo unas cervezas.
—No sé por qué todavía no estás en un psiquiátrico —dijo
entonces con una sonrisa contrariada.
—Ése era el trato ¿Recuerdas?
Y pasó un largo rato mientras masticábamos los últimos
pedazos de nuestras hamburguesas (yo además me comí los pepinillos de Howard),
y pedíamos otra ronda de cervezas. Entonces decidí romper el incómodo silencio.
—¿Sabes en qué más he pensado? —dije.
—¿En qué? A ver… —contestó.
—En estos videojuegos de fútbol por internet ¿Sabes? Todos los
que juegan tienen jugadores y cosas y usan unas monedas, que son como puntos,
para intercambiar todo eso con otros jugadores, como si fuera dinero.
—Ya, ¿y?
—Que… ¿Quién controla todo ese dinero? Porque no pueden dar
moneditas a todo el mundo así, con todo el cuajo, habría inflación. Por lo que
tiene que haber algo, un organismo o algo así que controle el dinero. Una
especie de fondo monetario, de la FIFA, el FMFIFA. Fmfifa, dilo, suena raro, pero es gracioso. Fmfifa.
—Fmfifa —y se echó
a reír. Y yo también, mientras repetíamos la curiosa palabra que nos habíamos
inventado. Y reímos un buen rato y bebimos nuestras cervezas.
—Meca, ¿y qué le
paso al Oakriver el otro día? —preguntó entonces Howard mientras se sonreía.
—Ya, ya… —dije yo, consciente de que a lo que se refería era
que mi equipo, el Oakriver, había perdido contra el filial de su equipo, el Sporting
de Greenbay B, por cuatro goles a uno— ¿Qué le vamos a hacer? Salieron embobaos y no jugaron un carajo.
Y Howard no supo cómo mantener su burla viva frente a mi
guasona resignación y bebió otro trago de cerveza mientras buscaba otro tema de
conversación. Luego yo también bebí un trago.
Y ya. Hace tiempo que no veo a mi psicólogo para beberme
unas cervezas.