El otro día me
ocurrió algo rarísimo, lo que es de agradecer cuando pasas una de esas extrañas
épocas en las que no pasa nada, de las que la lluvia parece no mojarte casi por
desidia y hasta los pájaros deciden dejar de cantar alegres canciones o en su lugar
tararean monótonos ritmos.
Pues eso,
decidí romper la tediosa rutina dando un paseo por el campo. No es que en el
campo pasen demasiadas cosas, pero supongo que me apetecía alejarme de los
coches y el ruido y despejar la mente un rato.
Así que, como
de costumbre, el despertador empezó a sonar a las seis de la mañana, justo en
ese momento en el que el sol se ha alzado lo suficiente como para asomar
tímidamente por encima de las colinas que se ven por mi ventana y teñir mi
cuarto con una luz de un dorado pálido. La radio se enciende entonces con los
acordes de I got you babe, justo como
en aquella película de Bill Murray, pero supongo que no es más que una alegre
coincidencia que me ayuda a amanecer con una sonrisa.
Sería muy
largo contar todo lo que vino después. El desayuno y todo eso, así que iré
directo al grano:
Caminaba por
el campo, aunque más bien podría decirse que aquello era un sendero en el
bosque, cuando me crucé con una mujer que cargaba con un gran fardo por cuya
abertura sobresalían unos cuantos sobres arrugados. Por su uniforme amarillo y
azul deduje que se trataba de una cartera del servicio postal.
—¡Buenos días!
—la saludé.
—Buenos días
—dijo ella entre suspiros, agotada—, ¿sabe usted dónde se encuentra Ninguna Parte? Debo entregar una carta y me han traído aquí, llevo horas dando vueltas
perdida.
—¿Ninguna Parte? Supongo que eso puede ser
cualquier sitio ¿no? —bromeé, aunque por la desesperada expresión de la cartera
sospecho que no tuvo gracia.
Me sentí
entristecido por la situación de aquella mujer, buscando un lugar desconocido
sin tener más pruebas de su existencia que una dirección escrita en un sobre de
papel; así que, aunque mi intención era dar un sencillo paseo en la naturaleza,
me decidí a ayudarla.
—¿Sabe? —le
dije entonces —No tengo nada que hacer realmente así que… ¿Qué le parece si le
ayudo a encontrar Ninguna Parte?
—¡Oh, eres muy
amable! —Contestó ella— ¿Cómo te llamas?
—Soy Alonzo,
¿y usted?
—Me llamo
Cilene.
—Vaya, Cilene,
¡qué nombre tan bonito!
—Sí, muchas
gracias.
—Bueno, ¿Qué
le parece si buscamos Ninguna Parte?
Pasamos horas buscando aquel dichoso
sitio —incluso llegué a pensar que aquella mensajera en realidad lo que hacía
era tomarme el pelo, pero era imposible fingir esa desesperanza con tanta
veracidad—, el sudor me corría por la frente y la espalda y tenía las piernas
cansadas y los pies doloridos por la caminata, por no hablar de los insectos
que se habían estado entreteniendo echando pequeños tragos de mi sangre
dejándome los brazos llenos de picaduras.
—Ya está —dije
cuando no aguantaba más, arrojando con enojo la rama que había estado usando
como bastón—. Lo siento, pero no daré un paso más. Creo que no existe Ninguna Parte. Que te han timado,
Cilene. Llevamos aquí todo el día y no he visto más que árboles y mierdas de
ardilla, así que adiós.
Aún así, con
todo lo que le había dicho, seguí su camino con paso cansado, más que nada
porque me había perdido, y preferí buscar la ruta de regreso compartiendo la
marcha con alguien, pues había algo en los pájaros de aquel bosque que me daba
mala espina. No sé si serían esas plumas negras como la noche más oscura o
aquellos picos del color del bronce que parecían cimitarras oxidadas por la
sangre vieja y reseca.
A estas
alturas ya había perdido completamente la noción del tiempo, pero supongo que
una media hora después de aquel arrebato de desesperación dimos con un gran
lago gris que yo no recordaba haber visto en ningún mapa. Justo en la orilla
llena de fango y ranas, un tosco cartel de madera carcomida vestida de musgo
nos señaló que acabábamos de llegar a Ninguna
Parte.
—¿Esto es Ninguna Parte? —pregunté al propio
cartel—¡Aquí no hay nada más que ranas! ¿Dónde está el buzón?
—¡Ahí! —gritó
Cilene soltando la saca del correo mientras señalaba con el dedo índice un
minúsculo islote en el centro del lago en el que sólo había eso, un buzón.
—Está bien
—dije entonces con cierto alivio— ¿Cómo llegamos hasta ahí?
—Podríamos
construir una barca —respondió Cilene—, yo no sé nadar.
—Yo sí
—contesté yo—, pero la carta se mojaría. Y no tenemos ni tiempo ni herramientas
para hacer una barca.
Estuvimos
pensando un rato hasta que a Cilene se le ocurrió juntar todas las cartas que
llevaba para hacer un barco de papel.
—¿No va eso en
contra de la ley? —pregunté yo— Digo lo de abrir cartas ajenas y eso.
—Esta carta es
muy importante —respondió Cilene con determinación—, más importante que todas
las demás cartas que se hayan escrito o que estén por escribir.
—Está bien.
Así que nos
pusimos a juntar, pegar y doblar cartas de amor y propaganda y facturas hasta
que nuestro barco de papel gigante estuvo listo. De verdad, era increíble. No
tenía timón ni velas ni ninguna de esas cosas que se supone que tienen los
barcos, pero flotaba, y con un poco de suerte nos llevaría hasta el islote para
poder dejar la carta. Pero decidimos que lo más seguro sería que sólo uno de
nosotros fuese el navegante, y como Cilene era la cartera y pesaba menos que
yo, fue ella.
La vi zarpar
desde el barro y aquel barco de papel surcó la inmaculada superficie del agua
como si la acariciase con una dulzura que sólo saben describir los poetas. La
sutil neblina que flotaba sobre el lago me impedía ver con claridad cómo
introducía la carta en el buzón, pero lo vi.
Y esperé
mientras Cilene volvía en nuestro barco de papel con un suave bamboleo.
—¿Y bien? —le
dije en cuanto hubo atracado frente a mí.
—¿Y bien qué?
—respondió.
—¿Qué ha
pasado?
—He entregado
la carta —contestó.
—¿Y?
—Y nada. La
carta ya está entregada. Trabajo cumplido. Muchas gracias.
—Pero…
—protesté.
—La carta ya
está entregada. Entiéndelo, es mi trabajo.
Y eso, aunque
tal vez pueda parecer increíble, fue lo que me pasó el otro día.