Gilberto Saya tiene las manos grandes y desgastadas. De
niño, allá en Colombia, asistía a la escuela con una maestra, lo cual era
extraño por aquellos tiempos, y compartía el aula con los dos hijos de aquella.
Se portaban muy mal con él y ni su padre ni la maestra le escuchaban cuando se quejaba entre llantos y denunciaba los
maltratos. Un día, en la época de las lluvias, cuando el río corría
furiosamente arrastrando rocas y barro, Saya iba camino de la escuela cuando se
encontró con los hijos de la maestra y, antes de brindarles la oportunidad de
acosarle de nuevo, hizo uso de su fuerza aprovechando su centro de gravedad bajo
y sus anchas espaldas arrojándolos al fango manchando sus camisas. Porque el
peor enemigo es aquel que está prevenido. Después fue a clase y se sentó en su
pupitre.
—Gilberto —le dijo la maestra—, ¿Qué le ha hecho usted a mis
hijos?
—¿Yo? —respondió Saya con mirada tranquila— Nada.
—¿No les arrojó al río? —volvió a preguntar amenazadoramente.
Gilberto levantó la tabla del pupitre y cogió su cuaderno y
su lápiz y después salió por la puerta sin decir una palabra más. Así fue como
dejó la escuela. Tenía trece años.
El padre de Gilberto pasó toda su vida trabajando, una vida
muy dura que hizo mella en su carácter como una gran cicatriz encallecida
dentro del pecho. A Saya le gustaba mucho jugar al fútbol y, cuando se
lesionaba y decía que no podía ayudarle con el trabajo en el campo, su padre le
decía: Ah, ayer no le dolía, ¿verdad? Pues hoy usted va a trabajar.
Saya se fue de casa con dieciséis años y nada en el
bolsillo. A Venezuela. A veces conseguía algún empleo por jornadas o algo para
comer mendigando por ahí. La vida es muy dura, dice Saya, pero es así y hay que
vivirla porque no hay otra cosa.
Ahora Saya tiene los ojos enrojecidos por los años y trabaja
cocinando carne a la parrilla en el mesón del pueblo los fines de semana. El
resto del tiempo lo pasa en la taberna, bebiendo Ballantines con hielo y agua. Todos conocen a Saya por ahí con
buenos ojos, y aunque vive solo, nunca toma si no es con alguien. Le gusta
cantar con una sonrisa.
Saya me dijo que cuando quieres a alguien tienes que atarlo,
pero darle cuerda. Después canturreó algo mientras movía las caderas y se quedo
así, sonriendo, con la mirada perdida.